¿Conversión o vocación de San Pablo?
¿Quién es san Pablo? ¿Se convirtió como otro hombre cualquiera? ¿Por qué cambio toda su vida? «Para mí la vida es Cristo». Esta lúcida confesión de Pablo es el mejor reflejo que podemos encontrar de su experiencia personal y la mejor explicación de lo que le aconteció en la vida de san Pablo.
San Pablo sabía que hubo un momento decisivo que le marcó, un «antes» y un «después». Este momento ha pasado a la historia de la fe cristiana como «el camino de Damasco». San Pablo habla en primera persona de su experiencia en dos ocasiones: primero usa el esquema de las vocaciones típicas del Antiguo Testamento en su carta a los Gálatas; más tarde, en Filipenses, usa categorías cercanas a la conversión tumbativa.
El encuentro en el camino de Damasco no se puede reducir a una alucinación psicológica pasajera o a una nueva opción ideológica. Pablo lo va a describir con notas personales: es el encuentro con una persona, una persona que está viva y que, por tanto, tiene la capacidad de transformarle totalmente.
La categoría que proponemos es, por tanto, la del «encuentro». Unos dicen que es una «conversión»; otros, que tendríamos que explorar más la línea bíblica de la vocación. Esta es la que yo quiero explorar en esta exposición. La vocación de san Pablo que, llevada hasta sus últimas consecuencias, hizo de él una persona nueva.
El punto de partida van a ser dos textos paulinos, por tanto autobiográficos, en los que expone en primera persona lo que le aconteció. Los relatos de Hechos los vamos a considerar en segundo lugar, esto es, como foco de luz que nos sirvan para ver más clara aún la experiencia que nos narra Pablo.
1. El encuentro de Damasco como vocación (Gál 1,15-17)
Pero cuando Dios, que me había elegido desde el vientre de mi madre, me llamó por su gracia y me reveló a su Hijo para que yo lo anunciara entre los paganos, inmediatamente, sin consultar a nadie, en lugar de ir a Jerusalén a ver a los que eran apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y luego volví a Damasco (Gál 1,15-17).
El esquema clásico bíblico para dibujar los pasos de una vocación es el de llamada y misión. La llamada suele ser explícita, viene de Dios, y suele incluir el nombre, una teofanía o experiencia profunda de Dios, con frecuencias las objeciones de la persona llamada, y por último la aceptación, el «hinneni».
La misión es fundamental; si no hay misión no hay vocación. También en algunos textos encontramos la consagración.
Es conveniente que tengamos en mente este esquema porque la vocación de Pablo sigue en parte este esquema y presenta algunas novedades.
1.1. Elegido desde el vientre materno
En los textos del Antiguo Testamento hay una serie de elementos que se repiten en la vocación. Encontramos la certeza de la llamada; con frecuencia Dios pronuncia el nombre del llamado o incluso lo cambia. La persona llamada también nos narra o nos intenta explicar qué ha pasado en su vida; es, aunque no sepa cómo explicarlo, la «huella de Dios».
Desde el vientre materno. Pablo tiene conciencia de haber sido elegido «desde el vientre de mi madre» (Gál 1,15). No estamos ante el caso de alguien que haya vivido de espaldas a Dios o que no haya vivido honestamente ante Dios. Es más, él es consciente de que su llamada no es fruto de un descubrimiento interno, sino de una llamada que Dios había previsto y preparado cuidadosamente. La llamada de Dios «desde el seno materno» la encontramos en dos grandes profetas del Antiguo Testamento. Primero en Jeremías:
“Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí;
antes que salieras del seno te consagré;
como profeta de las gentes te constituí” (Jer 1,5).
Posteriormente en el libro de Isaías, en el comienzo del segundo poema del «Siervo de Yahveh, el profeta remite su vocación a un tiempo inmemorial a la vez que ínitmo.
“El Señor me ha llamado desde el vientre de mi madre,
desde el seno ha pronunciado mi nombre” (Is 49,1).
1.2. «Me llamó por su gracia» (Gál 1,15)
Nombre e Hinneni. Dios en el Antiguo Testamento no llama ‘a bulto’, sino que pronuncia el nombre de la persona. Podemos descubrir aquí el tacto de Dios con cada persona. El Dios bíblico, a diferencia de los dioses de otras religiones, insiste en lo personal, en que a cada uno hay que acercarse de distinto modo, porque somos únicos. Decir el nombre, y no decir «ey, tú, como te llames», es fundamental.
En el relato complejo que narra la orden por parte de Dios de matar al hijo de la promesa, Dios llama a Abrahán y él responde raudo y obediente con el bíblico «heme aquí», «aquí estoy», «ecce», «
hinnení».
“El Señor vio que se acercaba para mirar y lo llamó desde la zarza: "¡Moisés! ¡Moisés!". Y él respondió: «Hinnení» (Aquí estoy)” (Éx 3,4).
“El Señor lo llamó: "¡Samuel, Samuel’. Él respondió: «Hinnení» (Aquí estoy)”
(1 Sam 3,4).
Otras veces Dios cambia el nombre de la persona a la que llama en otras ocasiones tanto en el Antiguo (Abrahán, Sara, Jacob) como en el Nuevo Testamento (Pedro).
“No te llamarás Abrán, sino Abrahán, porque yo te constituyo padre de una multitud de pueblos” (Gén 17,5).
“Y el hombre añadió: «Tu nombre no será ya Jacob, sino Israel, porque te has peleado con Dios y con los hombres y has vencido» (Gén 32,29).
“Andrés encontró a su hermano Simón y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías» (que significa el Cristo). Y se lo presentó a Jesús. Jesús le miró y dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa piedra)»” (Jn 1,42).
La «correción» de Hechos: las preguntas fundamentales En el caso de Pablo, san Lucas nos narra hasta en tres ocasiones la vocación del apóstol, y en las tres insiste en que Jesús le llama por su nombre. «Saulo, Saulo». Sin embargo no encontramos el «hinnení» (Aquí estoy), sino dos preguntas. Una de Dios: ¿por qué me persigues? Otra de Pablo: ¿quién eres, Señor? Aquí, en las preguntas fundamentales, es donde Hechos se separa del esquema fundamental de toda vocación.
“En el camino, cerca ya de Damasco, de repente le envolvió un resplandor del cielo; cayó a tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»” (Hch 9,4; ver también Hch 22,7; 26,14).
San Lucas narra la vocación de san Pablo insistiendo en su condición de fariseo que odiaba con saña a la Iglesia, y cómo Cristo Resucitado sale a su encuentro y le cambia la vida. Muchos han querido explicar desde distintas disciplinas qué pasó allí. Sin embargo, la clave no está en las posibles explicaciones psicológicas, sino en su experiencia de Cristo Resucitado. Conocer a Cristo es lo único que puede cambiar la vida. Por eso la pregunta fundamental es «¿quién eres, Señor?». San Pablo perseguía un movimiento del que había oído hablar. Usaba toda su energía contra un grupo segregado del judaísmo que se percibía como peligroso a sus ojos, pero a Jesús no le «conocía».
¿Quién eres, Señor?: “En el camino, cerca ya de Damasco, de repente le envolvió un resplandor del cielo; cayó a tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Él preguntó: «¿Quién eres, Señor?» Y él respondió: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad; allí te dirán lo que debes hacer» (Hech 9,3-9).
A esta pregunta fundamental, que encontramos en el primer relato, ¿quién eres?, que es en definitiva la que toda persona creyente se hace antes o después, san Lucas añade la segunda. Una vez que se acepta a Jesús, hay que preguntarse cómo influye en la vida, cómo y en qué cambia la vida: ¿qué debo hacer? Cuando se acepta a Jesús en la vida, todo cambia. O podemos decir lo mismo, sólo que al revés. Una persona que presume de ser cristiana pero que no tenga experiencia del paso de Dios en su vida, transformándole, no puede decir que haya encontrado a Jesús Vivo. El encuentro de Damasco es definitivo.
¿Qué tengo que hacer, Señor?: “Los que estaban conmigo vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo dije: «¿Qué tengo que hacer, Señor?» Y el Señor me dijo: «Levántate y entra en Damasco; allí te dirán lo que debes hacer»” (Hch 22, 7-10).
Las objeciones. En los relatos de vocación del Antiguo Testamento encontramos las conocidas como «objeciones» por parte de la persona llamada. Las formulaciones son distintas, pero todas reflejan las dificultades reales que supone acoger la llamada de Dios.
El caso que mejor refleja esta serie de objeciones es el de Moisés. Hasta en cinco ocasiones le pone trabas a Dios.
1ª) “Moisés dijo a Dios: «¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar a los israelitas?»” (Éx 3,11).
2ª) “Moisés replicó a Dios: «Si me preguntan cuál es su nombre (el de Dios) ¿qué les responderé?»” (Éx 3,13).
3ª) “Moisés respondió: «No me creerán ni me escucharán; dirán que no se me ha aparecido Dios»” (Éx 4,1).
4ª) “Moisés dijo al Señor: «Pero Señor, yo no soy un hombre de palabra fácil. No lo era antes ni tampoco lo soy desde que tú me hablas; soy tardo en el hablar y torpe de lengua»” (Éx 4,10).
5º) “Moisés replicó: «Ay Señor, envía a cualquier otro»” (Éx 4,13).
Estas objeciones, si bien menos desarrolladas, las encontramos igualmente tanto en Jeremías como en Isaías. Jeremías objeta que es muy joven, e Isaías que es un pobre pecado. El primero dice “«¡Ah, Señor Dios, mira que yo no sé hablar; soy joven!»” (Jer 1,6).
“Yo exclamé: «¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy hombre de labios impuros; vivo entre un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al rey, al Señor todopoderoso» (Is 6,5).
En san Pablo encontramos esta objeción en el tercer relato de la vocación que nos narra el libro del los Hechos de los Apóstoles. Pablo explica de nuevo su vocación con motivo de su presencia ante el rey Herodes Agripa. En este tercer relato, que presenta pequeñas variantes con los anteriores, nos fijamos en una frase extraña: «Es inútil que des coces contra la aguijada». ¿Qué quiere decir esto? ¿Puede ser que Pablo se empeñaba en no querer creer cuando la persona de Jesús Resucitado se le iba manifestando de forma incuestionable y decisiva? ¿Se puede alguien negar a la manifestación de Cristo Resucitado que subyuga y transforma interiormente? ¿La fe es una aceptación que cuando dejas de resistirte se apodera de toda la vida? ¿Merece la pena empeñarse en negar lo evidente?
Pablo, como un animal indócil, se revuelve y tira coces contra el amo que le azuza con la aguijada. Esfuerzo en vano, pues el amo hará que obedezca. Pablo luchó contra esta vocación, pero Jesús pudo más.
Duro es para ti dar coces contra el aguijón: “Todos caímos a tierra, y yo oí una voz que me decía en hebreo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Duro es para ti dar coces contra el aguijón». Yo dije: «¿Quién eres tú, Señor?». El Señor dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»” (Hch 26,14-15).
1.3. «Para que lo anunciara» (Gál 1,16).
La misión es fundamental en una experiencia de vocación. En el Antiguo Testamento la encontramos claramente tanto en Moisés, como en Isaías, como en Jeremías o en Amós. Dios le dijo a Moisés: “Anda; yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas” (Éx 3,10).
Isaías cuenta su experiencia: “Oí la voz del Señor, que decía: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?» Y respondí: «Aquí estoy yo, mándame a mí». Él me dijo: «Vete y dile a este pueblo»” (Is 6,8-9).
Jeremías quiere escaparse, pero Dios no le deja: “El Señor me respondió: «No digas: ¡soy joven!, porque adonde yo te envíe, irás; y todo lo que yo te ordene, dirás» (Jer 1,7).
También Amós nos dice que Dios le llamó sacándole de su vida ordinaria, y le envió a anunciar la palabra de Dios a su pueblo: “Amós dijo a Amasías: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta; yo soy boyero y descortezador de sicómoros. El Señor me tomó de detrás del rebaño, diciéndome: Vete, profetiza a mi pueblo Israel»” (Am 7,14-15).
También San Pablo, en el relato de su vocación en primera persona que tenemos en Gálatas, nos dice él mismo en qué consiste esta misión: ‘(Dios me llamó) para que yo lo anunciara entre los paganos (Gál 1,16).
San Lucas, por su parte, en el tercero de los relatos de la vocación, el que tiene lugar ante Herodes Agripa II, pone en labios de Pablo la misión a la que le envía Jesucristo:
“Levántate y ponte en pie; que me he aparecido a ti para hacerte ministro y testigo de lo que has visto de mí y de lo que te voy a mostrar. Te voy a librar de tu pueblo y de los paganos, a quienes te enviaré a abrirles los ojos” (Hch 26, 16-18).
Conclusión de la primera parte:
1) San Pablo presenta su experiencia de encuentro con el Resucitado en Gálatas siguiendo el esquema bíblico de la vocación.
2) Hay una diferencia fundamental. En los relatos de vocación Dios se desvela a sí mismo y su voluntad. En este relato Dios desvela (revela) a su Hijo.
2. El encuentro de Damasco como conversión (Filp 3,3-8)
2.2. Saber y conocer
El «saber/conocer» bíblico no es tanto intelectual, en el sentido de la adecuación de nuestro entendimiento con un objeto, de forma que podamos comprenderlo, describirlo e incluso modificar su definición. El «saber/conocer» del mundo bíblico tiene que ver con la experiencia, con el sentir y el tocar; con el palpar y experimentar; con la intimidad, con el hacer propio aquello de lo que se habla, se describe y se define. Adán «conoce» a Eva (Gén 4,1). La vocación bíblica también se expresa en categorías de conocimiento: "Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí; antes que salieras del seno te consagré; como profeta de las gentes te constituí" (Jer 1,5).
Por otra parte el «saber/conocer» tiene que ver con el «reconocer», pues el hombre no se sitúa como espectador neutro, sino que se reconoce en la naturaleza, en la vida y en la historia bíblica. El ser humano se «sabe/reconoce» pecador y se «sabe/reconoce» como criatura. Es un saber de saborear; de reconocer sabores; que pueden gustar o no.
El «saber/conocer/reconocer» bíblico no se puede entender sin Dios. A Dios se le conoce, porque se deja conocer, allí donde el hombre encuentra vida. Pero igualmente Dios no se deja «reconocer» en los ídolos y en todo lo que es anti Dios, anti creación, anti humano, anti histórico. A su vez el pecado es sinónimo de «desconocer -consciente o inconscientemente - a Dios».
San Pablo explora la significación del verbo «conocer» y le da un sentido nuevo. Ahora ya no se trata tanto de «conocer» el plan de Dios, como insisten los profetas del Antiguo Testamento, sino de «conocer a Cristo». Para Pablo es lo máximo; no hay otra sabiduría superior, ni otro conocimiento más excelso, ni otra posibilidad de alcanzar la salvación que Dios nos regala. En un texto famoso y brillante, que sigue siendo referencia para cristianos de todo el mundo, Pablo nos dirá que no hay nada, ni tesoros, ni oropeles, ni prebendas, ni honores, que puedan compararse al conocimiento de Cristo. Conocer a Cristo es amarle; amarle es seguirle; seguirle es dejar que tu vida deje de pertenecerte para que pertenezca a otro. Podemos decir con san Pablo: “Todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Filp 3,8).
2.2. El pecado es «no conocer» a Dios
¿Qué es el pecado? Me preguntó hace años una estudiante de teología. Hoy le diría, como Oseas, que es «no conocer a Dios». Este gran profeta, en el s. VIII, define el pecado de Israel en términos de «conocimiento». Dios se presenta como fiscal que en un juicio acusa a su pueblo:
“El Señor se querella contra los habitantes de esta tierra: no hay fidelidad ni amor, ni conocimiento de Dios en esta tierra. Sólo perjurio y engaño, saqueo y robo, adulterio y violencia, sangre sobre sangre” (Os 4,1-2).
El pueblo es responsable, pues ha hecho experiencia de la liberación de Egipto; sabe cómo es y cómo actúa Dios. En el desierto la relación fue intensa y mutua, de forma que no se pueden excusar como si no supieran el uno del otro: “Yo soy el Señor tu Dios desde Egipto. No conoces a otro Dios fuera de mí, yo soy el único salvador. Yo te conocí en el desierto, tierra ardiente” (Os 13,4-5).
Un poco más adelante Jeremías, profeta del siglo VII-VI a.C., es testigo privilegiado tanto de lo que supone «no conocer» a Dios.
“¡Mi pueblo es necio y no me conoce; son hijos insensatos, no tienen inteligencia, diestros sólo para el mal, pero no saben hacer el bien!”(Jer 4,22).
En palabras muy duras, llega a identificar Jeremías la negativa a «conocer / reconocer» a Dios con la obstinación, que les hace culpables:
“Uno a otro se engañan, no se dicen la verdad, han acostumbrado su lengua a la mentira. Están pervertidos, son incapaces de cambiar. ¡Fraude sobre fraude! ¡Engaño sobre engaño! No quieren conocerme -dice el Señor-“ (Jer 9,5).
2.3. Compasión, amor y conocimiento de Dios
El capítulo segundo de Oseas es un poema hermoso y profundo sobre Dios. Dios no se deja engañar con ritos vacíos ni con ofrendas de objetos exteriores. El pueblo de Israel ha pecado gravemente desde que entró en la tierra. No se trata de un acto aislado, sino de una idolatría que se repite y que se quiere ocultar como si no pasara nada. Dios, por medio de Oseas, primero denuncia a Israel su esposa (Os 2,4-8). Su palabra parece revocar las promesas divinas: “no me compadeceré”(Os 2,6). En un segundo momento, como si hubiera arrepentido, decide ponerle obstáculos en el camino para que no pueda encontrar a sus amantes (Os 2,8-11). Sin embargo, resulta inútil, pues su corazón no cambia. En un tercer paso decide castigarla (Os 12-15). Ahora bien, en un giro inesperado, como si de otro poema distinto se tratara, Oseas dice «no, voy a volver a seducirla». Oseas ve que la solución está en volver al primer amor, al desierto, cuando la relación aún era de enamorados. El horizonte ya no es de castigo sino de esponsales.
“Me casaré contigo para siempre,
me casaré contigo en la justicia y el derecho,
en la ternura y el amor; me casaré contigo en la fidelidad,
y tú conocerás al Señor” (Os 2,21-22).
3.4. La clave está en el «Conocimiento de Cristo»:
En este segundo texto autorrevelador de san Pablo el apóstol no se fija tanto en la experiencia de la vocación cuanto en la de la conversión. Para ello responde a los que le acusan de que no es apóstol reivindicando tanto su vida pasado como su experiencia del resucitado:
‘Estamos orgullosos de Cristo Jesús, no poniendo nuestra confianza en algo humano.
Aunque yo sí podría confiar en lo humano; pues si alguno cree poder confiar en lo humano, más podría yo:
- Fui circuncidado al octavo día;
- soy del linaje de Israel;
- de la tribu de Benjamín;
- hebreo, hijo de hebreos y,
- por lo que a la ley se refiere, fariseo;
- por amor a la ley fui perseguidor de la Iglesia;
- en cuanto a la justicia que viene del cumplimiento de la ley, irreprensible.
Pero todo lo que tuve entonces por ganancia, lo juzgo ahora pérdida por Cristo; más aún, todo lo tengo por basura ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor’ (Filp 3,3-8)
Una vida gastada en observancia de la Ley. Empieza con una alusión al sistema de valores que tenía antes de su encuentro con Jesús para afirmar que ha abandonado todo, incluso ha llegado a despreciarlo, y eso que estaba orgulloso de su condición de judío observante. Para Pablo la Ley de Moisés se ha reducido a un sistema de valores caduco e incapaz de lograr lo que pretende, la salvación. La suerte del ser humano no se juega en los títulos que haya conseguido o en el nivel social que haya logrado. Pablo es consciente de que él podría apelar a títulos humanos, pero eso no le interesa: “En lo que a mí respecta, tendría motivos para confiar en mis títulos humanos” (Flp 3,4).
Ganancia y pérdida. Los dos términos que contrapone son «ganancia» y «pérdida». ¿Qué gana Pablo con la nueva situación y que es definitivamente detestable para él? Pablo no juega en el campo de las cosas sin importancia, sino en el de la suerte última de la persona: esta batalla se juega en el corazón y en la inteligencia. Sabe que supone dar un giro radical a la vida y necesita saber bien por qué lo hace y en quién pone su nuevo fundamento: “Pero lo que entonces era ganancia, ahora lo considero pérdida si lo comparo con el conocimiento de Cristo” (Flp 3,7-9).
De criterios ideológicos a encuentro personal. La nueva vida que abraza le obliga a distanciarse de sus certezas y decisiones espirituales. Pablo, como judío, es miembro del «pueblo elegido». Esto le da una situación de «seguridad espiritual». Está convencido de que su pueblo conoce la voluntad de Dios, que es «privilegio de Israel»: “Reveló su palabra a Jacob, sus leyes y decretos a Israel. Con ningún pueblo actuó así ni les dio a conocer sus decretos” (Sal 147,19-20).
Este sistema de valores era verdaderamente respetable pero, fruto de su conversión, lo ha rechazado ¿para adoptar otro sistema superior de valores? No, para adherirse a una persona: “Todo lo tengo por estiércol con tal de ganar a Cristo y vivir unido a Él” (Filp 3, 8-9). Pablo desea sobre todo «conocer a Cristo». El «conocer» no es una operación mental sino una relación personal. A continuación dice «ganar a Cristo». «Ganar» es un verbo significativo que demuestra que Pablo considera a Cristo su único tesoro. Pablo defiende su nueva postura religiosa. Vida unida a Cristo no en virtud de la Ley que es incapaz y provisional sino en virtud de la fe. “Vivir unido a Él con una justicia que no procede de la Ley, sino de la fe en Cristo, una justicia que viene de Dios a través de la fe” (Filp 3,9).
Dos tipos de «justicia». Pablo contrapone dos tipos de «justicia» (
dikaiosûnê), o sea, dos formas de obtener la salvación. La de la Ley (Torah) se basa en una institución religioso-jurídica. El que la observa está convencido de que su cumplimiento hace que se sienta justo ante Dios. La persona se sitúa con orgullo ante Dios seguro de sus posibilidades.
La justicia que se obtiene por la fe se basa en una relación personal. Parte de un encuentro, de una entrega confiada. La persona sale de sí misma para entregarse obedientemente al otro. Se sitúa en actitud de pobreza y humildad. La verdadera justicia/salvación viene de Dios mediante la fe. Justicia no por la que nosotros somos justos sino la justicia de Dios que nos hace justos.
La nueva justicia que nace del encuentro. La conversión de san Pablo consiste en que descubre que la justicia fundada en la ley es incapaz de salvar porque tiene un error de base, de fundamentación, porque está basada en mis esfuerzos, en mis capacidades, en mis pretensiones, y no en Dios y en su misericordia gratuita. Pablo insiste en que sólo por la fe y por la comunión/participación en sus padecimientos se puede llegara al verdadero conocimiento/relación en intimidad de Cristo. “De esta manera conoceré a Cristo y experimentaré el poder de su Resurrección” (Filp 3,10).
Conclusión:
1) Filipenses marca un «antes» y un «después». El «antes» está marcado por los «méritos según lo humano», que pasan a ser «basura» ante la novedad que es Cristo resucitado.
2) En ambos esquema, el de la vocación y el de la conversión el encuentro con Cristo ocupa el centro. En el primero como «revelación», en el segundo como «conocimiento personal».
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Cf. también “Después de esto, Dios quiso probar a Abrahán y le llamó: ‘¡Abrahán, Abrahán’. Éste respondió: «
Hinnení»
(Aquí estoy)” (Gén 22,1).
Cf. también “Jesús le respondió: «Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,17-18).