PEREGRINO EN TIERRA SANTA

PEREGRINACIÓN   INTERIOR


Y PEREGRINACIÓN   EXTERIOR

El ser humano ha sido definido por los antropólogos, filósofos, pensadores, sabios, teólogos y eruditos, de mil formas. Para unos es un «homo sapiens», subrayando su inteligencia natural y desarrollada por encima de otros homínidos. Otros lo califican como «homo faber», insistiendo en sus posibilidades de transformación de las cosas que tiene ante los ojos. Para otros es un «homo ludens», recalcando que la fiesta y la alegría son inseparables de la vida que quiere vivir. Desde el punto de vista de la fe está el «homo credens», insistiendo en su capacidad de abrirse al misterio de lo divino, e incluso de entregarse a él. Para otros, el ser humano es un «homo viator», resaltando su condición de peregrino.
            Los poetas son los que más insisten en esta última condición del ser humano. En las «Coplas a la muerte de su Padre», de Jorge Manrique, el poeta noble ve cómo pasan inexorablemente las personas y los años: «nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar…». Antonio Machado escribía sobre el «camino» que se hace al andar; entendía la vida como un «viaje» y la muerte como una «nave que parte». León Felipe propone «ser en la vida romero, romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos».
En el océano de las canciones y poemas religiosos, se insiste también en esta condición de que somos «caminantes». Sólo por recoger alguna de las mil letras que hay: «camina Pueblo de Dios»; o «errante voy, soy peregrino…»; o «hacia ti, morada santa,…, peregrinos, caminantes, vamos hacia ti…», o también, «mientras recorres la vida, tú nunca solo estás, contigo por el camino, santa María va». Al mismo Jesús le dedicaron hace ya tres décadas una canción con el título de «El peregrino»; la letra decía: ‘un día por las montañas, apareció un peregrino; iba diciendo a las gentes, «amigo soy, soy amigo»’…
            Esta condición de «peregrinar» como forma humana, espiritual, de búsqueda, la conocemos desde antiguo. Las peregrinaciones de los cristianos a Tierra Santa son muy anteriores a las cruzadas; ya en el siglo cuarto, una monja de origen gallego, con el nombre de Egeria, llegó en peregrinación al sepulcro de Jesús en Jerusalén. El nacimiento del Islam surge de una «huida» de Mahoma desde Medina a la ciudad de La Meca, que con el tiempo se transformará en verdadera y multitudinaria peregrinación; recordemos que uno de los «cinco mandamientos» del Islam es «peregrinar» una vez en la vida a la ciudad santa de La Meca. En la cristiandad medieval surgió con  fuerza inusitada el «Camino de Santiago»; qué decir de la «peregrinación a Roma», a la tumba del apóstol Pedro. El ser humano es un ser «viator», «peregrino». La vida se entiende como «peregrinatio vitae». Así lo creo y así lo defiendo.
            Buceando en nuestros orígenes, podemos ir mucho más lejos. Jesús es en realidad un «peregrino» que va anunciando el Reino de Dios por pueblos y caminos; él dice de sí mismo que «no tiene donde asentar su cabeza», y luego envía a los discípulos a que vayan «de dos en dos» anunciando la Buena noticia, abiertos al mundo. San Pablo, una vez convertido, no paró de transitar por caminos y ciudades llevando a todos el evangelio. ¡Qué decir de otros dos campeones de la fe! San Francisco de Asís fue en peregrinación a Tierra Santa siguiendo a Jesús; luego llegó también a Santiago de Compostela. San Ignacio de Loyola también quiso ser «peregrino» a Jerusalén.
            

El «viaje a Tierra Santa» no es un «viaje de placer» como si a un destino de descanso merecido nos fuéramos. No es tampoco un «viaje de aventuras», como parece que entienden algunos cuando, en las calles de Jerusalén o en los alrededores del Lago, van vestidos como si en un safari estuvieran. Tampoco es un «viaje a lo raro del mundo», como el joven de pintas despistadas que vi hace poco en el Santo Sepulcro, con bermudas, gafas de sol, gorra de «beisbol» y sorbiendo descaradamente un café con leche en un vaso grande de cartón, tal como si estuviera en un parque temático.
           
El «viaje a Tierra Santa» es una peregrinación. Una peregrinación exterior porque se hace a pie; se pisa, se toca suelo, se toca barro. Se está con la gente, se hacen filas, se besan las rocas, se toca el agua del lago. Se oyen los cantos de los muecines llamando a la oración; los cantos eléctricos y nerviosos de los judíos y las campanas de las Iglesias. Se contempla por la noche la silueta de las montañas que rodean al Lago (¡las mismas montañas que vio Jesús!), y se siente la sequedad tremenda del desierto de Judá, el mismo desierto que cruzaba Jesús en su camino de subida de Jericó a Jerusalén. A Tierra Santa se va con «botas», no con «zapato de paseo». A Tierra Santa se va con «mochila», no con «baúles» que pesan y estorban.

            El «viaje a Tierra Santa» es una peregrinación interior. El ser humano es un «caminante», pero un «caminante acorazado». Todos vamos con «corazas» y no permitimos que ninguna rendija permita entrar en nuestra vulnerabilidad. El peregrino suele ir muy serio a los lugares santos. De repente, en el Lago, escucha el relato de la «llamada de Jesús» a sus discípulos y, casi sin darse cuenta, las lágrimas le saltan a los ojos: «tú sabes bien lo que tengo- canta-, en mi barca no hay oro ni espadas». El peregrino llega a Nazaret. Nazaret está impregnado de María: el peregrino escucha cómo la «joven-llena de Dios» dijo un «sí» rotundo y confiado; aunque no quiera, el peregrino ve cómo pasa por delante de sus ojos sus «noes» rotundos, pero llenos de miedos, a las propuestas de Dios. El peregrino llega a Caná; ahí se derrumba: un peregrino está con su esposo o esposa y sólo ellos saben lo que viven: enfermedades de uno de los dos; tensiones familiares; o, por qué no, felicidad sin límites… Otro peregrino es viudo, y no para de llorar recordando a su esposa (no me lo invento, lo he visto con mis ojos); otros no están casados, pero también ellos quieren celebrar el amor que se tienen… El peregrino se acuesta a las aguas del Jordán, y recuerda su bautismo ¿qué hecho yo con mi bautismo, con mi fe? El peregrino va a Belén, y no entiende tanta pobreza, tanta normalidad,  tanta ternura y tanta sencillez para que nazca el hijo de Dios.
El peregrino llega, por fin a Jerusalén, destino que ansía. Lo mejor es dejar el Santo Sepulcro para el final, el último día, porque es la cumbre. En Getsemaní el peregrino llora al ver cómo también él no ha podido velar con Jesús, o cómo se hunde ante el peso del dolor. En El Gólgota besa con pasión la cruz de aquel que se entregó por todos y cada uno de nosotros: nosotros, ¡con nuestras historias, contradicciones y páginas emborronadas que no nos gusta recordar! El peregrino llega a la Tumba Vacía y descubre que el ángel dice: «no está aquí». ¿Cómo? Si no está, ¿para qué hemos venido? Precisamente por eso, porque Jesús no está entre los muertos, porque no está muerto. El peregrino no va a cerciorarse y levantar acta notarial de que la Tumba está vacía; el peregrino va a cantar con todos los cristianos de todos los siglos (de ayer y de hoy), que Cristo vive. El poder de la muerte no le ha podido. Su Padre Dios le ha dado la vida para siempre. El peregrino besa la losa y reza: «creo que vives y creo que estás vivo en mi vida, en la vida, en las personas que aman y luchan; no eres un Dios de la muerte, sino de la Vida en plenitud».
            En Tierra Santa el ser humano alcanza su condición de «homo viator», de «humano que camina», de «humano que se encuentra consigo mismo y con los demás en el camino». Pero, ¿no se podría simplemente ir por cualquier camino? Sí, los caminos pueden transitarse, pueden atravesarse y ser pisados, pero lo importante es quien los anda y con quién vas. En Tierra Santa caminas el camino con Jesús.

Pedro Ignacio Fraile Yécora
5 de Marzo de 2014


DIEZ  RAZONES  PARA  IR
A  TIERRA  SANTA


Voy a comenzar con una anécdota graciosa que contaron en el último viaje a Tierra Santa, hace sólo una semana. Un sacerdote  de las afueras de Bilbao le preguntó a uno de feligreses más allegados: «¡Felipe, hace mucho que no te veo! ¿Dónde has estado?». El otro, todo serio, respondió: «He estado en Tierra Santa».  El sacerdote añadió gozoso: ¡Qué bien, yo voy la semana que viene! El feligrés remató la anécdota de forma magistral… «Bueno, para mí, ¡Tierra Santa es la Rioja!

Sin quitarle un ápice a la ocurrencia, sin duda ingeniosa, yo sí que quiero dar mis diez razones para ir a Tierra Santa. Unas son evidentes, otras no tanto. Tengo como pequeño proyecto para los próximos días ir detallando una a una cuáles son mis argumentos. Hoy sólo los enuncio.

1) Tierra Santa se conoce como el «quinto evangelio»: paisajes y paisanajes, escenarios, contextos... Cuando se vuelve, se lee el evangelio de otra forma.
2) Tierra Santa nos «refresca» el evangelio, muchas veces conocido, pero con frecuencia olvidado o «aparcado»: bienaventuranzas, parábolas, evangelio en estado puro…
3) Tierra Santa nos deja el regustillo de saber más del Antiguo Testamento, casi desconocido por el mundo católico en el que nos movemos: Abrahán, Jacob, Moisés, David… Todo nos suena, ¡pero qué poco sabemos!
4) Tierra Santa nos «mueve» por dentro aunque no queramos: sentimientos religiosos ahogados, recuerdos de nuestra infancia y juventud, opciones personales, nombres de personas queridas que nos vienen aunque lo queramos reprimir…
5) Tierra Santa  aclara muchas ideas sobre el origen y la identidad del cristianismo: el evangelio de Jesús no es un libro de autoayuda fuera del espacio y del tiempo; el cristianismo tiene una «matriz» cultural y religiosa semítica evidente. Negarlo es una necedad…
6) Tierra Santa nos habla de Jesús y nos habla de la Iglesia, en continuidad, no en ruptura: Nazaret, Lago de Tiberíades, Jerusalén, Cenáculo, la misión…
7) Tierra Santa es un hervidero del hecho religioso monoteísta: judíos, cristianos y musulmanes ¿qué nos une y qué nos separa? ¿El monoteísmo está muerto o tiene futuro? ¿Los monoteísmos son necesariamente exclusivistas y fanáticos? ¿Los monoteísmos son necesariamente violentos?
8) Tierra Santa es «centro» de la historia antigua, medieval y actual: Constantino, cruzadas, Estado de Israel… No se puede leer la historia de Occidente si arrancamos las páginas de lo que pasó en estos lugares 
9)  Tierra Santa nos retuerce por dentro a los «católicos latinos»: ¿por qué los ortodoxos están en Belén y en el Santo Sepulcro? ¿Qué hacen aquí los coptos, armenios, sirios? Nos damos cuenta de que tenemos mucho que aprender en cultura y en respeto
10) En Tierra Santa se llora. En casi todos los viajes, alguna persona me ha reconocido que, en algún momento, se ha apartado del grupo y se ha echado a llorar, sin que le vieran. ¡Ánimo! ¡Vamos a Tierra Santa!.
Pedro Ignacio Fraile Yécora

Primera razón: PAISAJE Y PAISANAJE

No sé a quién se le ocurrió el título de «quinto evangelio», pero sin duda fue una feliz ocurrencia. Hoy en día se repite bien como cosecha propia bien como «título feliz» para comenzar una charla o un coloquio sobre Tierra Santa. No tengo nada que objetar; es sin duda una buena adquisición; pero vayamos más adelante, no nos quedemos ahí.

En uno de los últimos viajes oí del sacerdote que nos acompañaba la expresión, no menos feliz, «paisaje y paisanaje», para referirse al país de Jesús. El paisaje es el propio del mediterráneo: olivos, vid e higuera son los tres árboles que un buen israelita debe cultivar. A los tres podemos añadir los campos de cereal, y los ganados principalmente ovinos. No es difícil para el guía hacer caer en la cuenta de esos textos evangélicos que tan bien conocemos: «salió el sembrador a sembrar, y parte cayó en camino, entre zarzas o en tierra buena…»; o «Jesús tuvo hambre y fue a una higuera a comer». Más aún, Jesús dice «Yo soy el buen pastor que da la vida por las ovejas», o también «yo soy la vid verdadera». Esto, sin embargo, no emociona ni llama poderosamente la atención. Lo más «llamativo», lo que más llega al corazón del peregrino, es el Lago de Tiberíades y el poblado de Nazaret. El primero engancha, como si de un imán se tratara. Unos dicen: «El lago, donde predicó Jesús». Otros, «estamos viendo el mismo paisaje que vio Jesús, sin que nadie lo haya cambiado». Otros se imaginan a Jesús en la barca de Pedro y a los habitantes del lugar corriendo la voz diciendo hacia dónde se dirigía el maestro. El segundo paisaje que más llega es el poblado de cuevas de Nazaret. Después de recordar que Nazaret era una población desconocida en el Antiguo Testamento (no sale nunca), la atracción se vuelve sobre las cuevas. ¡Jesús, María y José vivían en unas grutas! Sí, grutas pequeñas, con una sola habitación, donde toda la familia convivía. La pobreza de Jesús no era una «pose» para quedar bien, una «puesta en escena». Jesús, María y José eran pobres, como lo eran todos los habitantes de Nazaret. Recordamos a Natanael de Caná, cuando escéptico pregunta: ¿de Nazaret puede salir algo bueno?

El segundo término, «paisanaje», evoca rostros, historias, memorias, identidades mezcladas y decantadas con dolor y orgullo en la misma medida. ¿Quiénes son los habitantes que nos encontramos cara a cara? ¿Qué queda hoy de los habitantes de Galilea, de los paisanos de Jesús, tras múltiples guerras, destrucciones, mezclas de población, deportaciones y emigraciones? Primero, con la población autóctona galilea, se mezclaron los romanos con sus tropas mercenarias de todo el mediterráneo; luego vinieron los brillantes y exquisitos bizantinos, con los oropeles de Constantinopla; de su mano, los armenios de las montañas del Cáucaso. Más tarde las tropas musulmanas de los califas del desierto de Arabia, incorporando el árabe como lengua y el Islam como religión expansiva; llegaron los rudos cruzados de Francia, Inglaterra, Alemania, Hungría… ¡incluso normandos! El dominio musulmán trajo a los egipcios y nubios de mano de los sultanatos fatimíes y mamelucos; los turcos impusieron durante siglos su imperio. Llegaron los griegos y los serbios con la Iglesia ortodoxa… Por fin, la omnipresente Inglaterra dejando su «impronta british» reconocida por doquier. Tras ellos la diáspora judía que regresa a Israel: judíos de Rusia, de Argentina, de Marruecos, polacos… en una lista interminable ¿Qué queda de los judíos que condenaron a muerte a Jesús? ¿Qué quedan de los habitantes de Nazaret, de Cafarnaún? 
Tierra Santa es un crisol donde se mezclan razas, costumbres, lenguas, ritos… Algunos peregrinos quieren saber quiénes son los «verdaderos palestinos», los que tienen «pedigrí», como si de un ejercicio de pureza racial, de reivindicación de legitimidad se tratara. El camino que quieren seguir es el de la «pureza límpida, incontaminada, íntegra, reluciente». Sin embargo, en Tierra Santa se aprende que esta no es la pregunta, ¿quiénes son los descendientes de los galileos y belemitas de la época de Jesús?. Jesús es para todos. Jesús disfrutaría viendo a tanta gente de tantas razas y culturas. La humanidad es Adán. Adán es la humanidad. Cristo es el Nuevo Adán. Cristo no rechaza, sino que abraza a esta gran humanidad, que es la suya.

Pedro Ignacio Fraile Yécora. 


Segunda razón: PARÁBOLAS Y BIENAVENTURANZAS


Muchas veces   cuando nos presentamos como «cristianos» en un grupo que no tiene por qué serlo, vemos cómo alguien interviene o se queda con las ganas de decir: «pues la Iglesia…». No dicen «yo creo que Jesús…», o «para mí el Evangelio…» sino que directamente apuntan a la Iglesia. En el fondo hay una conciencia de que ser cristiano tiene que ver con la Iglesia, pero ¿por qué no se refieren a Jesús o a su evangelio? Creo, sinceramente, que es muy difícil que alguien que haya leído el evangelio o que haya tenido un mínimo de acercamiento a Jesús se sienta indignado, molesto o reacio con él. Yo soy católico, y mi credo es el credo de la Iglesia católica; me «duele la Iglesia»… pero también soy consciente de la dificultad que estoy presentando. Para recuperar el sentido de «Iglesia de Jesús», hay que volver a Jesús y a su evangelio. Un viaje o peregrinación a Tierra Santa dan buena cuenta de ello.


            Es bien sabido que Jesús no «daba conferencias» ni «sermoneaba»; por eso, cuando hablamos del «Sermón de la montaña», hay que tomar las debidas precauciones evitando asimilarlo a «rollo» o «chapa», como se dice hoy. Jesús sin duda se sirvió de las «bienaventuranzas», una forma de hablar conocida en aquella época, para meterse en el corazón de los oyentes: «bienaventurados los pobres, los que lloran, los pacíficos…» y añadía «porque sois los favoritos de Dios; porque Dios será vuestra riqueza…» La gente sencilla se quedaba «tocada»: ¡esto es nuevo!, ¡esto nadie lo había dicho antes! Jesús hablaba de Dios; nadie lo duda; pero lo hacía de forma que la gente quería que le hablaran de Dios. Es como si le dijeran, «Jesús, háblanos de Dios».  Luego, san Mateo se imagina una proclamación solemne de todas juntas y seguidas, con la gente echada a los pies de Jesús, en la cima de una montaña. Cuando vamos al Lago y subimos al Santuario de las Bienaventuranzas, todos nos vamos con el corazón y con la mente a las palabras de Jesús que nos dice: «¿Eres feliz?» ¿«qué necesitas para ser feliz»? ¿«qué te sobra para ser feliz»? ¿«Necesitas a Dios para ser feliz»? Y vuelves a oír, como si de la primera vez se tratara, una a una, todas las bienaventuranzas de Jesús. Allí, junto al lago, te pasa la vida como si de una película se tratara.


            Jesús no «sermoneaba» y tampoco ponía adivinanzas a la gente. Hablaba de forma muy sencilla, para que lo entendiesen todos: «el Reino de Dios se parece a un hombre que salió a sembrar; o a un hombre que encontró un tesoro…». Campos sembrados se pueden ver en todas partes, sin necesidad de ir a Tierra Santa;  que los tesoros son deseados es también muy compresible. Cuando se va a Tierra Santa sorprende la sencillez de los ejemplos que ponía Jesús y cómo arrastraba a todos: ¿dónde residía la autoridad de su palabra? ¿Qué decía de extraordinario? ¿Por qué esas imágenes eran tan poderosas entonces y no lo parecen ser ahora? El evangelio se presenta no como algo sabido, como un texto «aparcado» en nuestra memoria, sino como un continuo despertar de preguntas, como un desinhibidor de sentimientos, como un despertador de nuestra conciencia religiosa más adormecida. Puede ser que algunos no necesiten esta agitación interior para recuperar las páginas evangélicas, pero sin duda para muchos de nosotros el viaje a Tierra Santa no sólo es un estímulo, sino un verdadero revulsivo y motor interior. Pedro Ignacio Fraile Yécora.

Tercera razón: 
LA HISTORIA DE NUESTROS PADRES EN LA FE
  
«Lo mejor es enemigo de lo bueno»; dice una sentencia popular. Nosotros podríamos matizarla con un «a veces»; pero como expresión de una verdad repetida generación tras generación, la damos por buena. Así comenzamos la «tercera razón» para ir a Tierra Santa. «Lo mejor» es conocer el Antiguo Testamento; «lo bueno» es conocer la «Historia sagrada».  Hace ya muchos años se suprimió la «Historia Sagrada» del mundo catequético («lo bueno»), en aras de una lectura personal y consciente del Antiguo Testamento («lo mejor»). Hoy nos encontramos con generaciones de jóvenes, y no tan jóvenes, que no saben nada de Moisés, de Abrahán, de David o de Jacob.  Bueno, me dirán algunos: ¿para ser cristianos hay que saber quiénes eran o qué hicieron estos personajes?  ¡Nosotros somos cristianos, no judíos! Vayamos más lejos: ¡nuestra fe está lastrada por el «judeocristianismo»; así nunca va a despegar; basta ya del judaísmo y quedémonos sólo con el evangelio de Jesús! Supongo que alguno de nuestros lectores se verá reflejado en estas expresiones.
            No voy a justificar el Antiguo Testamento, que por  otra parte se justifica solo. Digamos, por ejemplo, que presumimos de saber de literatura en castellano sin querer leer «Don Quijote de la Mancha»; lo diremos, pero es un «bluff» como la copa de un pino. Podemos presumir de que nos encanta San Juan de la Cruz, menospreciando el Cantar de los Cantares; ¡necedad de necedades! Podemos hacer un discurso sobre la libertad de Jesús con las normas sobre la pureza y sobre el sábado, desconociendo qué dice la Escritura judía, ¡valiente arrogancia! Es más, nos atrevemos a explicar por qué Jesús es el Mesías, desconociendo cuáles son las promesas y las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel; o también, queremos explicar la Eucaristía desconectándola de las fiestas de la Pascua… Alguno dirá, «pues se puede explicar a Jesús sin el Antiguo Testamento»; los sensatos dirán… «tarea más que ardua ¡imposible!».  No podemos explicar el Islam sin la matriz donde nació y sin referirnos a Mahoma; no podemos explicar a Jesús y su misión sin meternos en el mundo donde nació y vivió; el mundo que le juzgó y le condenó.
            Por este camino podríamos ir más lejos: ¿cómo explicar la única alianza de Dios que comienza con la creación y culmina con Cristo? ¿Cómo explicar la única historia de la salvación que se lleva adelante, desde Abrahán, el padre de los creyentes, que se manifiesta en plenitud en la cruz y resurrección de Jesús y que hoy se sigue haciendo realidad en el corazón del mundo? ¿Cómo explicar una «historia de liberación» sin el Éxodo, o la «historia como camino» sin los patriarcas, o la «Tierra prometida» sin el desierto, o el sentido de pueblo de Dios sin Jacob, o el mesianismo sin David?
            A la par que se habla de Jesús, en el Viaje a Tierra Santa se recuerda la entrada en la Tierra Prometida cuando se visita Jericó; al entrar en Jerusalén se canta el salmo de alegría como hacían los peregrinos; en la ciudad santa se hace memoria del rey Mesías David y desde el Monte de los Olivos se llora por la ciudad como hicieron los profetas. Un «curso intensivo» de Antiguo Testamento para recordar, comprender y empapar el corazón del curioso intelectual, pero sobre todo del creyente.
Pedro Ignacio Fraile Yécora.





Cuarta razón: BESO ALARGADO, ABRAZO INTENSO, ALEGRÍA DESBORDANTE


Hace muchos años D. Ramón Búa Otero, a la sazón Obispo de Tarazona, recientemente fallecido, se servía en una homilía de la imagen de las brasas para explicar la fe adormecida de muchas personas. Las brasas, decía, parece que están apagadas; pero si soplas, si las remueves, si tienes paciencia y un poco de dedicación, de aquellos tizones y cenizas puede brotar de nuevo un fuego vivo, intenso,  extensivo, abrasador… También la fe, decía, a veces está conservada bajo brasas sólo aparentemente apagadas… Hay que soplar, hay, que esperar, hay que tener paciencia, hay que creer que el fuego se puede reavivar.

            La fe no se puede reducir a un «sentimiento», a una «sensación» o a un «gusto personal». Esto forma parte del ‘a,e,i,o,u’ de la teología;  sin embargo la fe se expresa y se vive de forma sentimental. La fe no es un sentimiento porque no depende del variable estado anímico de la persona: es como si dijéramos, ‘cuando estoy deprimido, triste, mal, tengo menos fe’ y ‘cuando estoy optimista, alegre, positivo, tengo más fe’. Tampoco se puede reducir al mundo de las sensaciones: ‘creo porque me hace sentirme bien conmigo mismo, porque me da paz, serenidad’; ni mucho menos al juicio de valor de nuestras aprobaciones: ‘esta afirmación de la fe me gusta o no me gusta’; como si la fe de la Iglesia tuviera que ver con nuestra aprobación o nuestro consenso, siempre sometido a las opciones personales y al devenir de la cultura dominante. Sin embargo, y esto es muy importante, la fe se expresa con sentimientos porque tiene que ver con la persona, con la vida, con la experiencia, con la memoria: sentimientos de alegría desbordante, o de tristeza; de gritos de horror o de serenidad; de paz interior o de lucha; de agradecimiento o de petición de cuentas. La fe cristiana, por ser humana, expresa la vida personal, diaria, combativa, que quiere vivir, y expresa nuestra vida con Dios.

            El viaje a Tierra Santa hace que afloren múltiples sentimientos que puede ser que tengamos reprimidos: lloramos en la travesía del barco por el Lago de Tiberíades, haciendo presentes las palabras de Jesús: «ven y sígueme». Nos emocionamos al besar el lugar del nacimiento de Jesús, en la pobreza de la cueva, o besando el lugar de su muerte, en la roca del Gólgota; o como María Magdalena besamos la tumba vacía, y decimos: «verdaderamente ha resucitado». Repetimos un «sí»  profundo, intenso, claro, rotundo, nítido, a la vez que ensanchamos el pecho… con María en Nazaret.


Lloramos nuestras ‘pequeñas traiciones’, nuestros «noes», con Pedro en la Basílica del Galli Cantu. Nos sentimos discípulos predilectos de Jesús cuando, en la gruta del Pater Noster, rezamos con las palabras que Jesús nos enseñó. No quisiéramos levantarnos de la piedra de Getsemaní cuando apoyamos la cabeza y pasa la película de nuestros sufrimientos personales, familiares, y nos queremos hacer uno solo con Jesús. Es mi Getsemaní; es mi respuesta a la llamada de Jesús; es mi ‘sí’ con María; son mis ‘noes’ como Pedro; es mi oración con Jesús.

No  son «sentimientos religiosos blandos», como si la fe fuera un «sentimentalismo» adolescente, no. Se trata de «sentir con Jesús»; de dejar que la fe se exprese en canto sereno o en lamento sincero;  en beso alargado o en abrazo intenso; en ojos cerrados con lágrimas a la vez que parece que se quiere salir el corazón. Tierra Santa mueve y remueve; aunque no queramos.


Pedro Ignacio Fraile








Quinta razón: ¿PLÁSTICO O PLATA?

Me ha costado encontrar un titular de esta «quinta razón para ir a Tierra Santa». Busco un contraste fuerte, rotundo, claro, que no deje espacio a la duda. Lo he intentado primero con el mundo de la alimentación y he pensado ¿choped o jamón de jabugo? La idea no está mal, pero me parece un poco chabacana para ilustrar nuestra reflexión. He pasado al mundo del arte, pero ¿cómo comparar artistas y autores de  tendencias literarias diversas y contraponerlas en extremos opuestos? Misión imposible. Después de repasar otras posibilidades, me he quedado con esta que me parece apropiada a la vez que sugerente gracias a la repetición homofónica del fonema «pla».

  La otra noche, cenando con unos amigos, salió el tema de los «libros de autoyuda». Uno de ellos decía que había leído varios, que en un momento de su vida le habían servido, pero que hoy le «sabían» a poco; que él «buscaba» más, que «necesitaba» más. Sin querer estaba poniendo las bases de su diagnóstico: los verbos «saber/saborear», «buscar» y «necesitar». El ser humano, constitutivamente hablando, está creado para «saborear» las cosas gustosas de la vida; en su ADN lleva grabado el «buscar» respuestas que le satisfagan; es un ser «necesitado» de una luz que no proviene de él. Somos soñadores de sueños posibles; exploradores de mundos reales; llevamos la semilla de Dios en nuestro corazón.

El ser humano no puede conformarse con libros que le «ayuden» a conocerse un poco más; el ser humano necesita mirar más alto, traspasar los límites de las evidencias; bucear en lo que somos y buscar el sentido de lo que hacemos, de lo que nos mueve. Somos «buscadores» insaciables del misterio que está encerrado en nosotros mismos y del misterio de amor que es Dios. Entre conformarse con conocer un poco mejor nuestras reacciones psicológicas y nuestros comportamientos sociales y ponerse cara a cara con Dios, no hay color. Dicho de otra forma: no nos conformamos con el choped, estamos creados para gustar el jamón; o fuera de las comparaciones culinarias, entre el plástico y la plata, no hay  posibilidad de elección.
            Pasemos a la Tierra Santa. No faltan quienes reducen lo religioso a su pequeño mundo, particular, único: «es mi experiencia», «es mi verdad», «la mía, la que me vale a mí». Parecería que la experiencia religiosa estuviera reñida con la historia, con la tierra. Sin embargo, también pertenece al mundo del «a,e,i,o,u» de la teología que la fe cristiana se caracteriza por la «encarnación». Creemos en un Dios que se mete en la historia y lo hace con todas las consecuencias. El que se embarra se mancha de barro; Dios se embarra. El que vive una vida humana, experimenta el olor y el hedor de lo humano; Dios se «enhumana». Para los cristianos, la tierra, el paisaje, lo humano, no es una dificultad para creer, sino que es el lugar de la teología. Para hacer teología hay que preguntarse por el hombre, por la antropología; para comprender la antropología hay que preguntarse por Dios, por la teología.
            Cuando nos metemos en la Sagrada Escritura leemos la historia de la condición humana con sus éxitos, pero también con sus miserias de todo tipo. Dios salva este «ser humano real». Cuando vamos a Tierra Santa vemos que Jesús no nació «en el aire», sino en una cultura y en una sociedad: en la cultura hebrea y en la sociedad judía del siglo I antes de nuestra era común. Jesús era, por medio natural, un hombre del mediterráneo;  por condición racial, heredero de los semitas; su identidad era la forjada en siglos de historia por el pueblo judío.
            La fe cristiana no nace de una experiencia de autoayuda, si bien pone lo humano en el fundamento y en el centro. La fe cristiana nace de un «acontecimiento» histórico. Cuanto más ahondemos en él, mejor sabremos comprender la riqueza del evangelio. ¿Plástico o plata? Que cada uno elija.

Pedro Ignacio Fraile Yécora.




Sexta razón:

JESÚS SÍ...
IGLESIA     TAMBIÉN 
    Las relaciones entre Jesús y la Iglesia han pasado por distintas etapas. Hace ya muchos un señor francés acuñó una frase que se ha ido repitiendo de boca en boca entre los leídos: «Jesús anunció el Reinó, y salió la Iglesia». Lejos de perderse entre páginas de libros en oscuras bibliotecas, su afirmación se fue repitiendo como si de un mantra se tratara. Aquel hombre había sentado las bases a una oposición casi insuperable. Muchos años después, cuando él ya había muerto, se hizo popular la consecuencia de esta sentencia: «Jesús, sí, Iglesia no». Ya no eran los leídos quienes hacían esta afirmación, sino gente de todo tipo que quería adherirse al «hombre Jesús», a sus propuestas éticas y a su noble mensaje, pero mostraba su descontento, incluso su desapego afectivo y  a veces efectivo con la Iglesia.

            Los «pensadores de la teoría religiosa» (no sé si existe esta categoría; sólo quiero evitar la palabra «teólogos», porque no es lo mismo), se sirvieron de dos términos sociológicos para expresar esta realidad. Acuñaron los términos «continuidad» y «ruptura» para hablar de Jesús y la Iglesia: ¿Entre Jesús y la Iglesia hay «continuidad» o «ruptura»? En «román paladino», para que nos entendamos todos, con el lenguaje de a pie de calle: ¿Jesús fundó la Iglesia o la Iglesia nació como una nuevo grupo interno del judaísmo a partir de la persona y del mensaje novedoso de Jesús? Nos ponemos a sudar; nos remangamos; sacamos nuestros mejores argumentos y desenvainamos el florete para pelear en un arduo y difícil combate de esgrima.

He de decir, a costa de que algunos se molesten (ya me ha pasado en varias ocasiones defendiendo este mismo argumento), que para mí el problema hoy no es sólo el «no» que muchos dicen a la Iglesia, sino el «no» que cada vez más se dice a Jesucristo. Con Jesucristo está pasando algo distinto que con la Iglesia: se le reconoce su altísimo valor moral, la calidad inigualable de su mensaje, la coherencia de su vida… pero se le relega al «club de los hombres buenos». No se le da más categoría humana que a Gandhi y su «no violencia activa»; su valor histórico y su influencia en la historia es comparable al de Mahoma… Poco más. Sé que no gusta oír esto, pero ya está dicho. No es lo que yo pienso de Jesús, pues soy creyente y lo confieso como «Señor» (Jesús-Kyrios), como «Salvador» (Jesús-Soter), como Mesías-Ungido (Jesús-Cristós); sólo digo en voz alta lo que percibo que está pasando en nuestra sociedad. Soy notario de una situación real, no soy teórico de una nueva propuesta sobre Jesús y la Iglesia.

Ya tenemos el «pensamiento antiguo» (los años 80 y 90 son del pasado) que afirma: «Jesús sí, Iglesia no»; y ya tenemos el «pensamiento contemporáneo» que dice «suavemente», sin ganas de hacer sangre, como quien no quiere ofender: «Iglesia no, Jesús tampoco».

Decíamos en el epígrafe de esta reflexión que la sexta razón para ir a Tierra Santa es afirmar a Jesús y afirmar la Iglesia. Más claro: la continuidad entre Jesús y la Iglesia. Aquí entran en juego el uso de las preposiciones, ¡esos «conectores» lingüísticos tan odiados por los estudiantes de lenguas y tan imprescindibles! No es lo mismo decir que la Iglesia fue fundada «por» Jesús, que la Iglesia fue fundada «en» Jesús (dos preposiciones con alta carga teológica).  No es lo mismo decir que creemos «a la Iglesia» (por ejemplo cuando habla), que decir que creemos «en la Iglesia» (indicando que «estamos en ella», que pertenecemos a ella, que no nos sentimos ni fuera de ella ni extraños a ella). No es lo mismo decir que creemos «por la Iglesia», gracias a su testimonio de fe hecho presente en los santos, en los catequistas, en los creyentes de a pie; que decir que creemos «con la Iglesia», con ella, con lo que propone, con lo que presenta, con que anima, con lo que dice y con lo que sugiere… «Con ella» y no «contra ella». Por último, sin preposición, «creo la Iglesia», formando parte del «credo» que conforma nuestra fe y nos identifica como comunidad creyente.

En Tierra Santa vas a Nazaret no porque sea una «maravilla arquitectónica» o porque tenga magníficos museos… A Nazaret se va porque allí María aceptó ser la «Madre de Jesús», la «Madre del Salvador»: misterio de encarnación, sorpresa inaudita de la Anunciación, vida humana donde crece Jesús… La Iglesia lo recuerda, lo celebra, lo anuncia, lo custodia… y se deja sorprender por el misterio místico (que no mistérico) que guardan las piedras de Nazaret.

En Tierra Santa vas a Cafarnaún. Allí ves un poblado de pescadores; una casa donde se adivina que ha habido distintos cambios arquitectónicos y que ha sido habitada y usada en distintas fases de la historia; un puerto que da al lago. ¿Para qué gastar dinero e ir allí, habiendo en el mundo sitios más bonitos, más exóticos? Ahí está la clave; el peregrino no busca exotismo, sino huellas: ahí están las huellas por donde anduvo Jesús; y el creyente, la Iglesia, las busca, las conserva… Quiere saber más, quiere que aquellos restos le hablen de Jesús.

En Tierra Santa vas a Jerusalén, la «Gran ciudad tres veces santas». En este caso el «viajero con ojos de turista compulsivo» se queda con los colores y olores, con los gritos y empujones, con las calles que se pegan a las suelas y los cantos del almuédano… El peregrino cristiano quiere ir al Gólgota, al Santo Sepulcro, y allí llora la dura realidad: «Jesús murió aquí por amor, y cuánto nos queda por seguir caminando, qué lejos estamos de su mandato» al ver la separación entre los cristianos, los murmullos permanentes del Santo Sepulcro, el ir y venir de unos y otros… Jerusalén habla de Jesús… y de la Iglesia. La Iglesia de los primeros cristianos que iban desde el Cenáculo a la tumba de Jesús (hasta que llegue Constantino el Grande no se puede hablar de «Santo Sepulcro») y allí, en el lugar de la Resurrección, le daban culto. La Iglesia de los frailes franciscanos que mantuvieron vivo el lugar santo cuando ellos eran los únicos católicos de Tierra Santa  bajo dominio de los turcos… La Iglesia viva de los creyentes que hoy peregrinan no para levantar certificado de defunción, para sellar una página del libro de la historia; ni siquiera para saciar una malsana curiosidad. Los cristianos, la Iglesia, peregrinan y peregrinamos a Tierra Santa porque es el lugar donde anduvo el Señor, donde murió y resucitó, donde nacimos. ¿Algunos siguen con la pregunta? ¿Continuidad o ruptura? Yo digo: «Jesús sí, Iglesia también».

Pedro Ignacio Fraile Yécora





Séptima razón:
¿EN QUÉ DIOS CREEMOS?


               Pregunta difícil y fundamental a la vez. Cuando hablamos de «Dios», unos se alegran y otros fruncen el ceño. Unos nos miran con cara de compasión (¡a estas alturas aún creen en Dios!-piensan-) y otros nos miran con cara de ilusión y esperanza (¡aún hay gente que cree en Dios y espera en él).   

               La pregunta sobre Dios es necesariamente triple. Por una parte qué razones tenemos para creer en él (la razonabilidad de la fe). Por otra, si creemos o no creemos, en qué cambia nuestra vida esta fe en Dios: ¿vive igual un creyente que un no creyente? ¿En qué se nota? (fe y vida; fe y ética). Por último, en qué Dios creemos, o qué decimos cuando decimos «Dios» (identidad de nuestra fe). Responder a las tres preguntas es todo un libro, por eso nos vamos a limitar a comentar sólo la tercera: qué decimos cuando pronunciamos la palabra «Dios». Esta pregunta que en otras partes parecería inútil y sobrante, en Tierra Santa sin embargo es necesaria, pues allí se ve en la calle, a diario, creyentes en Dios de la confesión judía, de la cristiana y de la musulmana.



               Las religiones mal entendidas son propensas a descalificar, incluso a querer destruir, al que profesa otra fe. Siguiendo la historia, en honor a la verdad y para que nadie se ofenda, la secuencia de los hechos sería: judíos contra cristianos (primeras persecuciones), y más tarde cristianos contra judíos (distintos progromos); cristianos contra musulmanes y musulmanes contra cristianos (desde la Edad Media, en distintas versiones, hasta nuestros días). En la actualidad siguen las descalificaciones, agresiones y persecuciones abiertas entre los tres: Sudán, Siria, Irak, Palestina, India, Nigeria, Mali...  Algunos incluso afirman  que la fe monoteísta lleva inscrita la marca indeleble de la violencia.  A mí me cuesta aceptarlo, pues Jesús murió en la cruz perdonando a los que le mataban, y Jesús enseñó durante toda la vida que nos amáramos  y que perdonáramos al que nos ofendía. La vida y la historia, sin embargo, se empeña en llevarnos por otros caminos.

               En Tierra Santa hay que estar con los ojos y oídos bien abiertos. Allí se muestran en toda su diversidad de cantos, cultos, colores, vestidos, calendarios y costumbres los creyentes en Alah, en Yahweh y en Jesucristo. Dos anécdotas. Este verano pasado iba dando un paseo con un amigo por las calles de Jerusalén, y en cierto momento, contemplando el Muro de las Lamentaciones desde un mirador, nos quedamos en un religioso silencio para escuchar cómo se elevaban entremezclados al cielo dos cantos: uno el de los muecines que llamaban a la última oración de la tarde; el otro el de unos jóvenes de la escuelas judías (yeshiva) cantando en la explanada del muro: los dos rezaban a Dios. Mi amigo comentó: «¡Tantas veces me he empeñado en vivir sin Dios y en luchar contra él, y ahora me doy cuenta de que es lo único importante!». Otras veces lo que se mezcla en el cielo de la Ciudad tres veces santa es la voz ronca y potente de las campanas del Santo Sepulcro con las voces potentes, guturales y alargadas de las llamadas a la oración de los minaretes. Todos dicen lo mismo: ¡Dios existe! ¡Dios es importante! ¡No seáis necios, atendedle! ¡Dedicad un momento de vuestra jornada para Dios! 




               Aprovecho este final del párrafo anterior para empalmar con la segunda anécdota. En otro de mis viajes, una señora se escandalizó de la importancia que tenía la religión en Tierra Santa. No tuvo empacho en decir en voz alta, delante de todos, que «la sociedad tenía que ser laica». Yo no pude menos que contestarle y le dije: «no tiene usted razón; la religión no es mala; creer en Dios ni es nocivo ni es signo de retraso. Nosotros, los occidentales de Europa estamos equivocados creyendo que lo que hay que hacer es desterrar a Dios de la  vida». Aquella mujer reflejaba el pensamiento de nuestra sociedad, que se empeña en hacer que desaparezca cualquier «murmullo de Dios», y por tanto las expresiones religiosas (llámense campanas, llámense «llamadas a la oración» desde los minaretes, llámense cantos y voces de los judíos) les molestaban.



               El tema que esta «séptima razón para ir a Tierra Santa»  nos ocupa, no es nada fácil. Tiene muchas aristas, de las que cortan y escuecen; lo sé, pero este no es el sitio para presentarlas, plantearlas y buscar vías de solución.  Sólo quiero apuntar a una hermosa y necesaria razón para ir a Tierra Santa: ver cómo se reza a Dios, cómo se cree en Dios, cómo está presente Dios en la vida de miles de personas, que lo hacen con sinceridad y hondura. Los musulmanes rezan al «Todopoderoso»; los judíos «al totalmente Santo»; los cristianos nos dirigimos al Padre de Jesús y padre de todos nosotros.

               Que no caigamos en la tentación de despreciar la fe de otros, ni pensar que el futuro de occidente está en la «no fe». ¡Dios es grande! ¡Dios es santo! ¡Dios es Amor!

Pedro Ignacio Fraile Yécora


              

              

 



EL SANTO SEPULCRO, CLAUSURADO POR LA POLICÍA


Podría ser un buen titular para una noticia. ¿Por qué? Quizá porque corre peligro de derrumbe. Quizá porque hay demasiada gente que quiere acercase a él y hay que intervenir antes de que se produzca una desgracia. Quizá porque el encargado de poner orden, de turno, se ha propasado en sus funciones. Sea como sea, ¡qué noticia! Saltaría a la prensa, sin duda.

El que esto escribe, sólo quiere hacerse eco del Santo Sepulcro en su día a día. Acabo de llegar; he estado con dos grupos muy distintos. Uno de Plasencia, otro de San Sebastián. En ambos casos fuimos al Santo Sepulcro. Suelo comentar que estamos asistiendo, impávidos, a un 'movimiento' extraño por parte de los católicos. Parecería que a muchos peregrinos, hijos de la Iglesia o al menos bautizados en ella, les importara más el Muro de las Lamentaciones que el Santo Sepulcro. Lo compruebo tristemente en cada peregrinación. En cada grupo repito: el centro de la fe cristiana es Cristo vivo. Venimos como peregrinos a los Santos Lugares de la muerte y resurrección de Jesús. Hay personas que no terminan de entender el alcance de este acontecimiento y siguen soñando con meter sus papelitos entre las piedras de un muro que se remonta al Templo de Jerusalén destruido por el general Tito el año 70 de nuestra era.

Suelo comentar también que el Santo Sepulcro se está convirtiendo en un 'Mercado persa' donde mucha gente no sabe bien adónde va. La última adquisición son los 'cruceros'. Llegan, ven, miran y se van. Raudos, veloces, a velocidad de crucero (nunca mejor traída la imagen). Son turistas-consumidores de lo religioso, como si la fe cristiana fuera un producto más: pagar-consumir- gastar.

Es verdad que muchas personas saben a qué van y por qué van. Jesús sigue siendo un interrogante abierto en el corazón de muchos hombres y mujeres del siglo XXI. ¿Qué supone para mí que Jesús esté vivo? ¿Qué quiere decir que la muerte de Jesús no ha sido en vano? ¿Se puede confesar hoy la resurrección de Jesús sin renunciar a ser una persona que viva en este mundo?

No. La policía no ha cerrado el Sepulcro. Tampoco los 'cruceristas' que arrasan por donde van. Tampoco los consumidores de ciudades. Tampoco los cazadores de religiones. El Santo Sepulcro sigue siendo referencia para hombres y mujeres que seguimos diciendo: ¿por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. ¡Ha resucitado!

Pedro Ignacio Fraile
11 de Octubre de 2013


LA NOCHE DEL "fuego santo"
en Jerusalén

La multitud se agolpa en torno a la Edícula de la Anástasis en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Todos están expectantes y nerviosos. Esperan que salga el Sacerdote ortodoxo, un año más, portando la luz en sus manos. La espera se hace larga,   mientras que griegos venidos del Peloponeso, ucranianos de Kiev, palestinos de Jerusalén y chipriotas de Larnaka se arremolina en una suerte de griterío y de expectación inenarrable.
Nadie se da cuenta de los empujones, ni de las voces inconexas, ni de que el Santo Sepulcro sólo tiene una puerta de entrada y salida, ni de que la entrada a la Basílica está bloqueada por miles de personas, ni de que Jerusalén es una ciudad con callejas estrechas… Nadie de los miles de peregrinos que han  acudido un año más la noche santa del Sábado Santo, quieren perderse ver cómo el «Fuego Santo» surge del lugar donde estuvo Cristo.


«Alethinos anesthe», «verdaderamente ha resucitado». No está aquí.. ¡Es verdad! ¡No está aquí, porque Jesús no pertenece al mundo de los muertos, de lo caduco, de lo trasnochado, de la corrupción, de la decadencia, de la desaparición y de la disolución.

Jesús no es el hombre bueno, con una muerte injusta, a quien recuerdan piadosos sus discípulos. Jesús no es el recuerdo personificado de unas personas bienintencionadas. Jesús no es la fuerza que nos mueve a seguir luchando, como si de un líder se tratara.

Jesús está vivo porque el Padre le ha dado la razón, le ha exaltado, le ha glorificado. Toda la vida entregada por los demás, todas las palabras de perdón, de reconciliación, de servicio, de cariño, de esperanza… han sido certificadas por la resurrección que el Padre le ha concedido. Toda la vida entregada por los pobres, por los que no cuentan, por los pecadores, marginados, débiles y envilecidos, ha sido transformada en exaltación en La Resurrección de Cristo: vuestra vida no es inútil, sino que tiene sentido. Toda la vida humana, aparentemente condenada a la destrucción, a la aniquilación, a la desaparición, ha sido glorificada por la Resurrección de Cristo.

Esta noche del cuatro de Mayo de 2013, noche de Pascua para las Iglesias Orientales, del Santo Sepulcro de Jerusalén brota un «Fuego Santo». Es la luz de la Pascua, es el anuncio de la Resurrección y el triunfo de Cristo…


A todos los cristianos de las Iglesias orientales, ¡Felices Pascuas!. Verdaderamente ha resucitado el Señor. ¡Aleluya!, ¡Aleluya!




(Si queréis conocer el acontecimiento que tendrá lugar esta noche de Sábado Santo para las Iglesias orientales en Jerusalén, podéis ver los videos de otros años en you tube, buscando ‘Fuego Santo de Jerusalén’: Ver ‘FUEGO SANTO EN JERUSALEN 23 ABRIL 2011’; o también ‘Desciende  el fuego Santo en Sepulcro de Jerusalén’


Pedro Ignacio Fraile Yécora. 5 de Mayo de 2013




"Canción triste" del santo
 sepulcro de Jerusalén
Cuando la comunidad cristiana de Jerusalén daba sus primeros pasos, después de Pentecostés, sabían que allí, en el huerto debajo de la Cantera de piedra que conocían como «Gólgota», seguía vivo el recuerdo de la «Tumba vacía». ¡No está aquí, ha resucitado!, proclamaban y celebraban. Ellos, sin saberlo, manteniendo viva la memoria del lugar, habían dado inicio a las visitas continuas que con los siglos se transformaron en verdaderas peregrinaciones. El cristiano de occidente quería visitar la tierra de Jesús, pero sobre todo quería ir a besar el lugar de la Vida (¡con mayúscula!), el lugar de la Resurrección.

Veinte siglos después, cuando el mundo se muestra desmadejado, con visos de estar desnortado, como sin rumbo, en un espectáculo continuo de incertidumbre más que de certezas y de esperanzas, el Santo Sepulcro sigue siendo visitado por miles, ¡por millones! de personas.

Para los creyentes debería ser, sin duda, un motivo de serena alegría. Parecería que en esta triste imagen del mundo al que nos asomamos diariamente, la luz de la Resurrección de Jesús tuviera un brillo especial. Los creyentes así lo creemos, así lo confesamos y así lo proclamamos, pero…. El Santo Sepulcro de Jerusalén dista mucho de ser un lugar de esperanza luminosa.

Ayer llegaba de Jerusalén de guiar una peregrinación; lo que voy a contar sucedía el lunes por la mañana, veinte de mayo de dos mil trece. Yo acabada de dar unas pinceladas de la historia del Santo Sepulcro (su ubicación, sus destrucciones y construcciones repetidas) pero sobre todo les invitaba a depositar un beso amoroso y creyente en la losa poniendo el corazón en Cristo Resucitado. Los peregrinos se pusieron de forma ordenada y seria en la fila, esperando este momento. Yo permanecía fuera, observando todo lo que por allí pasaba.

Se me acercó un joven de unos veintipocos años, con pintas de europeo despistado y me preguntó en inglés (¡deben verme a mi cara de que yo hable inglés!) que qué era aquello para que tanta gente estuviera haciendo fila para entrar. Yo pensé… «ya estamos aquí como en el caso del neoyorkino» (recuerden los lectores de este «blog» que hace poco escribí un «post» con este título). Cuando le dije que era el lugar de la «resurrección de Jesús» me miró con cara de no tener cara, de no tener gestos, ni de aprobación, ni de admiración, ni de alegría ni de nada… Ni se asustó, ni se emocionó, ni articuló palabra. Yo me lancé con mis pinitos en la lengua de Shakespeare: where are you from? («de dónde es usted»). Me dijo, « I’m sweden» (Soy sueco). Con sorna puedo decir, que entonces entendí eso que decimos cuando decimos «hacerse el sueco». ¡Qué rostro más inexpresivo! Con tristeza puedo decir que a ese joven sueco, la resurrección de Cristo…. No le importaba absolutamente nada.

Más triste aún fue la segunda anécdota. Entre las filas prietas de los peregrinos a los que acompañaba se coló una joven británica. Al salir, una de las peregrinas me comentó entre sorprendida e indignada: «¿a qué no sabes qué me ha pasado? El qué, le dije: «que la inglesita que iba delante de mí, se sentó en el sepulcro, como si fuera un poyo, y me pidió que le hiciera una foto».  Añadió, «pero ¿esa mujer sabía dónde estaba?» Es verdad, la vida religiosa está hecha de palabras, de confesiones, de adhesiones, de tomas de posturas… ¡y de gestos! Hay gestos que se comentan por sí solos.

La tercera anécdota de esta mañana ante la «capillita» que esconde en su interior la Tumba Vacía de Cristo aumenta en tristeza; creo que llega al escándalo de una persona de bien. Precedía al grupo de españoles (zaragozanos principalmente con peregrinos de otros sitios, catalanes, salmantinos, navarros, madrileños etc.) un grupo de ortodoxos rusos, probablemente ucranianos. Para el que no haya estado nunca allí le explicaré que es tanta la gente que se pone en la fila que hay que guardar necesariamente un orden (nadie pone objeciones). Da paso a los peregrinos un joven clérigo de la Iglesia Ortodoxa griega: pelos largos recogidos en un moño; barbas largas poco cuidadas; sotana negra hasta los pies; un gorrito pequeño, también negro, que se ciñe a su cabeza. Gestos bruscos, sin comentar nada. Sólo dice «stop» cuando pasan cinco o seis, y luego «quickly, quickly» (rápido, rápido), cuando ve que el peregrino se entretiene  y se resiste a salir. Yo estaba apoyado en la valla metálica que separa la fila de peregrinos del resto que por allí deambula; delante de mí no había nadie. Vi cómo una mujer entregaba al clérigo ortodoxo un papel escrito, y un billete de un dólar; luego, la siguiente, otro papel con dos billetes de dólar, luego otra con un billete de cinco dólares… así casi todas. Digo casi, porque algunos no entregaban nada y también pasaban. El clérigo cogía papeles y donativos con una destreza que muchos taquilleros de espectáculos querrían. Rápidamente pensé: «serán peticiones de oraciones acompañadas de un donativo», porque todas las mujeres entregaban un papel en el que se adivinaban nombres, palabras… y las cantidades eran distintas… Luego, me dije a mí mismo «no; ni esta es la manera, ni este es el sitio». Que las comunidades, congregaciones e instituciones religiosas necesitan ingresos para vivir, nadie con dos dedos de frente lo podrá discutir. Pero hay sitios, hay formas… y hay modos que se incapacitan por sí mismos. ¡Ay del Santo Sepulcro! ¡Ay de la Tumba Vacía! ¡Ay de una religión que no sabe presentarse con frescura y hermosura limpia ante este mundo!

No sé si ahora el lector comprenderá mejor el título de este artículo. Hace muchos años, entre 1981 y 1987, hubo una serie de gran éxito en televisión que llevaba por título «Canción triste (blues) de Hill Street»; el «blues» es un género musical que significa «melancolía» o «tristeza».  Esa fue la sensación que me produjo la visita al Santo Sepulcro. De todas formas, nos queda lo importante, «la Tumba está vacía»; «Cristo está vivo», y eso nadie nos lo podrá arrebatar.

Pedro Ignacio Fraile Yécora.

Jerusalén 20 de Mayo de 2013





UN NEOYORQUINO
EN EL SANTO SEPULCRO
DE JERUSALÉN

  


Parece el título de una película, pero no lo es. Parece una ‘leyenda urbana’ antinorteamericana, pero tampoco. Parece, incluso, que voy escaso de ideas para tejer una narración y me invento una que pueda ser atractiva. ¡En absoluto! Me pasó el lunes de esta semana, por la mañana, en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Estaba con un grupo de peregrinos y, una vez concluido el «Via Crucis», habíamos culminado en el Santo Sepulcro. Les acababa de explicar, antes de entrar en el Templo, que llegábamos al objetivo final de nuestra peregrinación: no se peregrina a Tierra Santa, se peregrina al Santo Sepulcro. Hoy en día se hace un viaje recordando las escenas evangélicas de Jesús (Nazaret, lago Tiberíades, monte Tabor etc.), y también se recorre Jerusalén (sus calles, sus Iglesias, sus zocos,…) ¡pero el verdadero peregrino sabe que su corazón está en el Santo Sepulcro! En la época bizantina muchos peregrinos querían venir de todo el mundo cristiano al Santo Sepulcro y muchos morían en el intento; durante muchos siglos en que el Santo Sepulcro estuvo bajo dominio del Islam, había que pagar ingentes sumas de dinero al gobierno musulmán de la ciudad para poder entrar en el Santo Sepulcro. Los cruzados, independientemente del juicio que tengamos de las cruzadas, tenían como objetivo «liberar el Santo Sepulcro» que estaba en manos de los musulmanes y recuperarlos para los cristianos. Santos como Francisco de Asís e Ignacio de Loyola entendieron que, una vez convertidos, tenían que ir al Santo Sepulcro del Señor Jesús, si bien ninguno de los dos, por distintos motivos, pudo llegar.

Es más, las peregrinaciones cristianas por excelencia son una terna: Jerusalén, Roma y Santiago. Los que se ponen en camino en las dos primeras, reciben incluso un nombre: los que peregrinan al Santo Sepulcro del Señor en Jerusalén reciben el nombre de «Palmeros» y los que peregrinan al sepulcro de Pedro, en la colina Vaticana de Roma, reciben el nombre de «Romeros».  Alguno de vosotros me diréis, en un giro fácil de prever, incluso citando al evangelio: ‘Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; no hay que visitar cementerios’. En efecto, los cristianos no «visitamos cementerios», sino lugares de vida. En el Santo Sepulcro de Jerusalén celebramos que Jesús «no está ahí», que «ha resucitado». En Roma no vamos a visitar una necrópolis romana del siglo I de nuestra era de las afueras de la ciudad, sino el lugar donde fue martirizado el apóstol Pedro, y donde hoy su sucesor preside en la caridad la Iglesia. En Santiago no buscamos «certificar» la tumba del apóstol, sino hacer nuestro camino en este lado del Mediterráneo donde llegó el evangelio, alcanzando el «finis Terrae», y donde queremos vivir como discípulos hoy también.

Volviendo al amigo americano. Estaba, como decía, esperando a que los peregrinos que iban conmigo pudieran entrar en la capillita de la Resurrección, cuando se me acerca un señor de unos sesenta años que me sacaba la cabeza, con gafas de sol como si estuviera en la playa, acompañado de una señora de su edad. Me preguntan cortésmente si hablo inglés, a lo que respondo «un poquito»; el hombre me interroga ante la atenta e inquieta mirada de la señora que le acompañaba: « ¿Me puede decir qué esto? ¿Por qué parece tan importante? ¿Por qué hay aquí tanta gente esperando para entrar?» Los ojos se me debieron salir de las órbitas, convencido de que no podía ser verdad, pero reaccioné con rapidez y tiento al ver que la pregunta era sincera: «Es el Santo Sepulcro; es el lugar más santo de los cristianos; creemos que el Señor Jesús ha resucitado». El gigantón americano dijo «ohhh, gracias». Me faltó tiempo para hacerle la pregunta: «por favor, de dónde son ustedes». Con una sonrisa amplia, satisfechos del lugar de su procedencia, me dijeron: «somos de Nueva York».
Allí mismo, en la entrada del Santo Sepulcro los griegos que vienen a celebrar la Semana Santa en Jerusalén con sus popes al frente esperaban entrar en la Basílica; ya dentro, al lado de los neoyorkinos que no sabían dónde estaban, había una fila de cristianos coptos de Egipto que se arremolinaban en torno a la capilla de la Resurrección (la «Anástasis», en términos correctos) que estaban esperando para besar la losa, con devoción, y decir: «es verdad, no está aquí, ha resucitado».

Pedro Ignacio Fraile Yécora- 2 Mayo de 2013






UN ESPECTÁCULO PENOSO EN JERUSALÉN

Esta noche acabo de ver un espectáculo penoso en la puerta de Damasco. Varios cientos de judíos ortodoxos  salían ordenadamente, en silencio, cabizbajos, deprisa, como derrotados de una batalla, por la hermosa y noble puerta de la muralla norte de la ciudad. Salían en una larga procesión de una sola dirección, como si fueran deportados. Nadie entraba. Los que habíamos salido a dar un paseo y nos habíamos acercado a la puerta de Damasco, verdadero centro de la ciudad antigua, contemplábamos en la distancia, en silencio.

Salían en parejas, en grupos, también algunos solos. Todos deprisa. Salían familias enteras; padres, madres e hijos pequeños, incluso algunos en el cochecito que empujaba la madre. Salían con los vestidos de fiesta, hoy es Sabat: batines de raso negro, o blanco, ceñido por un cinturón ancho del mismo color, con sombrero de astracán, ellos. Vestidos amplios, largos, de corte decimonónico, siempre en tonos oscuros, ellas. Algunos salían con el talit sobre los hombros y el libro de oración entre las manos, como si les hubieran echado de algún lugar sin darles tiempo siquiera a que recogieran el paño de oración. Todos iban, sin parar, sin titubear, en dirección a su barrio: Mea Shearim.

La policía antidisturbios les observaba sin intervenir. Estaban relajados, al menos eso parecía, pero sin duda el hacerles pasillo para que salieran por la puerta de forma ordenada y continua no era mera casualidad.

He comentado a los que me acompañaban: «esto no es normal». A veces, cuando te das un paseo en la víspera del Sabat, ves cómo suben en grupos, separados, a distancia unos de otros… Ves que se mezclan con los vendedores palestinos de la Puerta de Damasco en medio de sus gritos. Pero esta noche no había gritos, sino mucho silencio; nadie gritaba ni cantaba, ni daba voces; sólo se oía el paso y las bocinas de los coches que pasan por la calle en su discurrir ordinario. Esta noche no había vendedores en la puerta de Damasco; sólo una marea humana de personas vestidas de negro, judíos observantes, que salían presurosos, probablemente porque les habían  «evacuado» del Muro de las Lamentaciones.

Luego nos hemos enterado de que los ortodoxos tienen un conflicto abierto con su gobierno a raíz de que ha aprobado que sus jóvenes (estudiantes ortodoxos de sus Escuelas de Torah) también tienen que hacer la mili, como ‘todo hijo de vecino’, y ellos no están dispuestos.

Yo no sé si esto que hemos visto respondía a una «evacuación forzosa» del Muro de las Lamentaciones. Lo que sí sé es que he sido testigo de un espectáculo, sin nada de hermosura ni de espiritualidad, sino de tristeza y de violencia contenida con un falso trasfondo religioso porque, seamos sensatos, ¿cuál es el testimonio oportuno y necesario que debemos dar los creyentes en Dios esta sociedad que cada vez más prescinde de él? ¿ser creyente es sinónimo de fanático? Ojalá llegue un día en que los creyentes demos testimonio de lo que realmente importa: testimonio inseparable de amor a Dios y a las personas con las que convivimos.

Pedro Ignacio Fraile Yécora, Jerusalén 17 de Mayo de 2013  







TIERRA SANTA DESCONOCIDA:


EL MONASTERIO DE SAN SABAS

Hay más de una «Tierra Santa». Los peregrinos solemos hacer un recorrido que cubre los principales lugares cristianos, pero no quiere decir que «agotemos» los tesoros que encierra el antiguo país de Canaán.
            Los historiadores y estudiosos buscan los restos de las ciudades que son nombradas en la Biblia, como si de una «carta de navegación» se tratara, unas veces con importantes resultados, y otras no: Tell Dan, Ascalón, Lakis, etc.
            Los peregrinos buscamos, más bien, las «huellas de Jesús». No lo hacemos en un afán revisionista, como si nuestra fe, debilitada o reconfortada por el paso de los años, necesitara «ver, tocar, confirmar» la tierra para creer. Tampoco lo hacemos en un afán restauracionista, buscando recomponer la «verdadera historia de Jesús». Lo hacemos porque nuestra fe nos dice que Jesús fue «humano», que nació de mujer, que sudó y lloró, y amó y gritó contra los injustos. Jesús vivió en unas cuevas familiares en Nazaret, y salió a pescar en Tiberíades, y recorrió los caminos como un viajero más, y se enfrentó a las autoridades del Templo en Jerusalén.  Lo hacemos porque el evangelio sabe de otra forma cuando el paisaje de Galilea entra en nuestros ojos sin tamices, y entendemos las parábolas del sembrador; cuando vemos la insoportable dureza del desierto de Judá e imaginamos al pobre hombre asaltado por bandidos de la parábola del «buen samaritano»; cuando vemos la insultante fertilidad del valle de Jezrael y recordamos las palabras del diablo a Jesús: «todo esto te daré, si postrándote me adoras». Los peregrinos somos «peregrinos de evangelio», «peregrinos discípulos», «peregrinos asombrados». El turista ve, hace un juicio positivo o negativo, y se marcha; el peregrino repasa por el corazón el sabor del evangelio, los rasgos de los rostros y de los nombres amados a quienes recuerda: «si pudieran venir; si hubieran visto todo esto..». El peregrino contempla y reza; el turistas aprueba o desaprueba.


Hay otras «huellas» que no son las de Jesús, sino la de los cristianos que en aquellas tierras han vivido y han florecido. Entre los muchos santos de aquellos lares, sobresale uno, llamado «Juan de Damasco», ciudad de la que era originario. El buen Juan nació cuando hacía un siglo que la conquista musulmana se había hecho con las riendas del poder en la zona. Él, de familia cristiana, era hijo de un alto funcionario del sultán de Damasco, llegando a ser también «alto funcionario» de esta Corte. Sin embargo decidió abandonar la muelle vida cortesana para refugiarse en el desierto de Judá, a las afueras de Belén, en el monasterio de San Sabas. Se ordenó sacerdote y destacó por su alta categoría intelectual. Ha pasado a la historia de la Iglesia por hacerle frente al mismísimo emperador de Constantinopla, León III, de sobrenombre «Isáurico» porque éste había decidido destruir todos los iconos de Cristo, María y de los santos. Es lo que se conoce en historia como «crisis iconoclasta» (destrucción de iconos) del s. VIII. Juan, desde su refugio en el monasterio de San Sabas, en el desierto de Belén, se le enfrentó con arrojo y argumentos. Sabemos que al final las tesis de Juan de Damasco prevalecieron sobre las del emperador y el culto a los iconos se restauró. Juan ha pasado  a la Iglesia como santo, con el nombre de «San Juan Damasceno», descansando tras su muerte en el convento de san Sabas.


No es fácil ir allí porque la carretera es infernal. Está fuera de los «circuitos» normales. Hoy es un monasterio ortodoxo de rigurosa observancia: no pueden entrar ni mujeres ni católicos. El que os escribe sólo ha podido ir tres veces. La primera con mi buen y recordado José Antonio Marín, amigo sacerdote, acompañados por Dani; pudimos entrar porque dijimos que éramos «ortodoxos»; fue una visita muy rápida, con un monje que nos miraba con desconfianza. La segunda, en un curso de guías, con el recordado Javier Velasco, también fallecido, fue imposible la entrada porque dijeron que éramos «católicos».





La tercera, acompañados de nuevo por mis amigos Dani y Txetxu, sacerdote de Vitoria, en la foto conmigo, fue ya en horas intempestivas para una vida monástica.








Lo dicho… hay que conocer otros muchos lugares de Tierra Santa. ¡Hay que volver a Tierra Santa! No una, sino más veces… y conocer las huellas de Jesús y de los cristianos.

Pedro Ignacio Fraile, 24 de Mayo de 2013 
 

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