03 junio, 2013

¿HISTORIA OCCIDENTAL O SABIDURÍA ORIENTAL? (Curso de Biblia -3-)

 
               Cuando un occidental, sea creyente o no, se pone a leer la Biblia, se pone las gafas de «científico», «filósofo», «geógrafo» o «historiador». No lo pude evitar. Tiene  una especie de «incapacidad congénita» para no leer todo con el tic filosófico «verdad/mentira», o  en términos asertivos «sí/no», o en términos eléctricos «on/off», o en términos digitales «0/1». Las cosas «son o no son»; «o funciona o no funciona»; o «esto es así, o no es así», decimos. Discúlpeme el amable lector, pero el que se enfrenta a la Biblia con estos criterios va a tener serias dificultades para comprender muchas páginas. Me podrá objetar que la misma Iglesia católica ha sido la primera en enseñar este tipo de lectura «historicista/cientifista»; es verdad: la Iglesia ha sido la primera en insistir en que había que leer toda la Biblia, incluidas las páginas más sorprendentes, con estos criterios «ad pedem litterae» (al pie de la letra). La creación fue tal como se narra; el diluvio sucedió como dice el texto bíblico; el paso del mar Rojo fue tal como leemos, con pelos y señales etc.

               ¿Dónde está el meollo de la cuestión? Se trata de un nudo con varias caras. Una cara es la del hombre moderno con espíritu científico que se ha preocupado por formarse bien; no le puedes decir a una persona inteligente y culta que los orígenes, tal como los relata la Biblia, hay que leerlos y aceptarlo sin rechistar ni plantear ningún tema de discusión… porque estás haciendo que esa persona recoja los bártulos y diga: «hasta aquí hemos llegado». Otra cara es la del historiador que quiere hacer un relato seguido y coherente de la historia; quiere desarrollar un discurso que tenga «cuerpo»; no se le puede decir que admita como «dato histórico» incuestionable narraciones que son muchas veces tradiciones locales hinchadas y desarrolladas. La cara del «geograficista» (¡toma neologismo o barbarismo!) preguntará al guía que le explica sesuda y profundamente un pasaje del evangelio : '¿pero fue aquí o no fue aquí?'. Está, por fin la cara del «filósofo rancio» que llevamos todos (unos más y otros menos), que mira la vida con socarronería, con gracejo escéptico, con distancia saludable; esta persona, a medio camino entre la higiene de mente y la incredulidad que dan los años, dice: «tomémoslo todo con moderación, sin demasiadas exageraciones ni estridencias».
               La Biblia hay que leerla intentando situarse en la misma onda en que fue escrita: una forma de ver la realidad con sabor oriental: las cosas no siempre son como las vemos; la verdad tiene muchos caminos para expresarse, no sólo el silogismo filosófico; Dios no se puede reducir a un teorema; los sentimientos humanos caben difícilmente en estereotipos de laboratorio; las experiencias que nacen del corazón humano y que lo fundamentan están hechas de amor mezclado con barro; de fuerza mezclada con ternura; de pasión mezclada con temor y temblor. El misterio del corazón humano y de su relación con Dios se escapa de las hipótesis y enunciados cientifistas e historicistas. El ser humano es historia narrada con pasión por tres protagonistas: el hombre, Dios, y la vida que se vive.
               Hay una imagen que me encanta: la de la persona que está viendo pasar la vida y lo hace con paz interior y con sensibilidad. En la zona del Moncayo, pueblos altos, adustos, recónditos, entre Zaragoza y Soria,  hay una expresión que se repite y que he oído en varias ocasiones. Cuando le preguntas a una persona, normalmente entrada en años, qué hace una tarde entera sentada al sol, en un poyete, sin leer, ni coser, sino viendo cómo pasa ante ella la vida dice con mucha gracia: «aquí estoy estándome». ¡Qué sabiduría! ¡Qué lejos está de las locuras, prisas, atropellos y ansiedad que nace del «quererlo todo y quererlo ya»! Esa persona dice de forma entrañable algo que un filósofo cínico griego, Diógenes, formuló hace muchos años; cuando le comunicaron que  estaba ante él Alejandro Magno, y que le buscaba porque quería conocerle, le dijo al general invicto: «aparta, que no me dejas ver el sol». También la Biblia conoce esta figura: Abrahán «estaba sentado ante su tienda a la hora del calor« (Gén 18,1) cuando se le aparecen los tres hombres que habían ido a visitarle (escena de Mambré). Los italianos lo llamarían a esto el «dolce far’ niente». El sabio del Eclesiastés diría que agobiarse por las cosas que no sacian ni pueden darte la felicidad es «vanidad y caza de vientos».
               La Biblia está escrita con una sabiduría de siglos. Habla del corazón del ser humano y de Dios; ambos, en la vida. Por eso, para leerla, no tenemos que renunciar a nuestros criterios occidentales: primero porque sería un grave error que nos llevaría fatalmente al fundamentalismo; luego porque los textos deben ser leídos con criterios históricos y literarios. Sin embargo, tenemos que saber leerla con las «gafas» de la inteligencia y del corazón; de la vida saboreada, de las horas pasadas en compañía; de largos momentos en soledad; de ratos de oración ante Dios y de escucha de los demás. Esta clave de «sabidurencia oriental» es imprescindible para adentrarse en el mundo hermoso y siempre sugerente de la Biblia.
Pedro Ignacio Fraile Yécora; 3 de Junio de 2013
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