Hablaba sonriendo. Hablaba de la Palabra de Dios, de toda la historia
de la salvación. Movía la Biblia de arriba abajo, como quien relee un texto
conocido, rezado, sabido por saboreado. Lo hacía con unción, con soltura, con
profundidad y con lucidez de un creyente de una sola pieza.
Solo dos
apuntes, rápidos, antes de que me falle la memoria del corazón. El primero,
cuando en unos Ejercicios, hablándonos de los pobres (él no era un ideólogo,
sino que era pobre porque amaba a los pobres y vivía con ellos), nos decía que
hay tres ídolos que la sociedad adoraba: el ídolo del tener, del poder y del
saber. Los pobres, decía él, no tienen nada; no pueden nada y no saben nada. Es
verdad. Yo había reflexionado sobre las dos primeras pobrezas (no tener y no
poder), pero no sobre la tercera: no saber. Hay personas que abusan de su
dominio intelectual sobre los que no lo tienen: «yo sé más que tú», o «yo sé y
tú no sabes». Es la vanidad y el orgullo intelectual que desprecia a los que no
tienen acceso a la cultura circundante y dominante, aunque tengan su «saber
vital», su «experiencia de vida». Marcelino era un brillante biblista, formado
en Alemania, que dominaba las lenguas orientales, pero eligió vivir con los que
no tenían «acceso a los libros» para aprender de ellos. No lo sé «a ciencia
cierta»; esto lo tendrían que corroborar los que lo saben de primera mano. Yo
oí en repetidas ocasiones que Marcelino fue enviado a Alemania para que
obtuviera grados académicos y después incorporarse a la Pontificia Universidad
de Salamanca. Él los obtuvo brillantemente, pero renunció a la cátedra
universitaria para irse a vivir con los pobres a unas parroquias pequeñas. Se
le conocía como «el cura de ‘El Cubo de don Sancho’», en Salamanca.
El segundo
apunte que quiero traer a colación es el de la tensión entre el «primer y el
segundo éxodo», distintos del «exilio». A él le encantaba la reflexión sobre
estos dos momentos de la historia de la salvación expresada en la Biblia. El
primer éxodo fue de liberación: el pueblo israelita salió de la esclavitud, y
después de atravesar el desierto, llegó a la libertad. Experiencia deseada y
loable; ¡hay que ser libres de todo tipo de opresiones, porque Dios no quiere
que nadie sufra el peso de la opresión! Bien. Todos de acuerdo.
Pero, decía
Marcelino, hay un segundo éxodo. El que tiene que hacer el pueblo de Israel
exiliado en Babilonia para regresar a Jerusalén. Este segundo éxodo es mucho
más difícil, porque supone pasar de una «aparente libertad», pues Israel gozaba
de libertad de movimientos en los lugares donde fueron instalados por los
babilonios, a adentrarse en el camino del desierto movido por una esperanza ¿no
es mejor gozar de «pequeñas libertades», fragmentadas, confusas y parciales,
aunque no seamos plenamente libres? En Babilonia el pueblo de Israel comía, y
podía vivir en paz ¿por qué arriesgar la vida en el viaje de regreso de
Jerusalén donde no sabemos si nos esperan o si nos van a rechazar? ¿No es mejor vivir
sin arriesgar? ¿No es mejor disfrutar del 'carpe diem'?
Marcelino, en
los años 80, decía que la cristiandad europea occidental estaba en el exilio de
Babilonia. Los nuevos profetas invitaban al pueblo a salir de esta «aparente
libertad», de esta «tranquilidad que da el comer todos los días, el bienestar»,
para buscar la verdadera tierra. Marcelino decía que la Iglesia tenía que hacer
este camino, de riesgo, de pobreza, de esperanza para regresar a su verdadera
tierra… Él soñaba con esta nueva Iglesia en camino. Entre los apuntes que
guardo con cariño en mi pequeña biblioteca, están los folios que copiábamos,
nos repartíamos y leíamos con fruición; uno de estos «apuntes» llevan este título:
«La alegría del Nuevo Éxodo».
Pero a la vez Marcelino
no anunciaba un Dios tremendo y colérico, sino un Dios de «misericordia
entrañable». Es curioso ver cómo muchos años antes de que el papa Francisco
convocara al Año Jubilar de la Misericordia, en unos pueblos salmantinos, un
sacerdote escribía sus páginas que cuando llegaron a ser libro las tituló:
«Misericordia entrañable» (Salamanca 1988), para hablar de nuestro Dios.
Han pasado
treinta años desde aquellos dolorosos, tensos, vibrantes y esperanzados «años
ochenta», en los que la Iglesia española disfrutaba de sacerdotes valientes y
profundamente creyentes, que vivían con los pobres, no que «hablaban de los
pobres».
La semana
pasada moría Carmen Hernández, cofundadora de las Comunidades Neocatecumenales,
con ochenta y cinco años, que ha sido sin duda un referente para miles de
personas de todo el mundo en su proceso de fe. En este año han muerto Senén
Vidal, Gonzalo Aranda y Felipe Fernández Ramos, biblistas españoles de ciencia
probada, de peso eclesial y de fe sincera. Hace un mes se nos moría en Zaragoza,
de accidente, Carmen Cañada, Carmelita Teresiana, referencia para la vida
espiritual de los cristianos de Zaragoza y de muchas partes de España.
Hoy se nos ha muerto un profeta, Marcelino Legido, que tanto bien hizo a
cientos de sacerdotes y seminaristas de nuestra tierra.
¿Dónde están
los referentes hoy de nuestras Iglesias? ¿Quién pone luz cuando necesitamos
faros que nos ayuden a caminar como «cristianos de a pie» en este complicado siglo
XXI, que ha nacido con un laicismo militante sibilino y una violencia fundamentalista
mortífera global nunca vista antes?
Marcelino,
amigo, no estás muerto. Como creyentes sabemos que estás dormido, esperando el
abrazo con el Dios de la «misericordia entrañable» que vivías y enseñabas. Tú
has recorrido tu camino de «nuevo éxodo». Tú estás celebrando ya la Pascua. Esa
Pascua que cantabas y comentabas emocionado en tus Ejercicios Espirituales,
cuando comentabas el amor del Padre que nos ha entregado al Hijo. Misterio que
solo en la fe se percibe y se descubre. Gracias maestro creyente, pastor
humilde, pobre entre los pobres. Desde el corazón de Dios, ruega por nosotros.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
24 de Julio de 2016
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