En nuestro peregrinaje vivimos de la confianza. Comparto con vosotros el comentario del salmo 16. Lo comparto, como siempre, por si os es útil.
¿DÓNDE CIMENTAMOS NUESTRA CONFIAZA?
(Salmo 16 [15 LXX y liturgia])
«Me refugio en ti»
(1b ) ¡Protégeme, Dios
mío, que me refugio en ti!
«Confesión de fe»
(2) YO DIGO al Señor: "Tú eres mi bien".
(3) Los dioses y
señores de la tierra no me satisfacen.
(4) Multiplican
las estatuas de dioses extraños;
no derramaré sus libaciones con mis
manos,
ni tomaré sus nombres en mis labios.
(5) El Señor es
el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano:
(6) me ha tocado
un lote hermoso, me encanta mi heredad.
«Dios acompaña en el camino»
(7) BENDECIRÉ al
Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye
internamente.
(8) Tengo siempre
presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
(9) Por eso se me
alegra el corazón,
se gozan mis entrañas y mi carne
descansa serena.
(10) Porque no me
entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción.
(11) Me enseñarás
el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu
presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.
Comentario
«Me refugio en ti». Estamos en un «Salmo de Confianza». El verso que
funciona como introducción de todo el salmo da las dos claves fundamentales. En
cuanto orante, en cuanto persona débil que sabe que necesita a Dios, el poema
es una súplica: ‘Protégeme, Dios mío’.
Pero, por la experiencia repetida que tiene, sabe que pude descansar en él
porque no le va a fallar: ‘me refugio en
ti’.
El orante, a
lo largo del salmo, manifiesta públicamente que pone toda su confianza en el
Señor (v. 2): ‘Yo digo al Señor, tú eres
mi bien’. Dios es como el buen amigo que aconseja y a quien se consulta (v.
7). El creyente sabe que Dios no le va a fallar (v. 8). Confianza que alcanza
incluso al riesgo real de la misma muerte (v. 10), con el convencimiento de que
Dios le mostrará el camino de la vida proporcionándole una alegría perpetua (v.
11).
«Confesión de fe». Comienza esta segunda parte con un solemne ‘yo digo’, que equivale a decir ‘yo creo’ o ‘yo confieso’. El objeto de esta confesión no es sino Dios mismo,
verdadera y única roca en la que fundamentarse, verdadera riqueza que colma el
corazón humano.
Por contraste
el salmista opone los ídolos a Dios. Si bien no podemos saber a qué se refiere,
sí que vemos cómo se trata en todo caso de palabras religiosas con trasfondo
negativo: ídolos, libaciones. La historia de Israel está atravesada de
episodios en los que los mismos reyes aceptan el sincretismo religioso según
sus conveniencias (Salomón permite que sus mujeres introduzcan otros cultos), o
rebajan las exigencias del Dios de la libertad y de la justicia (Elías se tiene
que enfrentar con Jezabel y los profetas de Baal).
(v.3) ‘Los
dioses y señores de la tierra no me satisfacen’. Los ídolos, los
diosecillos, cambian de nombre; pero la idolatría acompaña el caminar de la
humanidad. La actualidad de esta acusación es indudable.
No
sólo se trata de falsos dioses, sino también de humanos que se enseñorean y
pretenden ser dueños de las vidas ajenas. El humano, cuando pervierte su
vocación de «ser hermano», se convierte en «tirano». El creyente se niega a
aceptar otro señorío que no provenga del mismo Dios de Israel, el que creó al
hombre libre y el que dio la libertad a su pueblo.
(v.5) ‘El Señor
es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano’. El orante
proclama que sólo pertenece al Señor, usando un lenguaje levítico. A Leví no le
toca ninguna tierra: ‘El Señor dijo a
Aarón: Tú no recibirás herencia en su tierra ni tendrás una parte entre ellos.
Yo mismo seré tu herencia y tu parte en medio de los hijos de Israel’ (Nm
18,20; cf Jos 13,14). Cuando se dividió la tierra se echaba a suertes usando
unos dados metidos en una copa (Jos 13-21). A quien le tocaba un terreno sin
piedras, y más aún si le tocaba una fuente, podía decir que le ‘gustaba su
herencia’. El orante se identifica con el levita; ninguno de los dos tienen
necesidad de copa, porque no desea un trozo de tierra, ya que ambos han
recibido en suerte una realidad mayor, el Señor mismo, preferido a todo lo
demás. Dios es para el orante la carne, el pan, el vino que le nutren y le dan
fuerza y le hacen vivir. De esta forma el orante puede decir como otro
salmista: ‘Gustad y ved qué bueno es el
Señor, dichoso el que se acoge a él’ (Sal 34,9).
«Dios acompaña en
el camino». La respuesta del orante a
esta presencia de Dios en su vida es la bendición. Una bendición que es de todo su ser, de toda
su persona, como diríamos hoy: entrañas, corazón, carne.
En esta
segunda parte aparece la idea de un Dios que guía y acompaña en el camino de la
vida: ‘me enseñarás el sendero de la vida’
(v. 11), se coloca ‘a la derecha’
para proteger (vv. 8 y 11). Dios va por delante mostrándole el camino, pero a
la vez está a su derecha como consejero que no falla y soporte en los momentos
más difíciles.
El Dios que
sacó a Israel de Egipto y que le acompañó hacia la tierra prometida, es el
mismo Dios que hizo el camino con los padres. Yahveh se revela con frecuencia
en la Biblia no como el Dios que espera a que vayan a él, sino como el que se
pone a caminar con su pueblo. Dios no ‘deja en la estacada’, o embarca a otros
como el ‘capitán araña’, o ‘promete pero no da’. Es un Dios del que te puedes
fiar. De forma inseparable a la confianza, va unida la alegría, repitiendo en
dos versos las mismas palabras: ‘gozo y alegría’. (vv 9 y 11)
Preguntas para la
reflexión
(1) ¿Dónde pongo los
fundamentos de mi confianza?
(2) ¿De dónde nacen los
motivos de mi alegría?
(3) ¿Puedo decir con el
salmista que Dios es mi heredad?
(4) ¿Considero a Cristo
como ‘único bien’?