«Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande
sobrado, su vida no depende de sus bienes.»
(Lucas 12, 13‑21)
2. Valor
y precio. Sólo el necio confunde «valor» y precio», dice el poeta. En la
vida hay cosas que «valen» mucho, pero que no «cuestan» nada: el beso de una madre; el
abrazo del esposo o esposa; la conversación con un amigo; una fiesta por una
alegría en la familia; el apoyo a una persona desahuciada; la mano generosa que ofrece más de lo que
tiene para vivir. Todo eso es enormemente «valioso» y no se puede medir en parámetros
de dinero. Por eso, no es verdad que las personas nos medimos por lo que
«poseemos» o «tenemos». La dignidad de la persona no se mide por los millones
que tiene en el banco o por las fincas y empresas que posea.
3. Tanto vales, porque eres persona. La persona está
en la vida para desarrollar todas sus capacidades, tanto materiales como espirituales; cada uno las
que tenga: unos son grandes emprendedores y otros artistas geniales; unos son
gigantes en lo humano y otros brillantes científicos. El sentido último de su
vida no se juega en los bienes que hayan acumulado, sino en su cualidad humana
y espiritual. El voluntario que dedica su tiempo libre a los ancianos; la madre
de familia que saca horas donde no hay para sus hijos; el poeta que nos ayuda a
descubrir la belleza de la vida; el científico que trabaja para mejorar la
vida; el juez que busca la justicia; el obrero que construye con sus manos; el
contemplativo que es un «regalo de Dios», todos dicen a voz en grito cuál es el
sentido último de la vida.
3+1. Vales tanto porque eres hijo de Dios. El nivel
anterior es totalmente humano. Lo pueden firmar creyentes o no creyentes;
cristianos o no. Pero podemos dar aún un paso más de la mano del Eclesiastés y
del evangelio que hoy leemos. El Eclesiastés es un aldabonazo que despierta
nuestra conciencia dormida: ¿cuál es el sentido último de la vida? ¿No será
todo una enorme vanidad? Jesús nos invita a entrar en una dimensión más honda,
más profunda, más humana, más auténtica. Hay que adentrarse en los territorios
del corazón sincero, del espíritu noble, de la gratuidad sencilla, de la
justicia misericorde, de la gracia desbordante, de la sorpresa humilde… y nos
llevarán al misterio mismo de Dios. La verdadera riqueza de la persona, nos
dice Jesús, está en el misterio mismo de Dios que habita en nosotros.
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