05 abril, 2013

PASCUA EN LA CALLE DE LA MONTERA



PASCUA EN LA CALLE DE LA MONTERA

(OCTAVA DE PASCUA)
 

El miércoles de la semana de Pascua me encontraba en Madrid. Fuimos a comer a un restaurante cuco y agradable cerca de la Gran Vía. Gente guapa de la ciudad del Oso y del Madroño. Comimos un menú bien presentado y sabroso. Luego, ante la insistencia del camarero de que iban a cerrar, nos fuimos a tomar un café sin prisas, de esos en que lo más importante es la conversación pausada y saboreada que el café en sí. Nos sentamos en una mesita al lado de una ventana grande que daba a una bocacalle de la Montera, calle conocida por ser frecuentada por prostitutas y sus clientes, si bien desde hace años ha visto cómo los distintos alcaldes de Madrid se empeñaban en su ‘recuperación’ para el centro urbano de la capital de España.

               Nos sentamos, digo, junto a un enorme ventanal que daba enfrente de la puerta de una casa antigua. Un hombre con cara de pocos amigos miraba hacia arriba y hacia abajo, controlando la calle, como si de un ‘portero’ se tratara. Primero apareció una chica joven, de teñida melena rubia, con unos zapatos de tacones imposibles, acompañada de un hincha del Galatasaray (recordemos que el miércoles este equipo de Estambul jugaba contra el Real Madrid); al poco tiempo aparecieron deprisa y corriendo otra chica joven, ésta morena, también con ropa dos tallas menos y con tacones imposibles, con un jovenzano moreno de aspecto rudo. Luego se abrió la puerta de la calle y salió un hombre entrado en años (no cumplía los setenta) de forma precipitada; luego apareció otro que hizo su salida mirando descuidadamente, como si con él no fuera el asunto; al poco tiempo entraron tres chicas con ropas de calle, de ‘sport’ y con zapatillas cómodas, que se travistieron en unos pocos minutos en chicas embutidas en ropas adosadas a sus carnes y subidas a tacones imposibles que se fueron a ‘hacer la calle’. Los tres que estábamos apurando el café no salíamos de nuestro asombro; nos habíamos sentado enfrente de una ‘casa patera’ donde entraban y salían sin cesar hombre y mujeres con aire despistado, si bien a nadie se nos escapaba ni la finalidad de tales compañías ni la razón de esas entradas y salidas entre descuidadas y precipitadas.

               El día en que esto sucedía era el miércoles de la Octava de Pascua. Esa misma mañana habíamos ido a misa y habíamos escuchado el evangelio de los Discípulos de Emaús. Ante el espectáculo que se nos presentaba a la vista no pude menos que recordar las prostitutas que aparecen en la Biblia: desde Rajab, que propició la entrada de los espías israelitas en Jericó con la consiguiente entrada en la ciudad, hasta la esposa del profeta Oseas, que se prostituía en los caminos de Samaría. Pero, lo confieso, mi principal pensamiento fue para María Magdalena.

               Es verdad que los sesudos exegetas siguen pensando si María Magdalena, de la que se sabe sin duda que fue discípula de Jesús, era María de Magdala (natural de la ciudad pesquera del lago), o si era la mujer que lleva el nombre de María en la escena de Betania, en el mismo escenario donde se dice que ella es una pecadora que derrama un frasco de perfume a los pies de Jesús y que Jesús la perdona. La identificación exacta de la mujer se lo dejamos a los exegetas; nosotros nos quedamos con la mujer y con Jesús. La tradición cristiana siempre ha visto a María Magdalena como a una ‘prostituta arrepentida’. El evangelio nos dice que Jesús nunca se echó para atrás cuando se ponía ante una persona, fuese cual fuese su condición. Jesús tenía clara su misión: transparentar la misericordia del Padre que ama al ser humano, sea quien sea. Jesús no dijo a las personas pecadoras con las que se encontró ‘eres un sinvergüenza y una mala persona’, ni   tampoco les dijo ‘no tienes remedio, púdrete en tu miseria’.  Jesús, nos dice el evangelio, cuando se encontraba con un pecador les decía: ‘no necesitan médico los sanos, sino los enfermos’; y también ‘¿nadie te ha condenado? Tampoco yo te condeno; y añadía: ‘anda y no peques más’. También, a los que se las daban de ‘puros’, ‘impecables’ y ‘perfectos’ les decía: ‘el que esté sin pecado… que tire la primera piedra’.

               El evangelio del miércoles de Pascua era el de los ‘discípulos de Emaús’. Ese evangelio comienza diciendo que Jesús les preguntó a sus discípulos que de qué hablaban por el camino, y luego se les apareció. El miércoles de Pascua, en la calle de la Montera, Jesús nos preguntó que de qué hablábamos tomando el café. Luego nos dijo que las personas son lo más importante, que él había muerto en la cruz para ‘salvar’, no para ‘condenar’. Cada una de esas mujeres, aunque no lo supieran porque nadie se lo había dicho, y probablemente nunca lo lleguen a saber, esas mujeres que estaban al azar de unos machos rudos sin escrúpulos, eran personas amadas por Dios, redimidas por Cristo en la cruz, y unidas al Cristo resucitado. ¡Felices Pascuas de Resurrección a todos!

Pedro Ignacio Fraile Yécora