Lo primero que sale del corazón
y de los labios, en esta semana de Pascua es repetir el saludo que atraviesa el
mundo de parte a parte: ¡Ha resucitado! ¡No lo busquéis entre los muertos! Sin
embargo, cada año la Pascua tiene notas distintas para quienes la celebran. No
hay dos Pascuas iguales, como no hay dos cumpleaños iguales ni dos navidades
iguales. No tenemos más que echarnos una mirada a nosotros mismos: ¿qué nos ha
pasado a nosotros y a los nuestros, a nuestros amigos y familiares desde la
última celebración de la Victoria de nuestro Dios? Unos han nacido y otros han
muerto. Celebramos pequeños triunfos y lloramos dolorosos fracasos. Tenemos
nostalgia de otros tiempos, cuando soñábamos con otros horizontes que quizá no
se han cumplido, o nos seguimos ilusionando con un mundo distinto que hay que
hacer.
La Pascua atraviesa el mundo, no
sabe de colores ni fronteras, por eso mismo no hay dos Pascuas iguales. No la
pueden celebrar de la misma forma los cristianos de Siria que ven cómo su vida
peligra por eso, por ser cristianos, que los cristianos de Grecia que ven cómo
su economía no levanta cabeza, o los cristianos de los Países Bajos que siguen
conmocionados por la violencia terrorista, o los cristianos de África que preparan
en muchos casos la emigración a Europa. Para todos es Pascua, pero Pascuas muy
distintas.
Esta Pascua se ha caracterizado
por su celebración en medio de una violencia creciente. No solo en Irak y
Siria, sino también en Pakistán, donde han sido masacrados niños y sus madres
cuando celebraban en un Parque la principal fiesta cristiana. Una Pascua
marcada por una tensión creciente en el mundo. ¿Qué significa que Jesús ha
vencido a la muerte? ¿Qué supone para un cristiano creer en que Cristo es la vida
plena? En medio de tanta violencia, no es fácil.
Me quiero parar en España.
Estamos asistiendo en los últimos meses, o años quizás, a un fenómeno inquietante.
La vieja España, esa que está atravesada de costuras, esa que se rompe y se remienda
de nuevo; esa que se rasga por los extremos y se quiere recomponer desde el
centro. Esa España que ha sido de todo y de nada. Que ha sido la que más
misioneros ha enviado a América para anunciar el evangelio y a la vez la que
más reniega de él. Esa España que levanta los pasos de Semana Santa, y los
procesiona entre el aplauso y sentidos lloros de muchos, y esa España que grita
que se acaben para siempre estos signos de una época pasada, que debe
desaparecer, en nombre de la laicidad.
La religiosidad de España es
distinta a las de otras partes del mundo. Celebra con pasión la muerte de
Jesús. Miles y miles se echan a la calle para llorar con sus Cristos. Pero el
día de Pascua solo son cientos los que celebran la Resurrección. ¿Dónde se han
quedado los miles que contemplan emocionados las procesiones de Viernes Santo?
Ahí, en la muerte. Sin querer, o queriendo, tenemos una religiosidad de
«viernesanto», «trágica», «dolorosa y dolorida», pero ¿dónde está la mañana
luminosa de Pascua entre nuestra gente que se confiesa católica?
Los Obispos reclaman la atención
de sus fieles. Quieren hablarles del evangelio, quieren que entren en el Año Jubilar
de la Misericordia. Si diéramos la razón
al número que dicen las estadísticas, decenas de miles participando en las
procesiones, tocando los tambores, llevando los pasos ¡qué Iglesia tan viva! Si
miramos las reuniones de las parroquias, los encuentros para reflexionar el
evangelio o la Doctrina social de la Iglesia, al contemplar las sillas vacías;
si vamos a muchas misas dominicales, decimos ¡qué Iglesia más muerta! ¿Cómo es
posible que nuestra gente, en números de miles, se emocione con Cristo y la
Virgen y dé la espalda a la Iglesia que quiere hablarle de ese mismo Cristo y
de esa misma Virgen? Esta es España. Se
puede ser «hermano cofrade» sin sentir con la Iglesia. ¡La fe o no fe de los
cofrades, es harina de otro costal.
Más aún. La Iglesia se esfuerza
por avanzar en una sociedad que la mira con prevención (todo lo que propone la
Iglesia suena a «antiguo« y «trasnochado») y encuentra con el impedimento de
una sociedad que la quiere dejar ahí, en las procesiones de Semana Santa, pero
que no quiere que sea profética, ni que diga la verdad, ni que se ponga con los
más pobres. ¿Tenemos una Iglesia secuestrada por nuestros propios conciudadanos?
¿Qué pasaría si los miles de cofrades fueran voluntarios de Manos Unidas, de
Caritas, de Justicia y Paz etc? ¿Os imagináis una Iglesia así?
Una amiga me decía el otro día
cuando comentaba con cierta dureza estas situaciones: «No juzgues. Dios se
sirve de lo que quiere, incluso de tocar el tambor, para hacer su obra». Puede
ser. Puede ser que sigamos creyendo muchos que es más evangelizador una sesión
de estudio del evangelio, o un compromiso en Caritas que ir llevando un paso.
Pero ¿quiénes somos nosotros para decirle a Dios cómo se quiere revelar? ¿Acaso
la razón es el único acceso a Dios? ¿Acaso debemos cerrar a cal y canto el
mundo de las emociones para impedir que Dios se cuele por esa rendija? Dejad a
Dios ser Dios.
Pascua de 2016. Distinta a la
del año pasado y sin duda distinta a la del próximo año. ¡Jesús está vivo!
¡Felices Pascuas!
Pedro Fraile
20 Marzo de 2016