Cuando
un occidental, sea creyente o no, se pone a leer la Biblia, se pone las gafas
de «científico», «filósofo», «geógrafo» o «historiador». No lo pude evitar. Tiene una especie de «incapacidad congénita» para
no leer todo con el tic filosófico «verdad/mentira», o en términos asertivos «sí/no», o en términos
eléctricos «on/off», o en términos digitales «0/1». Las cosas «son o no son»;
«o funciona o no funciona»; o «esto es así, o no es así», decimos. Discúlpeme
el amable lector, pero el que se enfrenta a la Biblia con estos criterios va a
tener serias dificultades para comprender muchas páginas. Me podrá objetar que
la misma Iglesia católica ha sido la primera en enseñar este tipo de lectura
«historicista/cientifista»; es verdad: la Iglesia ha sido la primera en
insistir en que había que leer toda la Biblia, incluidas las páginas más
sorprendentes, con estos criterios «ad pedem litterae» (al pie de la letra). La
creación fue tal como se narra; el diluvio sucedió como dice el texto bíblico;
el paso del mar Rojo fue tal como leemos, con pelos y señales etc.
¿Dónde
está el meollo de la cuestión? Se trata de un nudo con varias caras. Una cara
es la del hombre moderno con espíritu científico que se ha preocupado por
formarse bien; no le puedes decir a una persona inteligente y culta que los
orígenes, tal como los relata la Biblia, hay que leerlos y aceptarlo sin
rechistar ni plantear ningún tema de discusión… porque estás haciendo que esa
persona recoja los bártulos y diga: «hasta aquí hemos llegado». Otra cara es la
del historiador que quiere hacer un relato seguido y coherente de la historia;
quiere desarrollar un discurso que tenga «cuerpo»; no se le puede decir que admita como «dato
histórico» incuestionable narraciones que son muchas veces tradiciones locales
hinchadas y desarrolladas. La cara del «geograficista» (¡toma neologismo o barbarismo!) preguntará al guía que le explica sesuda y profundamente un pasaje del evangelio : '¿pero fue aquí o no fue aquí?'. Está, por fin la cara del «filósofo rancio» que
llevamos todos (unos más y otros menos), que mira la vida con socarronería, con
gracejo escéptico, con distancia saludable; esta persona, a medio camino entre
la higiene de mente y la incredulidad que dan los años, dice: «tomémoslo todo
con moderación, sin demasiadas exageraciones ni estridencias».
La Biblia hay que
leerla intentando situarse en la misma onda en que fue escrita: una forma de
ver la realidad con sabor oriental: las cosas no siempre son como las vemos; la
verdad tiene muchos caminos para expresarse, no sólo el silogismo filosófico;
Dios no se puede reducir a un teorema; los sentimientos humanos caben
difícilmente en estereotipos de laboratorio; las experiencias que nacen del
corazón humano y que lo fundamentan están hechas de amor mezclado con barro; de
fuerza mezclada con ternura; de pasión mezclada con temor y temblor. El
misterio del corazón humano y de su relación con Dios se escapa de las hipótesis
y enunciados cientifistas e historicistas. El ser humano es historia narrada
con pasión por tres protagonistas: el hombre, Dios, y la vida que se vive.
Hay una imagen que
me encanta: la de la persona que está viendo pasar la vida y lo hace con paz
interior y con sensibilidad. En la zona del Moncayo, pueblos altos, adustos,
recónditos, entre Zaragoza y Soria, hay
una expresión que se repite y que he oído en varias ocasiones. Cuando le
preguntas a una persona, normalmente entrada en años, qué hace una tarde entera
sentada al sol, en un poyete, sin leer, ni coser, sino viendo cómo pasa ante
ella la vida dice con mucha gracia: «aquí estoy estándome». ¡Qué sabiduría!
¡Qué lejos está de las locuras, prisas, atropellos y ansiedad que nace del
«quererlo todo y quererlo ya»! Esa persona dice de forma entrañable algo que un
filósofo cínico griego, Diógenes, formuló hace muchos años; cuando le comunicaron
que estaba ante él Alejandro Magno, y
que le buscaba porque quería conocerle, le dijo al general invicto: «aparta,
que no me dejas ver el sol». También la Biblia conoce esta figura: Abrahán
«estaba sentado ante su tienda a la hora del calor« (Gén 18,1) cuando se le
aparecen los tres hombres que habían ido a visitarle (escena de Mambré). Los
italianos lo llamarían a esto el «dolce far’ niente». El sabio del Eclesiastés
diría que agobiarse por las cosas que no sacian ni pueden darte la felicidad es
«vanidad y caza de vientos».
La Biblia está
escrita con una sabiduría de siglos. Habla del corazón del ser humano y de
Dios; ambos, en la vida. Por eso, para leerla, no tenemos que renunciar a nuestros
criterios occidentales: primero porque sería un grave error que nos llevaría
fatalmente al fundamentalismo; luego porque los textos deben ser leídos con
criterios históricos y literarios. Sin embargo, tenemos que saber leerla con
las «gafas» de la inteligencia y del corazón; de la vida saboreada, de las
horas pasadas en compañía; de largos momentos en soledad; de ratos de oración
ante Dios y de escucha de los demás. Esta clave de «sabidurencia oriental» es
imprescindible para adentrarse en el mundo hermoso y siempre sugerente de la
Biblia.
Pedro Ignacio Fraile Yécora; 3 de Junio de 2013
Buscador Google: “Tierra Santa, Tierra de
Jesús con Pedro Fraile”.
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