13 abril, 2015

ARMENIA, EN EL CAUCASO, LA PRIMERA NACIÓN CRISTIANA


El Papa Francisco acaba de declarar que la matanza de los cristianos armenios a principios del siglo, fue el primer «genocidio del siglo XX». Aún no he acadado de escribir este 'post' cuando leo que Turquía en protesta ha retirado su embajador de la Santa Sede.
Hace dos años tuve la suerte de ir a Armenia. Este es uno de esos países que, cuando se citan, nadie sabe bien dónde situarlo en el mapa (hay que ir a buscarlo, allí por el Cáucaso), ni decir cinco cosas seguidas con cierta seguridad. 
Uno dice: ‘me parece que en los Gozos de San Bartolomé de  mi pueblo, y en los de San Blas, dicen algo de Armenia’. La mención está bien traída. San Blas ¡era armenio!
Otro apunta: ‘¿no es de allí el cantante Charles Aznavour? El amigo que esto dice, todo satisfecho, también acierta; podemos añadir que el apellido del cantante en lengua francesa que seduce con su cadencia cansada e insinuante cuando arrastra la voz diciendo, ‘la bohèeeeme, la bohèeeeme…’, también es armenio; su apellido completo es Aznavourian.
Uno de los reunidos interviene azaroso: ‘yo sigo la política internacional… ¿no tuvo problemas el presidente Sarkozy con Turquía por ser el primer país en declarar como cierto el «genocidio armenio»?  La cosa está en que los turcos hicieron a comienzos del siglo XIX una «limpia», como diríamos sin miramientos (a la sazón «matanza», en términos políticos, «genocidio») de más de un millón de armenios que vivían dispersos en pueblecitos por el territorio turco. La «opinión mundial» mira a otra parte y no sabe nada; Francia ha sido el primero en reconocerlo en voz alta.
Es más, los que siguen el concurso televisivo «Pasapalabra» se quedaron boquiabiertos cuando vieron cómo una chica extranjera, Lilit, con menos de cinco años de residencia en España, se llevaba «el rosco millonario» dejando en la cuneta a decenas de castellanoparlantes. Lilit era armenia afincada en España.

TIERRA SANTA Y ARMENIA

Cuando uno llega a Jerusalén, una de las sorpresas que le guarda la ciudad antigua, la amurallada, es precisamente esta: la ciudad se divide en cuatro barrios, y uno de ellos, junto con el «musulmán», el «judío» y el «cristiano», es el «barrio armenio». Allí tienen una hermosa catedral y un gran seminario, que provee diariamente jóvenes a la liturgia armenia de las distintas iglesias de Jerusalén y Belén; seminario donde se forman los futuros clérigos de esta antiquísima confesión cristiana.



Dicen las crónicas que cuando en el concilio de Calcedonia (año 451), cuarto concilio ecuménico donde se reflexionaba sobre la humanidad y divinidad de Cristo, las disputas se enconaron, se crearon dos grupos: unos insistían en la divinidad de Cristo; les llamaron «monofisitas», una sola naturaleza, la divina. Otros sostenían que Jesucristo es «verdadero Dios y verdadero hombre»; a estos, que representaban el sentir de la Iglesia, les llamaron «melquitas», porque esta era también la opinión del Emperador (el mélek). Los representantes de la Iglesia Armenia llegaron tarde al Concilio, se negaron a aceptar los acuerdos tomados, y se alinearon con los «monofisitas» (Iglesias de Alejandría y de Siria, principalmente).
Pero quizá lo más llamativo de los armenios en su relación con Tierra Santa es la actuación del Emperador Heraclio, noble de origen armenio, que llegó a regir los destinos de Constantinopla. Heraclio ha pasado a la historia por ser el que recuperó la Santa Cruz que había sido robada de Jerusalén por los ejércitos persas (614 d.C.), restituyéndola al Santo Sepulcro (630 d.C.). La Iglesia católica celebra esta fiesta con el título de la «Exaltación de la Santa cruz», o popularmente, la «cruz de Septiembre», para distinguirla de la fiesta de Mayo también dedicada a la cruz de Cristo.
Dicen también que Heraclio, siendo emperador, recibió una carta de un sublevado de la parte árabe de su Imperio, que se proclamaba «profeta de Dios» y que le instaba a unirse a su fe. Esta historia tiene todos los rasgos de ser apócrifa, pero sí es verdad que Mahoma hizo su Égira (622 d.C.) en los últimos años del Emperador Heraclio, armenio de nacionalidad. Como veis, argumentos no nos falta.

EL PRIMER REINO CRISTIANO DEL MUNDO

Armenia es el primer reino del mundo que se hizo cristiano. No es un mito, sino historia. El año 313 el emperador romano Constantino el Grande decidió que el cristianismo era una  «religio licita» en su imperio, que no había que perseguirla, y que podía celebrar libremente tanto su culto de forma pública, como podía también construir sus edificios. Pues bien, la fecha del bautismo del primer rey de Armenia, Tiridates III, siendo inmerso en la comunidad eclesial por San Gregorio el Iluminador, se retrotrae al año 301.


Armenia es un «exceso» de monasterios dispersos por todo el país, recónditos, coquetos, acogedores… son un lujo para el ojo con sensibilidad a la belleza. Como decía uno de los compañeros del grupo, son «una perla desconocida», a lo que otro apuntaba: «mejor aún, son un exceso de belleza». Eso sí, casi todos sin vida monástica por distintas razones, la última de ellas y no la menor, el cerca de un siglo que Armenia ha estado bajo la 'doctrina oficialmente atea de la URSS' que arrasó cualquier tipo de vida cristiana. Los desiertos monasterios, algunos de los cuales se intentan recuperar, son huellas vivas de este triste siglo XX.

«EL PAN Y LA SAL»

Quiero traer a la crónica un hermoso gesto del que fuimos testigos. Estábamos visitando un pueblecito muy pequeño cerca de la frontera con Georgia; esto es, en una zona montañosa del norte del país, en lo que la geografía llama «Transcaucasia». Nos advirtieron de que iban a cerrar la carretera de acceso al pueblo durante unos minutos porque venía el Presidente del Congreso de la República de Armenia (¡¡¡la tercera república!!!). 
Para nuestra sorpresa, le esperaba el Obispo, que había acudido al pueblo con motivo de esta visita; con él, lógicamente, estaba el párroco que iba nervioso de un sitio para otro asegurándose de que todo estaba preparado; un corito de voces blancas, formado por niñas, ensayaban en la Iglesia; en la plaza, delante del monasterio, todos los habitantes formaban con sus mejores galas: los hombres con chaquetas oscuras, pantalones de domingo, zapatos limpios y fumando con cara de que aquello era algo importante. Las mujeres con «trajes chaqueta» entallados, bolsos y zapatos de charol. Se habían puesto sus mejores galas.
No había «Guardia Civil», ni «Carabinieri», pero allí estaban esperando unos señores con cara de tener mando en plaza, con uniformes que recordaban a los generales soviéticos que hemos visto en las películas: sombreros enormes que se elevan sobre la frente y abundancia de medallas a no se sabe bien qué méritos. Entre nosotros no faltaron los comentarios. Unos decían, «parece una película italiana de los años 50»; otro decía: «no hombre, no; esto me recuerda ‘Bienvenido Mister Marshall’… No le faltaba razón. De repente, como si de un ataque imprevisto se tratara, empezaron a llegar a la plaza coches y coches a velocidad, unos detrás de otros, encabezados y escoltados por la policía. Eso sí, se pararon en el pueblo, no como en la película. Nosotros, cansado de esperar, ya estábamos subidos al autobús para que, en cuanto la comitiva alcanzara la plaza, pudiéramos emprender nuestra marcha. Bueno… y qué es eso del «pan y la sal». 



Como recibimiento en señal de bienvenida, había dos chicas jóvenes que llevaban un pan redondo; en medio de él un cuenco servía para presentar la sal. He buscado en la Biblia para ver si estábamos ante alguna costumbre de resonancia semítica, y no he encontrado nada. Luego me he puesto a indagar en la omnisciente y omnipresente ciencia de la red (léase Internet) y me he enterado de que se trata de una costumbre eslava para recibir a un personaje importante. Ahora bien… los armenios no son eslavos. Me queda la duda… ¿será tal vez una herencia de los años (casi un siglo) que Armenia ha formado parte de la URSS? ¿Será un préstamo cultural eslavo que ha pasado por «contagio» a la cultura armenia? Bueno, hummm, no está claro… De repente me acordé que en castellano, cuando a uno se le niegan hasta los derechos más fundamentales, se dice que ‘le han negado el pan y la sal’.

NOÉ Y «EL ARARAT»; MOISÉS Y «EL SINAÍ»

En los doce primeros capítulos del Génesis se nos presenta la figura de Noé en el marco más amplio del «diluvio universal». Quien más y quien menos sabe «algo» de esta historia: las aguas torrenciales, los animales, el arca, la paloma, el arco iris… La narración del Diluvio y Noé tiene «buena prensa»: se puede ver en libros para niños, impresos en camisetas infantiles, en canciones: ‘Un día Noé por el bosque se fue, y muchos animales también fueron con él…’ Lo que ni sabía, ni espera saber, es que la «historia» (entre comillas) de Noé formara parte de los ancestros donde un pueblo busca su origen.

Fue un descubrimiento cuando Zara, nuestra guía, nos explicó con normalidad, sin pestañear, que Noé encalló el arca en el monte Ararat, y que su tataranieto, Hayk, era el «fundador» del pueblo armenio. Yo apunto en mi libreta con esmero un detalle: ‘el caudillo Hayk  es hijo de Togarma’. Como soy curiosón me voy a la Biblia a ver si saco el hilo. En efecto, los hijos de Noé son tres: Sem, que dan lugar a los «semitas» (Próximo Oriente); Cam, que da lugar a los «camitas» (pueblos de Egipto y del cuerno de África) y Jafet, que es como una caja en la que caben todos nuestros antepasados de Occidente (antepasados de griegos, romanos, cretenses; es más, recordemos que tanto el nombre de Tubal, como el de Tarsis, ambos descendientes de Jafet, hacen relación directa a la península ibérica). Pues bien, Jafet es el tercer hijo de Noé; Gómer es hijo de Jafet (nieto); y Togarma es hijo de Gómer (bisnieto); lo podemos leer en Gén 10,3. Lo que ya no encuentro es al caudillo Hayk, tataranieto de Noé; pero no me importa, porque la leyenda de los orígenes de los armenios es preciosa: ¡Son descendientes directos de Noé! No proceden de los semitas como Abrahán (Gén 11,10-32). No tienen a Abrahán como «padre», tal como reclaman judíos y musulmanes.



Zara nos explica también que el monte Ararat es «sagrado» para los armenios. Nos cuenta otra preciosa historia: érase una vez un monje llamado Hakob Metsbnatsi. Estamos en el siglo IV d.C. Quería coronar el Ararat pero una y otra vez, agotado por la subida, se paraba, se dormía y tenía que emprender el regreso. En una de los intentos, dominado por el cansancio y el sueño, tuvo una visión. Un ángel se le apareció y le dijo: ‘Dios está convencido de la fe que tienes. Quiere darte un regalo para tu pueblo. Aquí tienes un trocito del «Arca de Noé» que servirá como señal de mi presencia con vosotros’. Este trocito del arca se «enseña» hoy como reliquia en el Museo de historia de Yerebán.
Le di vueltas a la cabeza, y cada vez que me paro encuentro más semejanzas. ¿No podemos establecer una comparación entre el Ararat, monte de la primera alianza, y lugar donde Noé se paró, con el monte Sinaí, también monte de la alianza? ¿No podemos hacer una comparación entre Moisés que recibe de Dios las tablas de la Ley y el monje Hakob que recibe del ángel de Dios un trocito del arca?  Son intuiciones que nos llevan a pensar cómo los pueblos narran sus orígenes; tienen sus epopeyas y sus héroes. En ambos casos hablan explícitamente de Dios e indirectamente de la alianza.
Armenia quedó grabado en mi memoria y en mi corazón. Un sitio precioso para ir y para zambullirse en la historia antigua y reciente de un pueblo que ha sobrevivido a los mil azares de la humanidad.

Pedro Ignacio Fraile Yécora.