Se me puede objetar que la
Biblia no dice nada de Siria. ¡Evidentemente, pues el relato bíblico sobre el
Edén se mueve en unos parámetros al margen del tiempo y del espacio! Sería un
anacronismo infantil e imperdonable. Está hablando de unos orígenes no sujetos
a límites humanos. Ahora bien, sabemos que los semitas, el pueblo hebreo para
que nos entendamos, bucea en sus narraciones antiguas y coloristas, amasadas
con el barro de los sabios de Babilonia que miran las estrellas, con la
sabiduría agrícola de los habitantes de los fértiles terrenos «entrerríos»
(Mesopotamia), con las respuestas a las preguntas que se hacen una y otra vez
los creyentes: ¿de dónde venimos? ¿Quiénes son nuestros padres? ¿Por qué el mal
es más fuerte que el bien? Los semitas no son filósofos al estilo de los
griegos. Los semitas no usan palabras «gruesas», al estilo de «esencia», o
«sustancia», o «ente», sino que lo explican todo sirviéndose de las narraciones
tejidas, amasadas, engrosadas, pulidas y pulimentadas, de unos creyentes en
Dios. Son verdaderas obras de arte, joyas de literatura, de sensibilidad y de
teología.
Pues bien, leyendo la
Biblia (texto que pone por escrito estas hermosas tradiciones anteriores a
ellos y que ellos leen con los ojos de Dios-Yahvéh), encontramos el siguiente
texto: «Dios plantó un huerto en Edén y allí colocó al hombre que había formado
(…). De Edén salía un río que regaba el huerto y que se partía en cuatro
brazos: el Pisón, el Guijón, el Tigris y el Éufrates (Gén 2,8-14). Los geógrafos
nos dicen que los dos grandes ríos que desembocan en el Golfo Pérsico, el
Tigris y el Éufrates, junto a los cuales se originan y desarrollan las
civilizaciones asirias y babilonias, nacen
en las montañas de la actual Siria. Más en concreto, en ese punto que hace
estallar los límites geográficos donde se encuentran Turquía, Siria e Irak. Un
lugar que todos lo reclaman y que no es de nadie, sino de sus habitantes.
El «jardín del Edén», el
paraíso perdido, nos lleva a las fuentes de los dos grandes ríos de nuestra
civilización. No podemos «hacer fotografías» de este paraíso y ponerlas sobre
el texto bíblico, como si quisiéramos atrapar en papel lo que es una verdad que
sobrepasa los límites geográficos. Los doce primeros capítulos del libro del
Génesis no son «ciencia histórica», no son «comprobables con GPS y con cámara
de fotos». Nos hablan de nuestra verdad más profunda: nos dicen que nuestro origen,
el de cada uno de los humanos, está en la tierra amasada por Dios, en la
fragilidad del barro moldeado por los dedos amorosos de Dios. ¡Somos humanos,
no divinos, pero somos «barro amado» sobre el que Dios insufló su espíritu, un
espíritu de vida y de vida divina! (Gén 2,7). El Edén no es un lugar físico
geográfico; menos aún mítico; es un lugar humano y teológico de encuentro del
ser humano con Dios. La Biblia, visualmente, nos lleva a las montañas de Siria.
Si seguimos leyendo el
texto bíblico nos dice que el ser humano, varón y hembra, rompen con el
designio de Dios; no aceptan su plan. No podemos ahora detenernos en este
punto, que es esencial. De su descendencia nacerán Abel y Caín. Un hijo para
construir y vivir en paz y armonía; un hijo que se morirá de la envidia por su
hermano, que cultivará el odio en su corazón y que se atrapará en las redes de
la violencia extrema. De nuevo nos preguntamos ¿un cuentecillo para niños? No,
una verdad como un templo de grande. La Biblia no presenta una dualidad, dos
fuerzas autónomas que se entrechocan; ese pensamiento es ajeno a la Biblia. La
Biblia nos dice que el corazón del ser humano es capaz de lo mejor, pero que el
corazón del ser humano puede ser atrapado por la ira, la venganza y la
violencia. El cainismo no es un «movimiento» filosófico o social, o contracultural,
pero sí que es una constante que encontramos en el día a día. No hay generación
que no tenga su Caín. Pongámosle nombres: Hitler y Stalin destacan en el
terrible y violento siglo XX. Los yihadistas que cortan cabezas y matan a
familias enteras, hoy, en el año 2015, aquí entre nosotros.
Las dos cosas nos remiten
a Siria, al norte, a las montañas. De allí se extienden por todo el mundo
occidental. Siria la llevamos en nuestro ADN occidental, porque nos han
explicado (por lo menos hasta la generación pasada), que hubo un Edén y que
entre los seres humanos hay «caínes». El Edén es tierra a recuperar, horizonte
de futuro; nos dice que el mundo no es necesariamente malo, ni que Dios creó el
mal. Caín nos recuerda que no podemos ser «blandamente blandos», que Abel murió
por la violencia de su hermano. ¿Condenados al fracaso? La fe cristiana nos
dice que no; que Jesús el Cristo murió para reconciliar, perdonando. Por eso,
aún hoy, muchos cristianos siguen muriendo en Siria, perdonando a sus
ejecutores, como nos mandó Jesús. De nuevo, Siria nos remite a nuestros
orígenes.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
10 de Septiembre de 2015
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