La
primera vez que fui a Estambul, hace más de veinte años, me quedé con una foto
en mi memoria y con un sonido: el canto de los muecines desde los alminares de
Estambul. Yo salí corriendo a la terraza de la habitación del hotel y cerré los
ojos. Oía cómo, desde todos los puntos cardinales, con todos los tonos posibles
de la voz humana, con fuerza unos y con debilidad otros, todos… repito,
llamaban a la oración. Otras veces he escuchado ese mismo sonido, pero como
aquella vez, nunca.
En
todas las ciudades musulmanas se puede oír esta misma cadencia monótona,
intensa, agresiva y sedante a la vez. Me encanta también escuchar este canto en
los atardeceres plateados de Jerusalén o entre las montañas rosas de Petra.
Normalmente
no es un canto que moleste; más bien sorprende. Unos dicen: «si hiciéramos los
cristianos estos con las campanas, o con los altavoces… ¡cómo nos correría el
pelo!». Otros, más juicios dicen: «en una sociedad secularizada como la
nuestra, nos sorprende que se llame a toda la población a ponerse en actitud de
oración». Bueno, la llamada a la oración no es indiferente, sino que
«incordia».
La
llamada a la oración «incordia» porque el Islam es «incordiante», porque la fe
en Dios es «incordiosa», porque los que creemos «incordiamos». Hace muchos años
dijo un obispo español, hoy ya jubilado, que «el enemigo de la fe cristiana no
es el Islam, sino la increencia». Sé que a más de un lector de estas palabras
le sorprenderá esta declaración. No habían sucedido aún los atentados del «11 S»
en Nueva York, ni del «11 M» en Madrid. No habían enseñado sus belfos venenosos
la serpiente de Al-Qaeda… No sé qué diría hoy este buen hombre.
Yo
sostengo que tenemos más cosas en común los creyentes en Dios que los que
no creen en nada. Es verdad que hay unos
«lazos de humanidad» que a todos nos atan, creyentes con no creyentes: el «bien
hacer» y el «bien querer»; el ser «buena gente»; el «ser humano»… Pero hay unos
lazos más sutiles, menos evidentes, más íntimos, que no se identifican con el
fanatismo, sino con el «hondón del alma». Son los lazos de la fe en Dios.
Ir
a Turquía es ir a una tierra de contrastes religiosos. Lo que más sorprende a
los cristianos es que allí «maduró y cuajó» la fe cristiana, en una riqueza y
belleza sin parangón (credos, concilios…) ¡y que ahora está prácticamente
desaparecida! ¡No hay cristianos en Turquía! ¿Dónde han marchado? ¿Puede llegar
a desaparecer la fe? La Iglesia de Constantinopla sigue presente como minoría.
¿También seremos los cristianos un día, una minoría en esta vieja y cansada
Europa?
Turquía
tampoco es ejemplo de «credo musulmán». Junto a las hermosas Mezquitas, entre
las que destaca la «Mezquita azul», frecuentadas por personas de edad, podemos
observar cómo los más jóvenes miran con descaro y deseo el laicismo europeo.
No
se puede ir a Turquía y no entrar en la dinámica de la realidad religiosa del
hombre. No se puede cerrar los ojos ni los oídos a la huella de lo divino
impresa a fuego en el corazón humano,
como no se pueden cerrar los ojos al Bósforo, o no se puede ir a
Estambul y negarse a ir a Santa Sofía. Hay cosas que no se pueden hacer en
Turquía. Una de ellas es cerrarse al «recuerdo cordial e incordiante de Dios».
Pedro Ignacio Fraile Yécora
30 de Enero de 2014
http://pedrofraile.blogspot.com.es/
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