Primera sorpresa: la conformidad del texto de los
Hechos con la geografía. Nuestro pequeño periplo comenzó por la isla de Malta.
Buscamos las huellas del apóstol, que nos conduce a una ciudad, Medina, y sus
arrabales: Rabat. Ambos nombres recuerda
la proximidad de la costa africana y la herencia árabe. En los dos lugares se
guarda memoria viva de la presencia de Pablo. En Rabat nos acercamos a una
iglesita donde se preservan los restos de la casa de Publio, hombre de posibles
que acogió al apóstol cuando el barco donde iba prisionero camino de Roma,
naufragó y encalló en unas rocas de una isla que reconocieron como Malta (Hch
27,39-44).
El papa Juan Pablo II estuvo allí en su peregrinación a la isla, y allí oró. También en el dintel interior de la puerta de entrada a la ciudad de Medina se puede ver cómo el bajorrelieve esculpido en la piedra narra la picadura de serpiente al apóstol (Hch 28). Pablo debería haber caído muerto, pero el vigor y la fuerza que mantuvo fueron signo de gracia ante Dios para los atónitos indígenas que presenciaron la escena.
Malta es un lugar preñado de
historia; desde los restos megalíticos que se pierden en la noche de los siglos
hasta la más reciente historia de protectorado británico, cuya herencia son el
inglés como lengua cooficial de la isla y la conducción por la izquierda. ¿Qué
hay en medio de estos dos límites temporales? Destaca en la historia la
poderosa Orden de los Hospitalarios de San Juan, que se refugiaron en la isla
tras ser expulsados de Tierra Santa por los sarracenos.
No se querían marchar
lejos de la costa de Israel movidos por la esperanza de recuperarla. Vano
sueño. Tuvieron que permanecer en la isla y hacer frente a los turcos otomanos
que en distintas oleadas la quisieron conquistar. La capital actual de La Valetta
es un testimonio perenne y único de una ciudad vuelta al mar y construida para
resistir. Sus dos puertos, con La Valetta en medio; las tres ciudades como bastión en forma de tenaza que junto con la capital hacían casi imposible el ataque otomano. Los almogávares defendiendo y venciendo a los forzados marineros y soldados de la media luna... Mucha historia...
Belleza, historia, fuerza, nobleza, memoria agradecida. Todo se reúne en la isla que sin querer se hizo «puerta de entrada» para los que transitaban por el sur del mediterráneo en su camino hacia el occidente. Malta, por si misma, merece más de dos días de reposado y entusiasta callejeo.
Belleza, historia, fuerza, nobleza, memoria agradecida. Todo se reúne en la isla que sin querer se hizo «puerta de entrada» para los que transitaban por el sur del mediterráneo en su camino hacia el occidente. Malta, por si misma, merece más de dos días de reposado y entusiasta callejeo.
Estábamos con Pablo. Los Hechos de los Apóstoles
nos dicen que «pasados tres meses partimos en una nave alejandrina que llevaba
por insignia a Cástor y Pólux. Llegados a Siracusa, nos detuvimos tres días. De
allí fuimos a Regio, y luego a Pozzuoli. (…) Por fin nos pusimos de camino
hacia Roma». (Hch 27,11-14). De esta
etapa tenemos pocos detalles, pero es patente que Pablo evangelizó Sicilia.
Segunda sorpresa. El evangelio a tiempo y a destiempo. Cuántas veces se quejan los cristianos de hoy que no son tiempos fáciles para
anunciar y vivir el evangelio. ¿Lo fueron mejor los de san Pablo? Al recorrer
Sicilia uno descubre lo que supuso la civilización griega en la isla. Era la
conocida como «Magna Grecia». Allí se habían asentado desde los siglos VIII y
VII a.C. las colonias de las ciudades griegas que expandían su cultura y su
comercio por el mediterráneo. ¿Algunos restos secundarios? En absoluto.
La guía
nos explica cómo la isla de Sicilia estuvo durante muchos siglos partida en
dos: el occidente para los púnicos, de cultura semítica fenicia, bajo la mirada
atenta de Cartago. La parte oriental de la isla para los griegos, que
alcanzaron su máximo esplendor en la ciudad de Siracusa, que le llegó a hacer
competencia a la misma Atenas. Hoy en día recorremos los templos de Agrigento,
expresión delicada y poderosa a la vez del nivel arquitectónico y estético que
alcanzó la sociedad griega; pero hay otros muchos que completan la secuencia
del arte dórico: los templos en diferentes colinas de Selinunte y el templo que
focaliza todas las miradas en Segesta.
Hoy nos quedan los templo y los teatros, pero ¿el culto a los dioses que
acogían? ¿los mitos que año tras año celebraban? ¿las acrópolis con sus
construcciones religiosas que presidían la vida de la ciudad? Pablo no
predicaba en terrenos solitarios, sino que iba al corazón de la civilización.
Por donde pasaba y se lo permitían, hablaba del evangelio de Jesús.
Tercera sorpresa: la evangelización de la cultura.
Ir a Sicilia es adentrarse en el corazón de la historia y de la cultura de la
Europa mediterránea. Nos hablan de los listos y paganos griegos, cuyos
monumentos y mitos perduran en los nombres y tradiciones hasta el día de hoy:
templo de Hércules, Polifemo etc. Nos hablan de los poderosos romanos, en cuya
villa de mosaicos de Piazza Armerina hasta los más insensibles al arte no son
capaces de hacer el recorrido sin abrir la boca en señal de estupor. Nos hablan
de los árabes, cuya presencia fue menor, pero perdura en palabras y sobre todo
en comidas. Nos hablan de los normandos (¡sí, los vikingos!), que fueron
encargados de expulsar a los árabes por el mismo papa (en aquella época pasaban
estas cosas), y de paso nos dejaron un «unicum»: la arquitectura y el estilo
«árabe normando»; este peculiar estilo, consecuencia de un matrimonio cultural
casi imposible, solo se da en esta isla. Les siguen los bizantinos. En mi
humilde perspectiva, solo son comparables los mosaicos de Monreale, Cefalú y de
Sta María del Ammiraglio, en Palermo, a los de la mismísima Constantinopla (San
Salvador en Cora y Santa Sofía).
¿Qué decir del barroco siciliano? Pues decir
que no tiene ni retablos de madera, ni imaginería al estilo sevillano, ni pan
de oro; pero ¡tiene mármol!, y como arte barroco que se precie, decora
absolutamente todos los espacios, dando lugar al conocido como «horror vacui»,
sin que por ello agobie al espectador. La Iglesia del Gesù de Palermo es un
exceso de belleza barroca. ¿Se puede anunciar el evangelio con las distintas culturas?
Se puede y se debe.
Pablo de Tarso no tenía previsto ir a Malta y
Sicilia. Él se dirigía a Roma porque había apelado al César, ya que por su
condición de «ciudadano romano» no le podía juzgar un tribunal menor. El
naufragio en Malta, primero, y el paso por Sicilia después, le llevaron a esta
parte hermosa donde casi se cierra el mediterráneo.
El peregrino hoy puede contemplar sus huellas,
presentes en los cristianos de hoy que pueblan estas tierras; puede hacer
memoria de los que nos han precedido en la fe gracias al «apóstol de los
gentiles», que no se amedrentó ante el poderío del mundo pagano. Puede hacer
memoria de esta Iglesia que en cada momento hace frente y sale al paso de las
circunstancias de la historia: griegos y romanos; árabes y normandos;
bizantinos, franceses y aragoneses… ¡y de Garibalid con sus «mil» piamonteses!,
pero esto es ya otra historia que, si Dios quiere, continuará.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
MALTA-SICILIA
Octubre de 2014
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