Las
relaciones entre Jesús y la Iglesia han pasado por distintas etapas. Hace ya
muchos un señor francés acuñó una frase que se ha ido repitiendo de boca en
boca entre los leídos: «Jesús anunció el Reinó, y salió la Iglesia». Lejos de
perderse entre páginas de libros en oscuras bibliotecas, su afirmación se fue
repitiendo como si de un mantra se tratara. Aquel hombre había sentado las
bases a una oposición casi insuperable. Muchos años después, cuando él ya había
muerto, se hizo popular la consecuencia de esta sentencia: «Jesús, sí, Iglesia
no». Ya no eran los leídos quienes hacían esta afirmación, sino gente de todo
tipo que quería adherirse al «hombre Jesús», a sus propuestas éticas y a su noble
mensaje, pero mostraba su descontento, incluso su desapego afectivo y a veces efectivo con la Iglesia.
Los «pensadores de la teoría
religiosa» (no sé si existe esta categoría; sólo quiero evitar la palabra
«teólogos», porque no es lo mismo), se sirvieron de dos términos sociológicos
para expresar esta realidad. Acuñaron los términos «continuidad» y «ruptura»
para hablar de Jesús y la Iglesia: ¿Entre Jesús y la Iglesia hay «continuidad»
o «ruptura»? En «román paladino», para que nos entendamos todos, con el
lenguaje de a pie de calle: ¿Jesús fundó la Iglesia o la Iglesia nació como una
nuevo grupo interno del judaísmo a partir de la persona y del mensaje novedoso de
Jesús? Nos ponemos a sudar; nos remangamos; sacamos nuestros mejores argumentos
y desenvainamos el florete para pelear en un arduo y difícil combate de
esgrima.
He de decir, a costa de que
algunos se molesten (ya me ha pasado en varias ocasiones defendiendo este mismo
argumento), que para mí el problema hoy no es sólo el «no» que muchos dicen a
la Iglesia, sino el «no» que cada vez más se dice a Jesucristo. Con Jesucristo
está pasando algo distinto que con la Iglesia: se le reconoce su altísimo valor
moral, la calidad inigualable de su mensaje, la coherencia de su vida… pero se
le relega al «club de los hombres buenos». No se le da más categoría humana que
a Gandhi y su «no violencia activa»; su valor histórico y su influencia en la
historia es comparable al de Mahoma… Poco más. Sé que no gusta oír esto, pero
ya está dicho. No es lo que yo pienso de Jesús, pues soy creyente y lo confieso
como «Señor» (Jesús-Kyrios), como
«Salvador» (Jesús-Soter), como
Mesías-Ungido (Jesús-Cristós); sólo
digo en voz alta lo que percibo que está pasando en nuestra sociedad. Soy
notario de una situación real, no soy teórico de una nueva propuesta sobre
Jesús y la Iglesia.
Ya tenemos el «pensamiento
antiguo» (los años 80 y 90 son del pasado) que afirma: «Jesús sí, Iglesia no»;
y ya tenemos el «pensamiento contemporáneo» que dice «suavemente», sin ganas de
hacer sangre, como quien no quiere ofender: «Iglesia no, Jesús tampoco».
Decíamos en el epígrafe de esta
reflexión que la sexta razón para ir a Tierra Santa es afirmar a Jesús y
afirmar la Iglesia. Más claro: la continuidad entre Jesús y la Iglesia. Aquí
entran en juego el uso de las preposiciones, ¡esos «conectores» lingüísticos
tan odiados por los estudiantes de lenguas y tan imprescindibles! No es lo
mismo decir que la Iglesia fue fundada «por» Jesús, que la Iglesia fue fundada
«en» Jesús (dos preposiciones con alta carga teológica). No es lo mismo decir que creemos «a la
Iglesia» (por ejemplo cuando habla), que decir que creemos «en la Iglesia»
(indicando que «estamos en ella», que pertenecemos a ella, que no nos sentimos
ni fuera de ella ni extraños a ella). No es lo mismo decir que creemos «por la
Iglesia», gracias a su testimonio de fe hecho presente en los santos, en los
catequistas, en los creyentes de a pie; que decir que creemos «con la Iglesia»,
con ella, con lo que propone, con lo que presenta, con que anima, con lo que
dice y con lo que sugiere… «Con ella» y no «contra ella». Por último, sin
preposición, «creo la Iglesia», formando parte del «credo» que conforma nuestra
fe y nos identifica como comunidad creyente.
En Tierra Santa vas a Nazaret no
porque sea una «maravilla arquitectónica» o porque tenga magníficos museos… A
Nazaret se va porque allí María aceptó ser la «Madre de Jesús», la «Madre del
Salvador»: misterio de encarnación, sorpresa inaudita de la Anunciación, vida
humana donde crece Jesús… La Iglesia lo recuerda, lo celebra, lo anuncia, lo
custodia… y se deja sorprender por el misterio místico (que no mistérico) que
guardan las piedras de Nazaret.
En Tierra Santa vas a Cafarnaún.
Allí ves un poblado de pescadores; una casa donde se adivina que ha habido
distintos cambios arquitectónicos y que ha sido habitada y usada en distintas
fases de la historia; un puerto que da al lago. ¿Para qué gastar dinero e ir
allí, habiendo en el mundo sitios más bonitos, más exóticos? Ahí está la clave;
el peregrino no busca exotismo, sino huellas: ahí están las huellas por donde
anduvo Jesús; y el creyente, la Iglesia, las busca, las conserva… Quiere saber
más, quiere que aquellos restos le hablen de Jesús.
En Tierra Santa vas a Jerusalén,
la «Gran ciudad tres veces santas». En este caso el «viajero con ojos de
turista compulsivo» se queda con los colores y olores, con los gritos y
empujones, con las calles que se pegan a las suelas y los cantos del almuédano…
El peregrino cristiano quiere ir al Gólgota, al Santo Sepulcro, y allí llora la
dura realidad: «Jesús murió aquí por amor, y cuánto nos queda por seguir
caminando, qué lejos estamos de su mandato» al ver la separación entre los
cristianos, los murmullos permanentes del Santo Sepulcro, el ir y venir de unos
y otros… Jerusalén habla de Jesús… y de la Iglesia. La Iglesia de los primeros
cristianos que iban desde el Cenáculo a la tumba de Jesús (hasta que llegue
Constantino el Grande no se puede hablar de «Santo Sepulcro») y allí, en el
lugar de la Resurrección, le daban culto. La Iglesia de los frailes
franciscanos que mantuvieron vivo el lugar santo cuando ellos eran los únicos
católicos de Tierra Santa bajo dominio
de los turcos… La Iglesia viva de los creyentes que hoy peregrinan no para
levantar certificado de defunción, para sellar una página del libro de la
historia; ni siquiera para saciar una malsana curiosidad. Los cristianos, la
Iglesia, peregrinan y peregrinamos a Tierra Santa porque es el lugar donde
anduvo el Señor, donde murió y resucitó, donde nacimos. ¿Algunos siguen con la
pregunta? ¿Continuidad o ruptura? Yo digo: «Jesús sí, Iglesia también».
Pedro Ignacio Fraile Yécora
Claro, claro, se empieza diciendo, como bien analizas, Iglesia no, Jesús si y claro otra vez, se acaba negando a Jesús.
ResponderEliminarPor esto mismo te decía ayer que cuidado con las alergias que ocasiona la primavera. Si la Iglesia debe estrenar una primavera, si casi todos todos deseamos (desean) que cambie, que se actualice, es, lógicamente, porque debe abandonar una posición equivocada, es decir, ya tenemos planteado el Jesús si, Iglesia no y claro, ....
Jesús es la Iglesia incluso cuando esta se equivoca (para que si no el perdón y la misericordia), Jesús por y en la Iglesia, no cabe la menor duda. Estoy seguro que para Jesús, la Iglesia es su obra preferida, su mandato eterno, su casa y nuestra casa. Fuera llueve torrencialmente y Jesús prefiere que nos resguardemos en su casa, en la casa de Dios. Es mas, no se puede vivir la fe al margen de la Iglesia, que como muy bien nos enseñaron nuestros padres, es nuestra madre y, a una madre no hay que actualizarla, ni cambiarla, solo hay que quererla, adorarla, no abandonarla aunque tenga un día malo, que toda madrea tiene de vez en cuando caramba.
Tierra Santa habla a gritos, enseña con maestría, de forma conmovedora y emotiva que la Iglesia, con sus Judas y todo, es nuestra única casa, nuestro única referencia espiritual dirigida por el Espíritu Santo para nuestro bien, para nuestra protección, para nuestra salvación. No hay salvación al margen de la Iglesia. Es lo que se ve y se comprueba en Tierra Santa, si vas con el corazón limpio y los ojos bien abiertos. Jesús no vino, no recorrió aquellas sagradas tierras, para promocionarse, para ganar adeptos sin mas, vino para que en El naciera su Iglesia en la que todos encontráramos el camino de la salvación.
Precisamente es lo que he descubierto en mis dos viajes a los lugares que recorrió nuestro Señor, que la Iglesia es la obra perfecta de Dios, que al margen de ella no puedo encontrar la salvación, ya que no hay salvación sin sacramentos que el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento es un solo mensaje, un todo, en el que se entiende, si vas con el corazón limpio, con los ojos abiertos, el proyecto de Dios para cada hombre que quiere vivir en su Iglesia. No son necesarias pues, reformas ni rehabilitaciones, la casa de Dios no se reforma, se ama. Y el que no quiera vivir en ella, puede macharse, estar fuera, pero, si no le interesa vivir en ella, ¿para que tanto empeño en reformarla?, ............. para acabar renegando de su arquitecto. Yo me quedo dentro.
El Legionario