Los cuentos son para los niños. Craso error. Los
cuentos son la excusa perfecta que tenemos los adultos para expresar lo que no
nos atrevemos a pedir, a protestar, a anunciar, a exigir, o simplemente a pasar
como una tradición propia, de generación en generación.
El cuento de «Blacanieves y los siete enanitos». ve
el mundo de forma maniquea (las fuerzas del Bien y el Mal en lucha), y por qué
no, bastante machista: la joven, hermosísima y semidivina Blancanieves es
objeto de la envidia y venganza de una malísima bruja; un joven y apuesto
príncipe la salva. El cuento de «Caperucita Roja» nos presenta de nuevo la
lucha entre el bien y el mal, sólo que ahora el malo malísimo es un lobo; animal
maldito que vuelve a ocupar el odio de los niños en el cuento de los «Tres
cerditos», cuento que invita a la laboriosidad y la cooperación ante el enemigo
exterior. Todos hemos escuchado cuentos de pequeños y a su vez los hemos
contado a otros: hijos, sobrinos, alumnos o nietos. Todos los cuentos quieren
transmitir algo; no son simples divertimentos; pero a su vez no son simples
anécdotas cosidas unas a otras, sino que todos los cuentos tienen «relato».
El «relato» nos lleva de la mano a la imaginación.
El niño o la niña se imagina la feísima bruja de Blancanieves, con verruga en
la nariz, mirándose al espejo y preguntándose quién es la mujer más hermosa. El
lobo de la «Caperucita Roja», metido en la cama disimulando una enfermedad,
espera que la cándida niña se despiste para «comérsela», como se ha comido a la
abuelita. Así podemos seguir y seguir.
El «relato», en cuanto narración «con chicha»,
tiene una estructura básica, que luego se rellena según la imaginación, la
abundancia expresiva y el colorido que ponga el narrador. Y también según la
imaginación del niño que parece que lo está viendo. Un buen cuento es redondo,
tiene personajes, tensión, mundos imaginarios, y tiene mensaje.
En nuestra cultura occidental mantenemos unos
relatos y perdemos otros. Por una parte mantenemos aquellos que nos parecen «tradicionales»
o «educativos» (algunos lectores me lanzan sus dardos… ¿todos los cuentos
infantiles son educativos? ¿no habría que expulsar algunos cuentos y proponer
otros?); por otra parte abandonamos aquellos relatos que nos parecen pasados,
trasnochados, amorales o inmorales, o también aquellos en los que intencionadamente
se transmite un mensaje concreto. Entre estos últimos relatos que nuestra
sociedad está progresivamente abandonando están los relatos religiosos. O lo
que es peor, los están cambiando por otros relatos que muchas veces no tienen
nada que contar; son «nada con sifón». Se me ocurren, sin buscar mucho, hasta
cinco casos en los que Occidente está perdiendo el relato religioso. Un relato
que, dicho de paso, no es un cuento, sino un «relato de acontecimientos»: personajes
reales, tiempo histórico, mensaje contrastrado y unido a la tierra que se pisa,
proyecto de futuro… Estos relatos que se
abandonan o se triviliazan hasta lo más grotesco son muy diversos y tienen
distinta importancia, evidentemente. Eso sí: todos tienen en común que nos
quedamos con las fechas, con un símbolo o una tradición, pero sin relato.
El caso más claro y grave es la Navidad. El relato
del Nacimiento de Jesús (que eso significa Navidad, Natividad, Nativitas del
Hijo de Dios), ha pasado a ser, casi sin remedio, las fiestas de Papá Noël, que
nadie sabe ni quién es, ni de dónde ha salido. No hay relato de su persona, de
sus obras, de su mensaje . Lo más que dice es ‘Ho, Ho, Ho'. Hay que ser
majaderos (con perdón) para cambiar el nacimiento de Jesús por un señor gordo
barbudo que repite tres sonidos guturales vacíos… Esto es lo que hay.
Hay dos fiestas menores muy curiosas. Una, la de
«Todos los Santos», que se ha cambiado por «Halloween». No solo es cambiar lo
de aquí por lo que viene de allende los mares, sino cambiar el relato de los
Santos, que tienen mucho que decir, por una noche donde hay que vestirse de
monstruos que asustan; que no tienen nada que decir… más que «meter miedo». Si
al menos sirvieran para reflexionar sobre la condición humana y su futuro,
aunque no fuera religioso. Pero ni eso: solo jugamos a asustar. Triste la
condición humana.
La segunda
fiesta menor a la que me refiero es la de Carnavales. Me dirán que es
universal, que es previa al cristianismo y que no le pertenece. De acuerdo.
Pero no se me negará que en la sociedad occidental ha tenido y sigue teniendo
que ver con la Cuaresma. Los clásicos españoles hablaban de los «Combates entre
Don Carnal y Doña Cuaresma». Los jolgorios comienzan, ¡qué casualidad!, antes del
Miércoles de Ceniza. Los mismos nombres son testigos incómodos de este renuncio
a la comida que se conoce como ayuno y abstinencia, al recibir este tiempo los nombres
de Carnestolendas, o en catalán de Carnestoltes…
Nuestros niños, jóvenes y adultos se dan al goce de los sentidos y a la fiesta…
pero sin relato. Se disfrazan porque es Carnaval, pero ya no saben que es un
tiempo previo a la Cuaresma, ni sabrían hacer una redacción de una carilla
relacionando las dos.
Llegamos a la otra gran fiesta cristiana que va de
la mano con Navidad. Su protagonista es Jesús. Jesús nace para nuestra
salvación (Navidad); su vida por los demás, culminada en la entrega total que se
materializa en una cruz injusta (Pasión y Muerte), pero que no se acaba ahí,
sino que la última palabra la tiene el Padre (Resurrección), es misterio a su
vez de Salvación. ¿Cómo se materializó este «acontecimiento». de forma popular, simbólica,
pedagógica, celebrativa? La gente sencilla se apropió de un elemento fácil,
universal, al alcance de todos, el huevo, y lo convirtió en un símbolo: «el huevo de Pascua».
El Huevo de Pascua es el símbolo de la Vida, de la Resurrección. Tras el cascarón, donde parece que no se adivina nada más, está latente la vida. Al romper el huevo surge una nueva criatura. No es Teología sesuda, sino Teología popular. Tanto el Occidente como el Oriente cristiano (Grecia, Rusia, Palestina, Siria) celebran el día de Pascua mediante el adorno de un huevo: unas veces con colores preciosos, bien pintado; otras veces como dulce que se come en un bollo con el huevo en medio, o en un huevo de chocolate. Es la «Culeca» o la «Mona de Pascua». En algunos sitios se tiene la costumbre de ir a comer la «Culeca» con los amigos en un día festivo; en otros el padrino tiene que regalar a su apadrinado la «Mona de Pascua».
Pues bien, ayer cumplimos con la tradición de ir a
por el Huevo de Pascua para regalarlo y comerlo. Recorriendo las calles de la
ciudad en la que vivo, pasamos por numerosas pastelerías. Mi sorpresa era cada
vez mayor: el «huevo de Pascua» se había convertido en aviones, en jugadores de
fútbol, en balones de fútbol, en casitas, en muñecos de cuentos, en princesas…
eso sí, todo de chocolate.
Se come ese día porque «es Pascua». Ahora pregunto
yo: ¿a la niña que le han traído una Barbie de chocolate como «Mona de Pascua»,
qué le podrá explicar su aturdido padrino o madrina? Lo dicho. Mantenemos las
costumbres, pero nos hemos cargado el relato.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
Pascua 2015
http://pedrofraile.blogspot.com.es/