11 marzo, 2013

(II) PARÁBOLAS Y BIENAVENTURANZAS


 
            Muchas veces   cuando nos presentamos como «cristianos» en un grupo que no tiene por qué serlo, vemos cómo alguien interviene o se queda con las ganas de decir: «pues la Iglesia…». No dicen «yo creo que Jesús…», o «para mí el Evangelio…» sino que directamente apuntan a la Iglesia. En el fondo hay una conciencia de que ser cristiano tiene que ver con la Iglesia, pero ¿por qué no se refieren a Jesús o a su evangelio? Creo, sinceramente, que es muy difícil que alguien que haya leído el evangelio o que haya tenido un mínimo de acercamiento a Jesús se sienta indignado, molesto o reacio con él. Yo soy católico, y mi credo es el credo de la Iglesia católica; me «duele la Iglesia»… pero también soy consciente de la dificultad que estoy presentando. Para recuperar el sentido de «Iglesia de Jesús», hay que volver a Jesús y a su evangelio. Un viaje o peregrinación a Tierra Santa dan buena cuenta de ello.

            Es bien sabido que Jesús no «daba conferencias» ni «sermoneaba»; por eso, cuando hablamos del «Sermón de la montaña», hay que tomar las debidas precauciones evitando asimilarlo a «rollo» o «chapa», como se dice hoy. Jesús sin duda se sirvió de las «bienaventuranzas», una forma de hablar conocida en aquella época, para meterse en el corazón de los oyentes: «bienaventurados los pobres, los que lloran, los pacíficos…» y añadía «porque sois los favoritos de Dios; porque Dios será vuestra riqueza…» La gente sencilla se quedaba «tocada»: ¡esto es nuevo!, ¡esto nadie lo había dicho antes! Jesús hablaba de Dios; nadie lo duda; pero lo hacía de forma que la gente quería que le hablaran de Dios. Es como si le dijeran, «Jesús, háblanos de Dios».  Luego, san Mateo se imagina una proclamación solemne de todas juntas y seguidas, con la gente echada a los pies de Jesús, en la cima de una montaña. Cuando vamos al Lago y subimos al Santuario de las Bienaventuranzas, todos nos vamos con el corazón y con la mente a las palabras de Jesús que nos dice: «¿Eres feliz?» ¿«qué necesitas para ser feliz»? ¿«qué te sobra para ser feliz»? ¿«Necesitas a Dios para ser feliz»? Y vuelves a oír, como si de la primera vez se tratara, una a una, todas las bienaventuranzas de Jesús. Allí, junto al lago, te pasa la vida como si de una película se tratara.

            Jesús no «sermoneaba» y tampoco ponía adivinanzas a la gente. Hablaba de forma muy sencilla, para que lo entendiesen todos: «el Reino de Dios se parece a un hombre que salió a sembrar; o a un hombre que encontró un tesoro…». Campos sembrados se pueden ver en todas partes, sin necesidad de ir a Tierra Santa;  que los tesoros son deseados es también muy compresible. Cuando se va a Tierra Santa sorprende la sencillez de los ejemplos que ponía Jesús y cómo arrastraba a todos: ¿dónde residía la autoridad de su palabra? ¿Qué decía de extraordinario? ¿Por qué esas imágenes eran tan poderosas entonces y no lo parecen ser ahora? El evangelio se presenta no como algo sabido, como un texto «aparcado» en nuestra memoria, sino como un continuo despertar de preguntas, como un desinhibidor de sentimientos, como un despertador de nuestra conciencia religiosa más adormecida. Puede ser que algunos no necesiten esta agitación interior para recuperar las páginas evangélicas, pero sin duda para muchos de nosotros el viaje a Tierra Santa no sólo es un estímulo, sino un verdadero revulsivo y motor interior. Pedro Ignacio Fraile Yécora.