19 septiembre, 2024

Conferencia sobre la Iglesia y la Palabra de Dios en Zaragoza

 

El próximo día 25 de este mes de Septiembre, pronuncio una conferencia en Zaragoza con el título

"El papel de la Palabra de Dios en la Iglesia Sinodal".

Os adelanto el esquema, pensado en un 3x3


1. Sesenta años de la Dei Verbum (CVII).

1.1. Traducciones, recursos e iniciativas, Sínodo.

1.2. Documentos sobre la Palabra posterior a la DV: La Verbum Domini  

1.3. Una mirada crítica a la situación actual: ¿estancados o en marcha?


2. La Iglesia y la Palabra en un mundo distinto, cambiante, expectante

2.1. Hitos de la historia de la humanidad en estos sesenta años

2.2. Toma de pulso a la Iglesia: evangelización y Palabra de Dios

2.3. Fragilidad, riqueza y posibilidades de la Palabra de Dios 


3. Tres propuestas desde la Palabra de Dios

3.1. La palabra de Dios es una espada de doble filo (Heb 4,12). Centrarnos en la Palabra

3.2. ¿A dónde vamos a ir? Solo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,68). Volver a Jesús.

3.3. Algo nuevo está surgiendo ¿no lo notáis? (Is 43,18-19) No al derrotismo ni al victimismo

13 septiembre, 2024

HERACLIO Y LA DEVOLUCIÓN DE LA SANTA CRUZ. Fiesta de la Exaltación de la cruz (2024)

 (Este artículo lo publiqué en la revista "Tierra Santa. La revista de los Santos Lugares" (número 71 (884), Octubre de 2023)

La Iglesia católica romana celebra la cruz de Cristo en dos fechas del calendario litúrgico. La primera, el 3 de Mayo, hace fiesta centrada en la ‘Invención de la Santa Cruz’. La segunda, el 14 de septiembre, la ‘Exaltación de la Santa Cruz’. Ambas son populares, quizás la primera más aún, pues en muchas partes de España se conoce como ‘La cruz de Mayo’. Ambas fiestas tienen su origen, como no podría ser de otra forma, en Jerusalén. La primera, la ‘Invención de la Santa Cruz’, nos remite a Elena (Santa Elena para la Iglesia); madre del emperador Constantino que el año 318 visitó Jerusalén. Elena se había bautizado y fue al lugar donde había tenido lugar los acontecimientos de la muerte y resurrección del Señor. Elena preguntó por la cruz de su Señor, indagó, y la halló. La palabra  latina ‘inventio’ procede de ‘invenire’ (encontrar). Santa Elena ‘encontró’ la cruz de Cristo, el altar donde su Señor Jesús se entregó por amor a todos nosotros, a la gran humanidad. Una cruz ‘redentora’, valga la paradoja. Esta es la fiesta de la ‘Cruz de Mayo’. Queremos centrarnos en este artículo, sin embargo, en la fiesta de la ‘Exaltación de la Santa Cruz’, que se celebra el 14 de septiembre.

                            

El emperador bizantino Heraclio devuelve la cruz a Jerusalén. 

Retablo de la Iglesia parroquial de Blesa (Teruel). Museo de Zaragoza.

Jerusalén bizantina

A veces, de forma no consciente, cuando hablamos de Tierra Santa, hacemos un paréntesis entre la época romana pagana y el Islam. Parece como si en esos tres siglos de historia no hubiera habido nada. Ese error es muy común. Si leemos con detenimiento la historia de Tierra Santa, vemos cómo durante tres siglos floreció el cristianismo. Precisemos más: el emperador Constantino declara en el Edicto de Milán (313 d.C.) que el cristianismo es una ‘religio licita’, poniendo así fin a las persecuciones abiertas contra los que profesaban la fe de Cristo en la Iglesia. Años más tarde, el emperador Teodosio I, en el 392, publica el ‘Edicto de Constantionpla’, donde declarará que el cristianismo es la religión oficial del Imperio.

Dejando a un lado todas las implicaciones políticas, sociales, culturales, económicas y religiosas que esto supone (no es este el objeto de este artículo), que Tierra Santa forme parte del Imperio cristiano bizantino, es un factor decisivo. Santa Elena mandó derribar primero y construir a continuación, los templos paganos que había en Jerusalén y en Belén, edificados por los romanos. En Jerusalén allí donde había muerto Jesús, en el Gólgota, Adriano había mandado erigir una estatua de Venus Afrodita. En Belén, Adriano había mandado construir un templo dedicado a Tamuz-Adonis sobre la cueva donde había nacido Jesús. Cuando hoy se va a Tierra Santa, hay que explicar tanto la Basílica Constantiniana del Santo Sepulcro (no queda prácticamente nada), y la Basílica Constantiniana de Belén (se pueden ver los mosaicos del suelo, debajo de la actual basílica). El esplendor de la Iglesia en Tierra Santa, fomentada por el emperador Justiniano (483-565), que favorece el urbanismo de la ciudad, se ve en el Mapa de Madaba, donde aparecen lugares y ciudades que recuerdan la presencia cristiana. Un capítulo aparte en este mapa merece la ‘Hagia Polis Ierusalem’ (la Santa ciudad de Jerusalén), con sus basílicas e Iglesias. En el mosaico de Madaba, que dibuja la Jerusalén bizantina del siglo VI d.C., podemos ver el Santo Sepulcro de Constantino, Santa Sión (el Cenáculo), la Nea, las iglesias menores de la Probática, de Siloé, de San Pedro in Gallicantu… Jerusalén era un ciudad cristiana.

Las guerras de Bizancio contra Persia

Volvemos a la historia pasada. El emperador Constantino había trasladado su corte imperial y la capital del Imperio, de Roma a Bizas, una ciudad en el estrecho del Bósforo, entre Asia y Europa. Siguen siendo los ‘romanos’, pero el centro de poder y de decisiones ha cambiado: Bizancio (Bizas) es la ‘Nueva Roma’. Ahora desde la capital, los emperadores dirigen su imperio que se extiende por occidente y por oriente. Un imperio muy extenso que no pueden controlar, donde las fronteras son continuamente asaltadas por los pueblos vecinos. Para nuestra exposición, interesan dos fronteras: la oriental, con los persas sasánidas, y las del sur, con las tribus árabes. La frontera entre Bizancio y Persia acumuló décadas de permanentes guerras. Los historiadores hablan de la ‘guerra romano-persa’ entre 603 y 628. Tres emperadores bizantinos las protagonizaron: Mauricio, Focas y Heraclio.

A modo de resumen, podemos recordar que el siglo séptimo había comenzado de forma violenta en el imperio bizantino, desangrado por asesinatos de los emperadores reinantes, movimientos continuos de los generales en las colonias, que acababan en guerras civiles. El año 602 un militar de los Balcanes, de nombre Focas, se sublevó contra el legítimo emperador Mauricio y había alcanzado el título de Emperador. Débil y sin apoyos, Focas pronto empezó a tambalearse. La ocasión la aprovecha otro militar, Heraclio, de origen armenio, exarca de toda África, partidario del depuesto Mauricio. El año 608 se subleva en Cartago contra Focas, y envía contra el emperador una flota dirigida por su hijo, el joven general Heraclio, que comparte nombre con su padre. Heraclio entra en Constantinopla el año 610, con aclamación popular. El Imperio está muy debilitado por dos golpes de estado en ocho años, por las continuas guerras civiles y por la guerra abierta contra los persas que, iniciada el año 603, no tiene visos de terminar. Trazando un esquema cronológico, podemos dividir esta larga guerra en dos fases. Primero, la acometida persa, donde las tropas romano-bizantinas llevan la peor parte, entre el 604 y el 622, acumulando derrotas. En segundo lugar, la contraofensiva de los bizantinos, dirigidos por el emperador. Heraclio era militar, no hombre de corte. A diferencia de sus inmediatos predecesores, se pone al frente de sus tropas. El mismo entra personalmente en batalla. Los historiadores distinguen hasta seis campañas en las guerras de Heraclio contra los persas (622-625). El año 626, con un ejército exhausto, aún tendrá que hacer frente a un ataque conjunto de persas y ávaros contra la ciudad de Constantinopla, de la que saldrá una vez más vencedor.

Decíamos que el año 610 Heraclio se hace con el poder derribando al emperador Focas; el ejército bizantino acumula derrotas ante los persas y está desmoralizado. El empuje de los ejércitos del rey persa Cosroes II, dirigidos por  Shahrbaraz llega hasta Alejandría y se apodera de ella (619); previamente ha conquistado Siria (Damasco, 613) y Palestina (Jerusalén, 614). El general persa tras un asedio de veinte días, conquista la ‘Hagia Polis Ierosolyma’, año que queda imborrable en la historia de la ciudad. Los persas destruyen basílicas, iglesias y monasterios; aún se recuerda la matanza de monjes en la zona de Mamila, no lejos de la actual puerta de Jafa, y se llevan la cruz de Cristo como botín de guerra. Solo indultan la Basílica de la Natividad de Belén, sin saber bien por qué no lo hicieron. El ejército bizantino parece que no puede responder, pero el emperador Heraclio consigue reunir en Nicea lo mejor de sus tropas. Pasa de la defensiva al contraataque, sorprendiendo a los generales persas. Corría el año 622, el mismo año que Mahoma se subleva en el sur, en la península arábiga.

 Heraclio recupera la cruz de Cristo

Este año Heraclio emprende su campaña contra Persia, buscando al rey Cosroes II. En su persecución atraviesa Armenia; llega a la ciudad de Ganzak cerca de la cual se alzaba la ciudadela de Adharguschamp, la actual Tajt-e-Soleimán, en el Azerbayán iraní. Me detengo brevemente aquí porque nos interesa para nuestro argumento. Esta ciudadela acogía el ‘Templo del fuego de los guerreros’. Allí se encontraba uno de los tres templos de fuego de la religión zoroástrica. A este podía acudir solo la ‘clase guerrera’, y en particular la dinastía dominante. Este templo custodiaba el ‘trono astronómico’, un fabuloso artefacto que servía de mecanismo para calcular el tiempo y el movimiento de los astros. Sobre un trono de azurita, oro y plata, en torno al cual se movían astros y constelaciones, el rey Cosroes era representado como un dios. Heraclio conquistó la ciudadela y ordenó su destrucción.

Si ahora damos paso al libro ‘La Leyenda Dorada, de Santiago de la Vorágine, encontramos elementos afines, si bien no el mismo relato. La ‘Leyenda dorada’ explica que

«este monarca (Cosroes el persa), en su afán de que sus súbditos lo tuvieran por dios, hizo edificar una torre a base de oro, plata y piedras preciosas, colocó en el interior de la misma, imágenes del sol, de la luna y de las estrellas, e instaló en las inmediaciones de la fortaleza ciertos dispositivos mecánicos ocultos».



Fortaleza de Tajt-e-Soleimán (Irán)

Luego, Cosroes se hizo proclamar a sí mismo dios. ¿Por qué se ensañó Heraclio con esta fortaleza y la mandó destruir? ¿Quizá, como dicen las tradiciones llegadas hasta nosotros, porque allí el rey Cosroes había pretendido divinizarse, y porque, más aún, guardaba en esa fortaleza la cruz de Cristo que habían
robado sus tropas de Jerusalén? ¿Quizás en venganza por la destrucción de Jerusalén?

‘La Leyenda dorada’ continúa narrando lo que hizo Heraclio a continuación. No es un texto que se ciña a una cronología precisa, pero lo importante es lo que sigue:+

«Del trozo de la santa cruz se hizo él (Heraclio) cargo personalmente y lo trasladó a Jerusalén. Por cierto que, con ocasión del traslado a Jerusalén, ocurrió lo siguiente: el Rey, vestido con sus atuendos imperiales y cabalgando sobre su regio corcel, descendió por la ladera del Monte Olivete y llegó a la puerta por la que el Señor unos días antes de su Pasión había entrado en la ciudad; mas he aquí que cuando el emperador se disponía a pasar por aquella puerta, las piedras que formaban el arco de la portada se desmoronaron y por sí mismas formaron una especie de muro e impidieron el paso del monarca. (…) Apareció un ángel del Señor enarbolando en sus manos una cruz y diciendo: ‘Cuando el rey de los cielos poco antes de su pasión entró por esta puerta, no lo hizo con regio boato, sino modestamente, montado sobre un borriquillo y dando un claro y perpetuo ejemplo de humildad a todos los que pretenden considerarse discípulos suyos’. (…) El emperador, llorando, se apeó de su cabalgadura, se descalzó, se despojó de sus vestiduras imperiales (…), tomó nuevamente en sus manos el trozo de la Santa Cruz, se dirigió humilde a pie; y tan pronto como empezó a andar (…) el muro se desvaneció»

La información que nos proporcionan los historiadores y la narración que ha llegado hasta nosotros por medio de la ‘Leyenda dorada’, tiene algunos elementos en común, pero otros siguen en la penumbra. Es cierto que los persas sasánidas arrasan Jerusalén el año 614, y con la ciudad, toda la Tierra santa. Es cierto que los persas profesan la religión zoroástrica y que tenían tres grandes templos dedicados al fuego, donde se adoraba a la divinidad en sus manifestaciones estelares y cósmicas. Es cierto que Heraclio en persona iba al frente de sus tropas en las campañas militares y que mandó destruir esas fortalezas-templo. Ahora bien; en los estudios contrastados de los historiadores no hay información de que Heraclio abandonase sus campañas militares en Persia para ir en persona a devolver la cruz de Cristo. Algunos autores sitúan, sin embargo, esta peregrinación imperial a Jerusalén el año 630, una vez acabada sus campañas.

Heraclio, el primer cruzado

Faltan cuatro siglos aún para la primera cruzada. Sin embargo, Heraclio fue visto en algunos ámbitos posteriores como el ‘primer cruzado’, o el más grande de los héroes de la cristiandad por encima del mismo Carlomagno.  La historia nos dice que cuando le comunican a Heraclio, a punto de comenzar su campaña contra los persas, que se habían levantado en el sur del Imperio unas tribus árabes (Mahoma con sus seguidores) no le dio importancia. Abrimos un nuevo capítulo con sucesivas preguntas: ¿Heraclio conoció el naciente Islam? ¿Heraclio conoció a Mahoma? ¿Tuvo información de primera mano de lo que estaba sucediendo? Los datos de la historia son correosos: el año 622 Mahoma realiza su viaje de Medina  a La Meca (La Égira), con la que comienza el Islam. El año 630 Heraclio va a Jerusalén y devuelve la cruz de Cristo; los musulmanes no habían entrado aún en la ciudad. El año 632 muere Mahoma. El año 638 el califa Omar, segundo sucesor de Mahoma, entra en Jerusalén y la conquista. En el Corán se hace referencia a la derrota de los ‘Rum’, los ‘romanos’ o ‘bizantinos’ (Sura 30). Una leyenda islámica habla de una carta que le envió Mahoma a Heraclio para que reconociera a él como el ‘Sello de los profetas’ y al Islam como la última revelación. Según esta leyenda, Heraclio se hizo ‘musulmán’ de corazón, pero nunca abrazó la fe islámica por miedo a sus súbditos. Es, como podemos intuir, solo una leyenda.

La devolución de la Santa Cruz en el arte

No es muy frecuente encontrar la representación de Heraclio devolviendo la Santa Cruz a Jerusalén. Sin embargo, hay algunos ejemplos a destacar. No podemos por menos que citar la serie narrada sobre la Vera Cruz de los pintores Agnolo Gaddi (1179) o Piero della Francesca (1452-1466), frescos de la Capilla de San Francisco de Arezzo, en la Toscana.



En España destaca la obra de dos pintores de la corona de Aragón, que dedican a la devolución de la Santa Cruz una magnífica tabla gótico flamenca en el retablo de la iglesia parroquial de Blesa (Teruel). La obra pertenece a Miguel Jiménez y Martín Bernat y está fechada en 1481-1487. Hoy esta pintura se puede admirar en el Museo de Zaragoza.

En el Santo Sepulcro de Jerusalén, en la capilla de los Armenios, cuando se baja a la Capilla de santa Elena, encontramos una representación de esta devolución. A una parte de la capilla encontramos el bautismo del primer rey armenio, el año 303, por parte del obispo Gregorio el Iluminador. A la derecha vemos una pintura que presenta a Heraclio, con dos sacerdotes armenios (se les reconoce por sus vestiduras), que se acercan con la cruz a la ciudad de Jerusalén. En este caso, el monte del fondo, no puede ser otro, como bien podemos adivinar, que el monte Ararat. El Emperador Heraclio, quizá el primero de los cruzados, pudo tener un origen armenio.

23 julio, 2024

SABER Y CREER NO ESTÁN REÑIDOS. En la muerte de Florentino Díez, sacerdote y arqueólogo

 

Se nos ha ido de forma discreta, como fue toda su vida. Le recuerdo dirigiendo las excavaciones del “Galli Cantu” en Jerusalén, con inteligencia y pocas palabras, en el último quinquenio de los años 90. Lo recuerdo comprando albahaca (“nana”, en árabe) a las mujeres palestinas que ponen sus puestos de verduras en la Puerta de Damasco de Jerusalén. Le recuerdo reivindicando la presencia española en los descubrimientos del Monte Nebo, en el Memorial de Moisés, que el padre Michele Piccirillo había descubierto. Visitando una vez el lugar con él me dijo: «mira la foto del fondo». Allí estaba él, joven, con el equipo italiano, en la foto que testimoniaba el feliz descubrimiento.


Lúcido, valiente, adusto. Hombre de pocas palabras, las justas. Hombre incisivo cuando hacía falta, y claro, muy claro cuando había que decir la verdad. Recuerdo también cuando se enfrentó, dialécticamente y con argumentos, a una joven historiadora que pasaba por la Casa de Santiago de Jerusalén y repetía como un sonsonete el papel nefasto de la Iglesia Católica en las cruzadas. Florentino la supo poner en su sitio.

Buena parte de su vida científica la pasó excavando en Jerusalén. Florentino era un privilegiado. Excavó en el Santo Sepulcro, en la zona que se conoce como la “Gruta de Adán”. Años más tarde excavó en la colina que desciende desde el monte Sión hasta el Guijón, en lo que se conoce como “Palacio de Caifás”.


La primera excavación es fundamental. Algunos historiadores de la religión repiten una y otra vez que el cristianismo es una ‘religión del siglo IV’, y que el Santo Sepulcro responde a las creencias fanatizadas de santa Elena más que a la realidad. Florentino excavó debajo de la roca del Gólgota, y encontró unos lugares de culto de los tres primeros siglos que evidenciaban la presencia de la comunidad de Jerusalén en aquel lugar. El «Gólgota» sumaba otros argumentos históricos, a los ya existentes, para poner ante la mesa de los que cuestionaban la historicidad del lugar. Este trabajo lo publicó, siendo a día de hoy referencia para los estudiosos.

El caso de la Casa de Caifás es distinto. Las murallas actuales de Jerusalén son del siglo XVI, de Soleimán el Magnífico, pero no era el trazado de las murallas de la época de Jesús. Se supone que alguien tan importante como el Sumo Sacerdote, vivía en zona de «nivel alto», no con el pueblo bajo, y que además vivía «dentro del perímetro amurallado». Florentino excavó, estudió, encontró… pero desconozco (quizás algunos lo sepan), si Florentino ha publicado sus conclusiones antes de su muerte.

Florentino era religioso, Agustino, y estaba vinculado al Monasterio de El Escorial. Los últimos años de su vida los pasó en su convento de Salamanca. Allí lo fui a ver, hace años. Quise visitarlo porque hacía poco que había fallecido su amigo y mi amigo, José Antonio Marín, con quien tanto compartió en Jerusalén. Estuvimos un largo rato hablando, y nos despedimos.

La obra más conocida de Florentino es un “Guía a Tierra Santa”, modelo de trabajo serio y rigurosos. Otros muchos, yo entre ellos, nos hemos atrevido después de él a publicar también nuestra guía a los santos lugares. A modo de anécdota final, comentando con él que por qué no escribía más, comentó: «Solo ha que escribir cuando hay algo que aportar». Así era él. De pocas palabras. Amigo Florentino, que el Buen Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, en quien creíste, te dé el abrazo de la vida y de la paz. Descansa en paz.

 

Pedro Fraile

 

20 julio, 2024

PABLO DE TARSO. FUNDACION EDELVIVES. AGENCIA TECUM.

¿Conversión o vocación de San Pablo?


¿Quién es san Pablo? ¿Se convirtió como otro hombre cualquiera? ¿Por qué cambio toda su vida? «Para mí la vida es Cristo». Esta lúcida confesión de Pablo es el mejor reflejo que podemos encontrar de su experiencia personal y la mejor explicación de lo que le aconteció en la vida de san Pablo.
            San Pablo sabía que hubo un momento decisivo que le marcó, un «antes» y un «después». Este momento ha pasado a la historia de la fe cristiana como «el camino de Damasco». San Pablo habla en primera persona de su experiencia en dos ocasiones: primero usa el esquema de las vocaciones típicas del Antiguo Testamento en su carta a los Gálatas; más tarde, en Filipenses, usa categorías cercanas a la conversión tumbativa.
            El encuentro en el camino de Damasco no se puede reducir a una alucinación psicológica pasajera o a una nueva opción ideológica. Pablo lo va a describir con notas personales: es el encuentro con una persona, una persona que está viva y que, por tanto, tiene la capacidad de transformarle totalmente.
            La categoría que proponemos es, por tanto, la del «encuentro». Unos dicen que es una «conversión»; otros, que tendríamos que explorar más la línea bíblica de la vocación. Esta es la que yo quiero explorar en esta exposición. La vocación de san Pablo que, llevada hasta sus últimas consecuencias, hizo de él una persona nueva.
            El punto de partida van a ser dos textos paulinos, por tanto autobiográficos, en los que expone en primera persona lo que le aconteció. Los relatos de Hechos los vamos a considerar en segundo lugar, esto es, como foco de luz que nos sirvan para ver más clara aún la experiencia que nos narra Pablo.

1. El encuentro de Damasco como vocación (Gál 1,15-17)

Pero cuando Dios, que me había elegido desde el vientre de mi madre, me llamó por su gracia y me reveló a su Hijo para que yo lo anunciara entre los paganos, inmediatamente, sin consultar a nadie, en lugar de ir a Jerusalén a ver a los que eran apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y luego volví a Damasco (Gál 1,15-17).

            El esquema clásico bíblico para dibujar los pasos de una vocación es el de llamada y misión. La llamada suele ser explícita, viene de Dios, y suele incluir el nombre, una teofanía o experiencia profunda de Dios, con frecuencias las objeciones de la persona llamada, y por último la aceptación, el «hinneni».
            La misión es fundamental; si no hay misión no hay vocación. También en algunos textos encontramos la consagración.
            Es conveniente que tengamos en mente este esquema porque la vocación de Pablo sigue en parte este esquema y presenta algunas novedades.


1.1. Elegido desde el vientre materno


En los textos del Antiguo Testamento hay una serie de elementos que se repiten en la vocación. Encontramos la certeza de la llamada; con frecuencia Dios pronuncia el nombre del llamado o incluso lo cambia. La persona llamada también nos narra o nos intenta explicar qué ha pasado en su vida; es, aunque no sepa cómo explicarlo, la «huella de Dios».

Desde el vientre materno. Pablo tiene conciencia de haber sido elegido «desde el vientre de mi madre» (Gál 1,15). No estamos ante el caso de alguien que haya vivido de espaldas a Dios o que no haya vivido honestamente ante Dios. Es más, él es consciente de que su llamada no es fruto de un descubrimiento interno, sino de una llamada que Dios había previsto y preparado cuidadosamente. La llamada de Dios «desde el seno materno» la encontramos en dos grandes profetas del Antiguo Testamento. Primero en Jeremías:


“Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí;
antes que salieras del seno te consagré;
como profeta de las gentes te constituí” (Jer 1,5).

Posteriormente en el libro de Isaías, en el comienzo del segundo poema del «Siervo de Yahveh, el profeta remite su vocación a un tiempo inmemorial a la vez que  ínitmo.

“El Señor me ha llamado desde el vientre de mi madre,
desde el seno ha pronunciado mi nombre” (Is 49,1).

 

1.2. «Me llamó por su gracia» (Gál 1,15)

 

Nombre e Hinneni. Dios en el Antiguo Testamento no llama ‘a bulto’, sino que pronuncia el nombre de la persona. Podemos descubrir aquí el tacto de Dios con cada persona. El Dios bíblico, a diferencia de los dioses de otras religiones, insiste en lo personal, en que a cada uno hay que acercarse de distinto modo, porque somos únicos. Decir el nombre, y no decir «ey, tú, como te llames», es fundamental.

En el relato complejo que narra la orden por parte de Dios de matar al hijo de la promesa, Dios llama a Abrahán y él responde raudo y obediente con el bíblico «heme aquí», «aquí estoy», «ecce»,  «hinnení».[1]

“El Señor vio que se acercaba para mirar y lo llamó desde la zarza: "¡Moisés! ¡Moisés!". Y él respondió: «Hinnení» (Aquí estoy)” (Éx 3,4).

“El Señor lo llamó: "¡Samuel, Samuel’. Él respondió: «Hinnení» (Aquí estoy)”
(1 Sam 3,4).

Otras veces Dios cambia el nombre de la persona a la que llama en otras ocasiones tanto en el Antiguo (Abrahán, Sara, Jacob) como en el Nuevo Testamento (Pedro).

“No te llamarás Abrán, sino Abrahán, porque yo te constituyo padre de una multitud de pueblos” (Gén 17,5).

“Y el hombre añadió: «Tu nombre no será ya Jacob, sino Israel, porque te has peleado con Dios y con los hombres y has vencido» (Gén 32,29).

“Andrés encontró a su hermano Simón y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías» (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús le miró y dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa piedra)»” (Jn 1,42).[2]


La «correción» de Hechos: las preguntas fundamentales En el caso de Pablo, san Lucas nos narra hasta en tres ocasiones la vocación del apóstol, y en las tres insiste en que Jesús le llama por su nombre. «Saulo, Saulo».  Sin embargo no encontramos el  «hinnení» (Aquí estoy), sino dos preguntas. Una de Dios: ¿por qué me persigues? Otra de Pablo: ¿quién eres, Señor? Aquí, en las preguntas fundamentales, es donde Hechos se separa del esquema fundamental de toda vocación.

“En el camino, cerca ya de Damasco, de repente le envolvió un resplandor del cielo; cayó a tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»” (Hch 9,4; ver también Hch 22,7; 26,14).

San Lucas narra la vocación de san Pablo insistiendo en su condición de fariseo que odiaba con saña a la Iglesia, y cómo Cristo Resucitado sale a su encuentro y le cambia la vida. Muchos han querido explicar desde distintas disciplinas qué pasó allí. Sin embargo, la clave no está en las posibles explicaciones psicológicas, sino en su experiencia de Cristo Resucitado. Conocer a Cristo es lo único que puede cambiar la vida. Por eso la pregunta fundamental es «¿quién eres, Señor?». San Pablo perseguía un movimiento del que había oído hablar. Usaba toda su energía contra un grupo segregado del judaísmo que se percibía como peligroso a sus ojos, pero a Jesús no le «conocía».


¿Quién eres, Señor?: “En el camino, cerca ya de Damasco, de repente le envolvió un resplandor del cielo; cayó a tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Él preguntó: «¿Quién eres, Señor?» Y él respondió: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues.  Levántate y entra en la ciudad; allí te dirán lo que debes hacer» (Hech 9,3-9).

A esta pregunta fundamental, que encontramos en el primer relato, ¿quién eres?, que es en definitiva la que toda persona creyente se hace antes o después, san Lucas añade la segunda. Una vez que se acepta a Jesús, hay que preguntarse cómo influye en la vida, cómo y en qué cambia la vida: ¿qué debo hacer? Cuando se acepta a Jesús en la vida, todo cambia. O podemos decir lo mismo, sólo que al revés. Una persona que presume de ser cristiana pero que no tenga experiencia del paso de Dios en su vida, transformándole, no puede decir que haya encontrado a Jesús Vivo. El encuentro de Damasco es definitivo.

¿Qué tengo que hacer, Señor?“Los que estaban conmigo vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo dije: «¿Qué tengo que hacer, Señor?» Y el Señor me dijo: «Levántate y entra en Damasco; allí te dirán lo que debes hacer»” (Hch 22, 7-10).

Las objeciones. En los relatos de vocación del Antiguo Testamento encontramos las conocidas como «objeciones» por parte de la persona llamada. Las formulaciones son distintas, pero todas reflejan las dificultades reales que supone acoger la llamada de Dios.
El caso que mejor refleja esta serie de objeciones es el de Moisés. Hasta en cinco ocasiones le pone trabas a Dios.
1ª) “Moisés dijo a Dios: «¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar a los israelitas?»” (Éx 3,11).
2ª) “Moisés replicó a Dios: «Si me preguntan cuál es su nombre (el de Dios) ¿qué les responderé?»” (Éx 3,13).
3ª) “Moisés respondió: «No me creerán ni me escucharán; dirán que no se me ha aparecido Dios»” (Éx 4,1).
4ª) “Moisés dijo al Señor: «Pero Señor, yo no soy un hombre de palabra fácil. No lo era antes ni tampoco lo soy desde que tú me hablas; soy tardo en el hablar y torpe de lengua»” (Éx 4,10).
5º) “Moisés replicó: «Ay Señor, envía a cualquier otro»” (Éx 4,13).

Estas objeciones, si bien menos desarrolladas, las encontramos igualmente tanto en Jeremías como en Isaías. Jeremías objeta que es muy joven, e Isaías que es un pobre pecado. El primero dice “«¡Ah, Señor Dios, mira que yo no sé hablar; soy joven!»” (Jer 1,6). 

“Yo exclamé: «¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy hombre de labios impuros; vivo entre un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al rey, al Señor todopoderoso» (Is 6,5).

En san Pablo encontramos esta objeción en el tercer relato de la vocación que nos narra el libro del los Hechos de los Apóstoles. Pablo explica de nuevo su vocación con motivo de su presencia ante el rey Herodes Agripa. En este tercer relato, que presenta pequeñas variantes con los anteriores, nos fijamos en una frase extraña: «Es inútil que des coces contra la aguijada». ¿Qué quiere decir esto? ¿Puede ser que Pablo se empeñaba en no querer creer cuando la persona de Jesús Resucitado se le iba manifestando de forma incuestionable y decisiva? ¿Se puede alguien negar a la manifestación de Cristo Resucitado que subyuga y transforma interiormente? ¿La fe es una aceptación que cuando dejas de resistirte se apodera de toda la vida? ¿Merece la pena empeñarse en negar lo evidente?
Pablo, como un animal indócil, se revuelve y tira coces contra el amo que le azuza con la aguijada. Esfuerzo en vano, pues el amo hará que obedezca. Pablo luchó contra esta vocación, pero Jesús pudo más.

Duro es para ti dar coces contra el aguijón: “Todos caímos a tierra, y yo oí una voz que me decía en hebreo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Duro es para ti dar coces contra el aguijón». Yo dije: «¿Quién eres tú, Señor?». El Señor dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»” (Hch 26,14-15).

 


1.3. «Para que lo anunciara» (Gál 1,16).

 

La misión es fundamental en una experiencia de vocación. En el Antiguo Testamento la encontramos claramente tanto en Moisés, como en Isaías, como en Jeremías o en Amós. Dios le dijo a Moisés: “Anda; yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas” (Éx 3,10).

Isaías cuenta su experiencia: “Oí la voz del Señor, que decía: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?» Y respondí: «Aquí estoy yo, mándame a mí». Él me dijo: «Vete y dile a este pueblo»” (Is 6,8-9).

Jeremías quiere escaparse, pero Dios no le deja: “El Señor me respondió: «No digas: ¡soy joven!, porque adonde yo te envíe, irás; y todo lo que yo te ordene, dirás» (Jer 1,7).

También Amós nos dice que Dios le llamó sacándole de su vida ordinaria, y le envió a anunciar la palabra de Dios a su pueblo: “Amós dijo a Amasías: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta; yo soy boyero y descortezador de sicómoros. El Señor me tomó de detrás del rebaño, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo Israel»” (Am 7,14-15).

También San Pablo, en el relato de su vocación en primera persona que tenemos en Gálatas, nos dice él mismo en qué consiste esta misión: ‘(Dios me llamó) para que yo lo anunciara entre los paganos (Gál 1,16).
San Lucas, por su parte, en el tercero de los relatos de la vocación, el que tiene lugar ante Herodes Agripa II, pone en labios de Pablo la misión a la que le envía Jesucristo:

Levántate y ponte en pie; que me he aparecido a ti para hacerte ministro y testigo de lo que has visto de mí y de lo que te voy a mostrar.  Te voy a librar de tu pueblo y de los paganos, a quienes te enviaré  a abrirles los ojos” (Hch 26, 16-18).

Conclusión de la primera parte:

            1) San Pablo presenta su experiencia de encuentro con el Resucitado en Gálatas siguiendo el esquema bíblico de la vocación.
            2) Hay una diferencia fundamental. En los relatos de vocación Dios se desvela a sí mismo y su voluntad. En este relato Dios desvela (revela) a su Hijo.



2. El encuentro de Damasco como conversión (Filp 3,3-8)

2.2. Saber y conocer

El «saber/conocer» bíblico no es tanto intelectual, en el sentido de la adecuación de nuestro entendimiento con un objeto, de forma que podamos comprenderlo, describirlo e incluso modificar su definición. El «saber/conocer» del mundo bíblico tiene que ver con la experiencia, con el sentir y el tocar; con el palpar y experimentar; con la intimidad, con el hacer propio aquello de lo que se habla, se describe y se define. Adán «conoce» a Eva (Gén 4,1).  La vocación bíblica también se expresa en categorías de conocimiento: "Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí; antes que salieras del seno te consagré; como profeta de las gentes te constituí" (Jer 1,5).
Por otra parte el «saber/conocer» tiene que ver con el «reconocer», pues el hombre no se sitúa como espectador neutro, sino que se reconoce en la naturaleza, en la vida y en la historia bíblica. El ser humano se «sabe/reconoce»  pecador y se «sabe/reconoce» como criatura. Es un saber de saborear; de reconocer sabores; que pueden gustar o no.
El «saber/conocer/reconocer» bíblico no se puede entender sin Dios. A Dios se le conoce, porque se deja conocer, allí donde el hombre encuentra vida. Pero igualmente Dios no se deja «reconocer» en los ídolos y en todo lo que es anti Dios, anti creación, anti humano, anti histórico. A su vez el pecado es sinónimo de «desconocer -consciente o inconscientemente - a Dios».
San Pablo explora la significación del verbo «conocer» y le da un sentido nuevo. Ahora ya no se trata tanto de «conocer» el plan de Dios, como insisten los profetas del Antiguo Testamento, sino de «conocer a Cristo». Para Pablo es lo máximo; no hay otra sabiduría superior, ni otro conocimiento más excelso, ni otra posibilidad de alcanzar la salvación que Dios nos regala. En un texto famoso y brillante, que sigue siendo referencia para cristianos de todo el mundo, Pablo nos dirá que no hay nada, ni tesoros, ni oropeles, ni prebendas, ni honores, que puedan compararse al conocimiento de Cristo. Conocer a Cristo es amarle; amarle es seguirle; seguirle es dejar que tu vida deje de pertenecerte para que pertenezca a otro. Podemos decir con san Pablo: “Todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Filp 3,8).

 

2.2. El pecado es «no conocer» a Dios


¿Qué es el pecado? Me preguntó hace años una estudiante de teología. Hoy le diría, como Oseas, que es «no conocer a Dios». Este gran profeta, en el s. VIII, define el pecado de Israel en términos de «conocimiento». Dios se presenta como fiscal que en un juicio acusa a su pueblo:

“El Señor se querella contra los habitantes de esta tierra: no hay fidelidad ni amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra. Sólo perjurio y engaño, saqueo y robo, adulterio y violencia, sangre sobre sangre” (Os 4,1-2).

El pueblo es responsable, pues ha hecho experiencia de la liberación de Egipto; sabe cómo es y cómo actúa Dios. En el desierto la relación fue intensa y mutua, de forma que no se pueden excusar como si no supieran el uno del otro: “Yo soy el Señor tu Dios desde Egipto. No conoces a otro Dios fuera de mí, yo soy el único salvador. Yo te conocí en el desierto, tierra ardiente” (Os 13,4-5).
Un poco más adelante Jeremías, profeta del siglo VII-VI a.C.,  es testigo privilegiado tanto de lo que supone «no conocer» a Dios.

 “¡Mi pueblo es necio y no me conoce;  son hijos insensatos, no tienen inteligencia, diestros sólo para el mal, pero no saben hacer el bien!”(Jer 4,22).

En palabras muy duras, llega a identificar Jeremías la negativa a «conocer / reconocer» a Dios con la obstinación, que les hace culpables:

“Uno a otro se engañan, no se dicen la verdad, han acostumbrado su lengua a la mentira. Están pervertidos, son incapaces de cambiar. ¡Fraude sobre fraude! ¡Engaño sobre engaño! No quieren conocerme -dice el Señor-“ (Jer 9,5).

 

2.3. Compasión, amor y conocimiento de Dios


El capítulo segundo de Oseas es un poema hermoso y profundo sobre Dios. Dios no se deja engañar con ritos vacíos ni con ofrendas de objetos exteriores. El pueblo de Israel ha pecado gravemente desde que entró en la tierra. No se trata de un acto aislado, sino de una idolatría que se repite y que se quiere ocultar como si no pasara nada. Dios, por medio de Oseas, primero denuncia a Israel su esposa (Os 2,4-8). Su palabra parece revocar las promesas divinas: “no me compadeceré”(Os 2,6). En un segundo momento, como si hubiera arrepentido, decide ponerle obstáculos en el camino para que no pueda encontrar a sus amantes (Os 2,8-11). Sin embargo, resulta inútil, pues su corazón no cambia. En un tercer paso decide castigarla (Os 12-15). Ahora bien, en un giro inesperado, como si de otro poema distinto se tratara, Oseas dice «no, voy a volver a seducirla». Oseas ve que la solución está en volver al primer amor, al desierto, cuando la relación aún era de enamorados. El horizonte ya no es de castigo sino de esponsales.

Me casaré contigo para siempre,
me casaré contigo en la justicia y el derecho,
en la ternura y el amor; me casaré contigo en la fidelidad,
y tú conocerás al Señor” (Os 2,21-22).


3.4. La clave está en el «Conocimiento de Cristo»:

            En este segundo texto autorrevelador de san Pablo el apóstol no se fija tanto en la experiencia de la vocación cuanto en la de la conversión. Para ello responde a los que le acusan de que no es apóstol reivindicando tanto su vida pasado como su experiencia del resucitado:




Estamos orgullosos de Cristo Jesús, no poniendo nuestra confianza en algo humano.

Aunque yo sí podría confiar en lo humano; pues si alguno cree poder confiar en lo humano, más podría yo:

-        Fui circuncidado al octavo día;
-        soy del linaje de Israel;
-        de la tribu de Benjamín;
-        hebreo, hijo de hebreos y,
-        por lo que a la ley se refiere, fariseo;
-        por amor a la ley fui perseguidor de la Iglesia;
-        en cuanto a la justicia que viene del cumplimiento de la ley, irreprensible.

Pero todo lo que tuve entonces por ganancia, lo juzgo ahora pérdida por Cristo; más aún, todo lo tengo por basura ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor’ (Filp 3,3-8)

Una vida gastada en observancia de la Ley. Empieza con una alusión al sistema de valores que tenía antes de su encuentro con Jesús para afirmar que ha abandonado todo, incluso ha llegado a despreciarlo, y eso que estaba orgulloso de su condición de judío observante. Para Pablo la Ley de Moisés se ha reducido a un sistema de valores caduco e incapaz de lograr lo que pretende, la salvación. La suerte del ser humano no se juega en los títulos que haya conseguido o en el nivel social que haya logrado. Pablo es consciente de que él podría apelar a títulos humanos, pero eso no le interesa: “En lo que a mí respecta, tendría motivos para confiar en mis títulos humanos” (Flp 3,4).
Ganancia y pérdida. Los dos términos que contrapone son «ganancia» y «pérdida». ¿Qué gana Pablo con la nueva situación y que es definitivamente detestable para él? Pablo no juega en el campo de las cosas sin importancia, sino en el de la suerte última de la persona: esta batalla se juega en el corazón y en la inteligencia. Sabe que supone dar un giro radical a la vida y necesita saber bien por qué lo hace y en quién pone su nuevo fundamento:  “Pero lo que entonces era ganancia, ahora lo considero pérdida si lo comparo con el conocimiento de Cristo” (Flp 3,7-9).
De criterios ideológicos a encuentro personal. La nueva vida que abraza le obliga a distanciarse de sus certezas y decisiones espirituales. Pablo, como judío, es miembro del «pueblo elegido». Esto le da una situación de «seguridad espiritual». Está convencido de que su pueblo conoce la voluntad de Dios, que es «privilegio de Israel»: “Reveló su palabra a Jacob, sus leyes y decretos a Israel. Con ningún pueblo actuó así ni les dio a conocer sus decretos” (Sal 147,19-20).
Este sistema de valores era verdaderamente respetable pero, fruto de su conversión, lo ha rechazado ¿para adoptar otro sistema superior de valores? No, para adherirse a una persona: “Todo lo tengo por estiércol con tal de ganar a Cristo y vivir unido a Él” (Filp 3, 8-9). Pablo desea sobre todo «conocer a Cristo». El «conocer» no es una operación mental sino una relación personal. A continuación dice «ganar a Cristo». «Ganar» es un verbo significativo que demuestra que Pablo considera a Cristo su único tesoro. Pablo defiende su nueva postura religiosa. Vida unida a Cristo no en virtud de la Ley que es incapaz y provisional sino en virtud de la fe. “Vivir unido a Él con una justicia que no procede de la Ley, sino de la fe en Cristo, una justicia que viene de Dios a través de la fe” (Filp 3,9).
Dos tipos de «justicia». Pablo contrapone dos tipos de «justicia» (dikaiosûnê), o sea, dos formas de obtener la salvación. La de la Ley (Torah) se basa en una institución religioso-jurídica. El que la observa está convencido de que su cumplimiento hace que se sienta justo ante Dios. La persona se sitúa con orgullo ante Dios seguro de sus posibilidades.
La justicia que se obtiene por la fe se basa en una relación personal. Parte de un encuentro, de una entrega confiada. La persona sale de sí misma para entregarse obedientemente al otro. Se sitúa en actitud de pobreza y humildad. La verdadera justicia/salvación viene de Dios mediante la fe. Justicia no por la que nosotros somos justos sino la justicia de Dios que nos hace justos.
La nueva justicia que nace del encuentro. La conversión de san Pablo consiste en que descubre que la justicia fundada en la ley es incapaz de salvar porque tiene un error de base, de fundamentación, porque está basada en mis esfuerzos, en mis capacidades, en mis pretensiones, y no en Dios y en su misericordia gratuita. Pablo insiste  en que sólo por la fe y por la comunión/participación en sus padecimientos se puede llegara al verdadero conocimiento/relación en intimidad de Cristo. “De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su Resurrección” (Filp 3,10).

Conclusión:

1)     Filipenses marca un «antes» y un «después». El «antes» está marcado por los «méritos según lo humano», que pasan a ser «basura» ante la novedad que es Cristo resucitado.
2)     En ambos esquema, el de la vocación y el de la conversión el encuentro con Cristo ocupa el centro. En el primero como «revelación», en el segundo como «conocimiento personal».

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[1] Cf. también “Después de esto, Dios quiso probar a Abrahán y le llamó: ‘¡Abrahán, Abrahán’. Éste respondió: «Hinnení» (Aquí estoy)” (Gén 22,1).

[2] Cf. también “Jesús le respondió: «Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.  Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,17-18).