Voy a soñar con los ojos abiertos.
Un niño de nuestros pueblos o ciudades, de estos comienzos del siglo XXI,
acostumbrado a ver la tele, a tener una «tablet» para jugar, a ir al colegio
con más de lo necesario, a tener en el frigorífico todo lo que le apetece y
más, a usar un teléfono móvil de última generación… Este niño, digo, un día le
dijo a su padre y a su madre: «papá, mamá, háblame de Dios».
Lo que digo puede ser muy ingenuo,
muy simple, muy enternecedor dicho por un hombre creyente que pasa la cincuentena.
Pero hago esta pregunta: ¿quién habla hoy de Dios? ¿Alguna vez nos hemos
propuesto hablar de Dios a nuestros hijos, sobrinos, nietos, sin que ellos nos
preguntaran? ¿Sólo se puede hablar de Dios en un ámbito de catequesis o de
celebración litúrgica? ¿Esperamos a que los niños nos pregunten, y si no nos
preguntan, no les decimos nada?
Puede haber varias razones. Una, la
más corriente y probable, es que no sabríamos qué decir. Porque de Dios sólo
habla bien Dios, y la persona que lo «conoce» porque lo vive desde muy dentro.
De Dios no habla bien ni el teórico, ni el ideólogo, ni el profesional de la
religión. Sólo el creyente que reza y ama sabe hablar bien de Dios.
Otra razón, más elaborada, es la que
repite la letra de aquella canción de hace unos años sobre la educación de los
hijos que «cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, nuestros rencores y
nuestro porvenir». Para el autor de esta letra, la transmisión de la fe sería
algo así como «cargar con nuestra mochila a nuestros hijos, incluyendo los
mitos, dioses, ritos…». ¿De verdad es eso «hablar de Dios»?
Nunca han sido tiempos fáciles para
la fe cristiana. Hace siglos porque bien otras confesiones religiosas (Islam
preferentemente) se oponían con vigor, bien porque los ilustrados de cada momento
oponían la «diosa razón» al Dios de Jesús. Los riesgos hoy vienen por otro
sitio: no hablamos de Dios sencillamente porque no lo necesitamos (al menos eso
creemos); o si lo necesitamos, queremos que sea un «ídolo» a nuestro uso y
alcance, no soportamos al Dios personal que nos busca, nos habla y nos
interpela.
Para algunos más «leídos» es una proyección de nuestros deseos y
una solución para nuestros miedos atávicos; un producto de nuestra mente y una
fuerza a la que hay que dominar. Pero ¿ese es el Dios cristiano? ¿Ese es el
Dios que se revela en la Biblia? ¿Ese es el Padre de Jesucristo?
La realidad es que Dios ha salido de
nuestras vidas. Sea por desconocimiento, por no saber qué decir; sea por
desinterés, porque no creemos que aporte nada creer en él, la realidad es que
hoy no se le «ataca», en una especie de «ateísmo militante», sino que
sencillamente se ignora. Por eso, en este domingo de la Santísima Trinidad
podemos pensar: ¿en qué Dios creemos? ¿Nos atrevemos a hablar de Dios?
DIME CÓMO VIVES Y TE DIRÉ EN QUÉ DIOS
CREES
Dios forma parte de la esencia de
cualquier «religión». «Religión» tiene que ver con «religación». No podemos
decir lo mismo de cualquier experiencia espiritualista, pues nos podemos
encontrar con personas inmersas en formas espiritistas o espiritualistas, pero
que no creen en Dios o no viven en su presencia. Tres pasos en nuestra
reflexión.
1. Saber «sobre» Dios. En una cultura que valora mucho el «saber», el tener
«conocimientos», podemos preguntarnos qué sabemos sobre Dios; qué podemos decir
sobre él. De la misma forma que podemos elaborar un discurso o ponencia sobre
historia, política, sociedad, arte o psicología, también podemos articular una
propuesta coherente sobre el problema de Dios y su misterio. Pero ¿es lo mismo
tener conocimientos sobre Dios que creer en él?
2. Saborear a Dios. Cuando hablamos de Dios tenemos que recurrir necesariamente al
mundo de la experiencia, propia y ajena. Nos faltan las palabras y aun sin
querer usamos símbolos; no podemos ofrecer fotos ni dibujos de Dios y nos
servimos de imágenes aproximativas a un misterio que nos envuelve y a la vez
nos desborda.
Es una presencia y una realidad que, cuando se ha hecho vida, no
se olvida, porque no es una «lección aprendida», sino una parte viva de lo que
somos y sentimos. Por eso, más que «saber sobre Dios», lo que necesitamos es
«saborear a Dios».
3. Confesar a Dios. La fe cristiana es confesante y a la vez es moral. El cristiano
cree en Dios «en» la Iglesia y «con» toda la Iglesia, y a la vez se compromete
en su día a día con la fe que profesa.
Para un cristiano, la fe que profesa en un Dios cercano e íntimo,
misericordioso y compasivo, libertador y justo, la vive en su pequeño mundo.
Dios es Padre de todos, es el Hijo amado revelado plenamente en Jesús, es el
Espíritu vivificador y dador de vida.
Dios es comunidad que ama, y sólo se tiene acceso a Dios desde el
amor. Sólo el que ama puede «saber» de Dios, «saborear a Dios» y vivir según la
voluntad de Dios.
Pedro Ignacio
Fraile Yécora
Domingo de la
Santísima Trinidad 2015
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