07 febrero, 2014

CONFIAR CUANDO EN NADIE SE CONFÍA (Salmo 16)


En nuestro peregrinaje vivimos de la confianza. Comparto con vosotros el comentario del salmo 16. Lo comparto, como siempre, por si os es útil.


¿DÓNDE CIMENTAMOS NUESTRA CONFIAZA?
(Salmo 16 [15 LXX y liturgia])

«Me refugio en ti»

(1b )    ¡Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti!

«Confesión de fe»

(2)       YO DIGO  al Señor: "Tú eres mi bien".
(3)       Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen.
(4)       Multiplican las estatuas de dioses extraños;
            no derramaré sus libaciones con mis manos,
            ni tomaré sus nombres en mis labios.
(5)       El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
            mi suerte está en tu mano:
(6)       me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad.

«Dios acompaña en el camino»

(7)       BENDECIRÉ al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
(8)       Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
(9)       Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena.
(10)     Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
(11)     Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.

Comentario
           
«Me refugio en ti». Estamos en un «Salmo de Confianza». El verso que funciona como introducción de todo el salmo da las dos claves fundamentales. En cuanto orante, en cuanto persona débil que sabe que necesita a Dios, el poema es una súplica: ‘Protégeme, Dios mío’. Pero, por la experiencia repetida que tiene, sabe que pude descansar en él porque no le va a fallar: ‘me refugio en ti’.
El orante, a lo largo del salmo, manifiesta públicamente que pone toda su confianza en el Señor (v. 2): ‘Yo digo al Señor, tú eres mi bien’. Dios es como el buen amigo que aconseja y a quien se consulta (v. 7). El creyente sabe que Dios no le va a fallar (v. 8). Confianza que alcanza incluso al riesgo real de la misma muerte (v. 10), con el convencimiento de que Dios le mostrará el camino de la vida proporcionándole una alegría perpetua (v. 11).
            «Confesión de fe». Comienza esta segunda parte con un solemne ‘yo digo’, que equivale a decir ‘yo creo’ o ‘yo confieso’. El objeto de esta confesión no es sino Dios mismo, verdadera y única roca en la que fundamentarse, verdadera riqueza que colma el corazón humano.
Por contraste el salmista opone los ídolos a Dios. Si bien no podemos saber a qué se refiere, sí que vemos cómo se trata en todo caso de palabras religiosas con trasfondo negativo: ídolos, libaciones. La historia de Israel está atravesada de episodios en los que los mismos reyes aceptan el sincretismo religioso según sus conveniencias (Salomón permite que sus mujeres introduzcan otros cultos), o rebajan las exigencias del Dios de la libertad y de la justicia (Elías se tiene que enfrentar con Jezabel y los profetas de Baal).
            (v.3) Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen’. Los ídolos, los diosecillos, cambian de nombre; pero la idolatría acompaña el caminar de la humanidad. La actualidad de esta acusación es indudable.
            No sólo se trata de falsos dioses, sino también de humanos que se enseñorean y pretenden ser dueños de las vidas ajenas. El humano, cuando pervierte su vocación de «ser hermano», se convierte en «tirano». El creyente se niega a aceptar otro señorío que no provenga del mismo Dios de Israel, el que creó al hombre libre y el que dio la libertad a su pueblo.
(v.5) El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano’. El orante proclama que sólo pertenece al Señor, usando un lenguaje levítico. A Leví no le toca ninguna tierra: ‘El Señor dijo a Aarón: Tú no recibirás herencia en su tierra ni tendrás una parte entre ellos. Yo mismo seré tu herencia y tu parte en medio de los hijos de Israel’ (Nm 18,20; cf Jos 13,14). Cuando se dividió la tierra se echaba a suertes usando unos dados metidos en una copa (Jos 13-21). A quien le tocaba un terreno sin piedras, y más aún si le tocaba una fuente, podía decir que le ‘gustaba su herencia’. El orante se identifica con el levita; ninguno de los dos tienen necesidad de copa, porque no desea un trozo de tierra, ya que ambos han recibido en suerte una realidad mayor, el Señor mismo, preferido a todo lo demás. Dios es para el orante la carne, el pan, el vino que le nutren y le dan fuerza y le hacen vivir. De esta forma el orante puede decir como otro salmista: ‘Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él’ (Sal 34,9).
«Dios acompaña en el camino». La respuesta del orante a esta presencia de Dios en su vida es la bendición.  Una bendición que es de todo su ser, de toda su persona, como diríamos hoy: entrañas, corazón, carne.
En esta segunda parte aparece la idea de un Dios que guía y acompaña en el camino de la vida: ‘me enseñarás el sendero de la vida’ (v. 11), se coloca ‘a la derecha’ para proteger (vv. 8 y 11). Dios va por delante mostrándole el camino, pero a la vez está a su derecha como consejero que no falla y soporte en los momentos más difíciles.
El Dios que sacó a Israel de Egipto y que le acompañó hacia la tierra prometida, es el mismo Dios que hizo el camino con los padres. Yahveh se revela con frecuencia en la Biblia no como el Dios que espera a que vayan a él, sino como el que se pone a caminar con su pueblo. Dios no ‘deja en la estacada’, o embarca a otros como el ‘capitán araña’, o ‘promete pero no da’. Es un Dios del que te puedes fiar. De forma inseparable a la confianza, va unida la alegría, repitiendo en dos versos las mismas palabras: ‘gozo y alegría’.  (vv 9 y 11)

Preguntas para la reflexión

(1) ¿Dónde pongo los fundamentos de mi confianza?
(2) ¿De dónde nacen los motivos de mi alegría?
(3) ¿Puedo decir con el salmista que Dios es mi heredad?
(4) ¿Considero a Cristo como ‘único bien’?


Pedro Ignacio Fraile Yécora
7 de Febrero de 2014