Muchas veces cuando nos presentamos como «cristianos» en
un grupo que no tiene por qué serlo, vemos cómo alguien interviene o se queda
con las ganas de decir: «pues la Iglesia…». No dicen «yo creo que Jesús…», o
«para mí el Evangelio…» sino que directamente apuntan a la Iglesia. En el fondo
hay una conciencia de que ser cristiano tiene que ver con la Iglesia, pero ¿por
qué no se refieren a Jesús o a su evangelio? Creo, sinceramente, que es muy
difícil que alguien que haya leído el evangelio o que haya tenido un mínimo de
acercamiento a Jesús se sienta indignado, molesto o reacio con él. Yo soy
católico, y mi credo es el credo de la Iglesia católica; me «duele la Iglesia»…
pero también soy consciente de la dificultad que estoy presentando. Para
recuperar el sentido de «Iglesia de Jesús», hay que volver a Jesús y a su
evangelio. Un viaje o peregrinación a Tierra Santa dan buena cuenta de ello.
Es bien sabido que Jesús no «daba
conferencias» ni «sermoneaba»; por eso, cuando hablamos del «Sermón de la
montaña», hay que tomar las debidas precauciones evitando asimilarlo a «rollo»
o «chapa», como se dice hoy. Jesús sin duda se sirvió de las
«bienaventuranzas», una forma de hablar conocida en aquella época, para meterse
en el corazón de los oyentes: «bienaventurados los pobres, los que lloran, los
pacíficos…» y añadía «porque sois los favoritos de Dios; porque Dios será
vuestra riqueza…» La gente sencilla se quedaba «tocada»: ¡esto es nuevo!, ¡esto
nadie lo había dicho antes! Jesús hablaba de Dios; nadie lo duda; pero lo hacía
de forma que la gente quería que le hablaran de Dios. Es como si le dijeran,
«Jesús, háblanos de Dios». Luego, san
Mateo se imagina una proclamación solemne de todas juntas y seguidas, con la
gente echada a los pies de Jesús, en la cima de una montaña. Cuando vamos al
Lago y subimos al Santuario de las Bienaventuranzas, todos nos vamos con el
corazón y con la mente a las palabras de Jesús que nos dice: «¿Eres feliz?»
¿«qué necesitas para ser feliz»? ¿«qué te sobra para ser feliz»? ¿«Necesitas a
Dios para ser feliz»? Y vuelves a oír, como si de la primera vez se tratara,
una a una, todas las bienaventuranzas de Jesús. Allí, junto al lago, te pasa la
vida como si de una película se tratara.
Jesús no «sermoneaba» y tampoco
ponía adivinanzas a la gente. Hablaba de forma muy sencilla, para que lo
entendiesen todos: «el Reino de Dios se parece a un hombre que salió a sembrar;
o a un hombre que encontró un tesoro…». Campos sembrados se pueden ver en todas
partes, sin necesidad de ir a Tierra Santa; que los tesoros son deseados es también muy
compresible. Cuando se va a Tierra Santa sorprende la sencillez de los ejemplos
que ponía Jesús y cómo arrastraba a todos: ¿dónde residía la autoridad de su
palabra? ¿Qué decía de extraordinario? ¿Por qué esas imágenes eran tan
poderosas entonces y no lo parecen ser ahora? El evangelio se presenta no como
algo sabido, como un texto «aparcado» en nuestra memoria, sino como un continuo
despertar de preguntas, como un desinhibidor de sentimientos, como un
despertador de nuestra conciencia religiosa más adormecida. Puede ser que
algunos no necesiten esta agitación interior para recuperar las páginas
evangélicas, pero sin duda para muchos de nosotros el viaje a Tierra Santa no
sólo es un estímulo, sino un verdadero revulsivo y motor interior. Pedro Ignacio Fraile Yécora.
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