El
«ecumenismo» no es un término ni una idea moderna, sino que se remonta nada más
y nada menos que a Alejandro Magno, que vivió y peleó cuatro siglos antes de
Cristo. El soldado macedonio abandonó pronto su casa, con veintitrés años, y
nunca regresó. A su muerte, con treinta y tres años (solo diez años más tarde),
había extendido sus conquistas hasta la India. El preceptor de Alejandro había
sido Aristóteles. Dicen que en las campañas militares Alejandro se hacía
acompañar por un ejemplar de la Ilíada de Homero y por obras de Aristóteles.
Dicho de otra forma, era un «intelectual» metido en el cuerpo de un feroz guerrero
y de un inteligente estratega. Alejandro quería extender una concepción del
mundo que se entendiera como una «casa». Casa en griego se dice «oîkos», y de
ahí el concepto de «oikumene» (casa común), que da lugar al concepto moderno de
«ecumenismo». Alejandro sabía que con
los ejércitos solo se conquistaba y se sometía, pero eso no era su proyecto; se
hacía acompañar de arquitectos y urbanistas que diseñaban ciudades (todas las
Alejandrías que hay en el mundo antiguo); se hacía acompañar por maestros que
extendían la lengua griega, que pasó a ser la «lengua común» (koiné); no olvidemos que en la época de
Jesús y de Pablo, la gente culta escribía en griego (¡el Nuevo Testamento está
escrito en griego!). En cuestiones de fe estaba poco apegado a la de su pueblo;
si bien le habían dicho que él mismo era fruto de la unión de su madre con una
serpiente Pitón (mitología y esoterismo a partes iguales), no hizo ascos a la
religión egipcia cuando fue a Egipto, ni a la babilónica cuando llegó al Éufrates.
Alejandro fue un hombre universal, moderno, potente, sin miedo. Como diríamos
hoy, «adelantado a su tiempo», solo que Alejando es de cuatro siglos antes de
Cristo.
Desde
otra perspectiva, también mediterránea, siglos más tarde aparece en Roma un
emperador con ínfulas universales, que respondía al nombre de Augusto. Tenía
malas pulgas, pues pronto se quitaba a sus adversarios, consiguiendo quedarse
él solo en el poder. Inició el «Imperio romano», antes era la «república».
Consiguió extender la «pax romana» de occidente a oriente. Decimos bien, pues
en Occidente podemos citar «Emérita Augusta» (la actual Mérida, en la actual
Extremadura) y «Caesar Augusta» (la actual Zaragoza). No puedo menos que citar
a Augusta Bilbilis (la actual Calatayud, cuyo nombre es árabe), en la «Hispania
citerior» (al este de la «Hispania ulterior», pero una y otras «Hispania» según
la nomenclatura del Imperio romano, esa palabra que les produce sarpullido a
los más «puritanos nacionalistas»). Decimos que llegó a Oriente; ¿no recuerdan
ese texto tan manido que dice que «en aquellos días apareció un decreto del
Emperador Augusto ordenando que se empadronasen los habitantes del Imperio». El
imperio llegaba hasta Jerusalén, y hasta Belén; la familia que se desplazó para
empadronarse era José y María, que llevaba en sus entrañas a Jesús. Octavio
soñó con un «mundo romano» que se extendiera por todo el «orbe» de la época, si
bien luego la historia le puso sus límites y le aguó la fiesta. No habían
aparecido aún los terribles invasores de las estepas asiáticas (hunos,
mongoles, turcos etc.)
Jesús
de Nazaret tenía un pensamiento universal. No lo voy a desarrollar ahora; solo
recordar una de sus frases paradigmáticas: ‘Vosotros no pretendáis que os llamen «Rabí», porque
uno es vuestro Maestro, Cristo, y todos vosotros sois hermanos’ (Mt 23,8).
En
esta época antigua no era difícil pensar «en lo grande». San Pablo, que ya no
es de la época de Augusto, sino de su sucesor, Tiberio, pero que pertenecía a
este mundo «universal», predica un mensaje universal que hoy nos parece
«extraño». Dice que «ya no hay judío ni griego;
no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno
en Cristo Jesús» (Gál 3,28). El particularismo provinciano, la diferenciación
enfermiza, la separación por clases sociales, desaparecen ante la persona de
Jesús, nos dice Pablo. Pablo entendió perfectamente el sentido «ecuménico» del
evangelio, y se fue a predicar a sirios, cilicios, gálatas, griegos,
macedonios, sicilianos, chipriotas y romanos. A España no sabemos si llegó,
aunque dice que también quería venir a estas tierras de España. Lo siento
mucho, pero en el Nuevo Testamento sale «España», dos veces, aunque a algunos
les vuelva a salir el sarpullido. El
original griego dice «eis ten Spanían», y la traducción griega «in Hispaniam»
(Rom 15, 24.28). San Pablo no preguntaba de qué país se trataba; se subía al
barco, o se apuntaba a una caravana de viajeros… y recorría el «mundo», el
«orbe», la «ekumene». Los papas en su bendición del comienzo del año la realizan
«urbi et orbi» (para la ciudad y para el mundo). El evangelio es universal, es
para todo el mundo.
La Iglesia es universal
«por fundación». En el acontecimiento de Pentecostés, cuando se derrama el
Espíritu Santo, se dice que cubre con su fuerza y luz a todo el mundo
civilizado conocido de aquella época: «partos, medos, elamitas, de Mesoptamia,
Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia…» (Hch 2,9-11).
En
esta civilización universal, ecuménica (dentro de poco celebraremos en la
Iglesia la semana de oración por la unidad de los cristianos, con motivo de la
conversión de san Pablo, el 25 de Enero, semana «ecuménica»), reaparecieron con
el movimiento poético y político del «romanticismo», en el siglo XIX, todos los
«nacionalismos»: en Italia, en Prusia, en Rusia, en Inglaterra, en España. Un
aire de melancolía y de búsqueda de la identidad perdida recorrió el mundo:
¿quién soy? ¿Cuáles son mis orígenes? ¿Cuáles son mis mitos particulares,
propios, que me distinguen de los demás? Los nacionalismos románticos se
radicalizaron y se siguen radicalizando. Símbolos, banderas, tradiciones
propias, ADN particular, diferenciación del otro, separación y exclusión del
distinto. Se piden adeptos, y como si de una religión se tratara se aceptan conversiones
(los conversos al nacionalismo, como en todas partes, son más radicales para
ser aceptados, ya que por origen y en estricta justicia no tienen derecho a
gozar de los privilegios de la «nación»). Se vuelven a escribir las «grandes
historias» que narran las épocas gloriosas de donde procedemos; se añora un
tiempo feliz (que nunca existió) y se anhela una libertad que solo la dará la
«nación».
El
«ecumenismo» de Alejandro Magno; el «orbe» de Augusto; la universalidad de la
hermandad en Jesús, la destrucción de las separaciones en Pablo… todo parece
que sucumbe ante estas nuevas olas de «nacionalismos» emergentes y excluyentes. ¿De verdad
que estamos avanzando o estamos retrocediendo?
Pedro Ignacio Fraile
No hay comentarios:
Publicar un comentario