El niño
pequeño le pregunta a su madre, ¿por qué?
El adolescente le pregunta a su padre ¿por
qué? El científico se pregunta a sí mismo ¿por qué? No sé explicar la primera de las tres preguntas, la del
niño pequeño, pues no soy pedagogo; intuyo que es porque se abre a un mundo novedoso,
sorprendente e inesperado a la vez. Es más fácil explicar la pregunta del
adolescente, que tiene que recomponer su mundo y tomar decisiones en una
vorágine de estímulos, dudas, seducciones y convicciones no maduras a partes
iguales: ¿por qué lo tengo que hacer yo? o ¿por qué no puedo hacerlo? Duda
existencial biológica, dolorosa y necesaria. La más fácil de las tres es
explicar la pregunta del científico, que busca las «causas» de las cosas (su aitía), su razón última, (su lógos), su «porqué» (¡todo junto y con acento!).
Los europeos y
occidentales, que remontamos nuestra paternidad intelectual a la antigua Grecia
de los filósofos, solemos trabajar el mundo de la razón, de las causas
primeras, segundas, hasta llegar a las últimas. Cuando pensamos que lo hemos logrado,
gritamos eureka (o sea, «lo he
encontrado»). ¡Hemos vencido a la pregunta a la duda o al misterio! Es más;
llegamos a pensar que esta es la única forma de acceder al corazón de la vida.
¡Gran error!
Otros pueblos
se acercan a la realidad de distintas formas. Yo conozco un poco más la
aproximación de los semitas a la realidad de la vida (mundo bíblico), tanto en
el pensamiento hebreo como árabe. La Biblia no es un «libro de los porqués». La
Biblia no es un libro de ciencias naturales (biología, cosmología, física, astronomía…).
La Biblia (repito, todo el mundo semita), cuando quiere hablar de la vida nos
cuenta una historia real, un suceso, una hermosa narración, algo que ha pasado
o que puede perfectamente pasar porque es humano. Lo cuenta no para que
busquemos «su porqué», sino para que reflexionemos, lo comentemos y entre todos
saquemos una enseñanza. No les preocupa demasiado si «fue así» o «fue algo
parecido». ¡Ahí está la gran dificultad de los occidentales para leer la
Biblia: la leemos como un libro de «historia sesuda» o de «ciencias naturales»,
o de «propuestas filosóficas», y no es nada de eso! Cuando vamos armados y pertrechados
con nuestras preguntas lógicas y se las ponemos delante a la Biblia…
¡fracasamos!, porque esa no es la forma de «derribar sus muros y acceder a sus
tesoros». La Biblia nos habla del «para
qué» de las situaciones, de la vida misma, de lo que les pasa a personas de
carne y hueso como nosotros. Habla de deseos, de pecados, de gestas heroicas, de
personas débiles y creyentes a la vez…; pero no se pregunta el «por qué», la «causa
última» de las cosas.
El evangelio
del cuarto domingo de Cuaresma es el conocido como del «ciego de nacimiento»
curado por Jesús (Capítulo 9 de san Juan). San Juan dice que los discípulos
preguntan a Jesús: ¿quién pecó para
que naciera ciego? Otras traducciones son más explicitas: ¿por qué nació ciego? (Jn 9,2) Jesús hace todo un alarde de «mano
izquierda» y redirige la situación. Jesús primero dice que ese hombre no es
ciego por ninguna causa externa a él (un pecado de sus padres). Jesús aprovecha
la vida que tiene delante (un hombre ciego) y la curación (un signo de
vitalizar), para una hermosa catequesis. Cambia el «por qué nació ciego» por un «para
que…»: «este hombre nació así para
que el poder de Dios pueda manifestarse en él» (Jn 9,3).
Dicho de otra
forma. La Biblia, como Palabra de Dios que es, nos hace entrar en el sentido de las cosas más que en su causa. Las preguntas a las que responde
la Biblia son: «¿para qué vivimos?»,
«¿para qué trabajamos y nos
esforzamos?», «¿para qué tomamos
decisiones: amamos, protestamos, nos oponemos? Y también «¿para qué nos abrimos a Dios?», o sea, «¿para qué creemos»? Esas son las preguntas sobre el sentido de la
vida, sobre las enseñanzas que aprendemos y que ponemos (o ni aprendemos ni
ponemos) en práctica; son los «para qué»
que presenta Jesús en su evangelio.
San Juan usa
muchas veces en su evangelio el « para
que…»: Jesús ha venido al mundo «para
que nadie se pierda» (Jn 3,16); no ha venido «para condenarlo», sino «para salvarlo»
(Jn 3,17). Jesús ha venido «para que
tengamos vida y la tengamos en abundancia» (Jn 10,10). Jesús nos alimenta «para que no tengamos hambre» (Jn 6,50) y
nos da agua viva «para que nadie
tenga sed» (Jn 4,15). Jesús ha venido al mundo «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). En este relato del
ciego de nacimiento, cuando Jesús se encuentra por segunda vez con el ciego, ya
curado, le preguntó: «crees en el Hijo del hombre? Y el ciego le contestó:
«¿quién es para que pueda creer en
él?» (Jn 9, 36). Luego sigue hablando Jesús: «Yo he venido a este mundo para un juicio: para dar la vista a los ciegos y para privar de ella a los que creen ver» (Jn 9,39).
Hoy muchas
personas viven y no saben para qué
viven. En palabras «occidentales»: no encuentran sentido a la vida. Jesús, nos dice el evangelio de hoy, ha venido
para «dar la vista a los ciegos» (Jn 9,39). Nosotros podemos añadir: Jesús ha
venido para llenar de sentido todo lo que somos, lo que hacemos, y lo que nos
acontece. Por eso nos podemos preguntar: y tú, ¿para qué trabajas, amas, luchas, sufres, perdonas, denuncias,
rezas, crees…?
Pedro Ignacio Fraile Yécora
27 de Marzo de 2014
http://pedrofraile.blogspot.com.es/
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