12 diciembre, 2025

DIEZ RAZONES PARA VIAJAR A EGIPTO

Acabo de llegar de un viaje a Egipto. He regresado ‘tocado’ y ‘motivado’. Es verdad que ya conocía el país por ocasiones anteriores, pero sin duda me ha vuelto a ‘envolver’ con su poderío histórico y arqueológico, su encanto natural, su cultura ancestral, sus preguntas inquietantes. Lo resumo en diez razones.

La primera razón para viajar a Egipto es sin duda porque hay que visitar la «tierra de los faraones» (1). La cultura faraónica es compleja, pues se extiende ampliamente en el tiempo y en el espacio. Desde los faraones de la primera dinastía (3100-2890 a.C.), hasta la famosa faraona Cleopatra VII (o simplemente Cleopatra, la amante de Marco Antonio), en el siglo I a.C. La riqueza inagotable de los monumentos, de todas las épocas, hacen que el historiador no pare de sorprenderse: las pirámides; los templos de Karnak y Luxor; de Edfú y Kom Ombo; de Abu Simbel, y otros muchos. Los obeliscos de una sola pieza, las ricas tumbas de los Reyes con sus bajorrelieves policromados. Dos mil años de arquitectura, de jeroglíficos, de dibujos polícromos esquemáticos… Los faraones siguen siendo un imán.



Inseparable de la anterior, como segundo motivo del viaje, es contemplar la riqueza del «imaginario egipcio» (2) único en el mundo: la escritura jeroglífica, la riqueza de símbolos tomados del cosmos (el dios sol), de la naturaleza (las aguas del Nilo y su fauna), el halo de enigma que se respira en cada una de las paredes llenas de historias que nos hablan de una civilización que nos ha precedido y que desapareció dejando sus huellas imborrables.

La «expresión artística singular» (3), propia del ser humano, se desarrolla a lo largo de los tiempos. En Egipto encontramos obras maestras insuperables. De las grandes construcciones arquitectónicas, como las pirámides o las salas hipóstilas de los Templos, a los detalles mínimos de las joyas. De los dibujos esquemáticos de los bajorrelieves policromados a la calidad, casi fotográfica, de los conocidos como “retratos de El Fayum”.




No se puede entender el mundo antiguo egipcio sin la «mitología politeísta» (4), distinta a todas las otras vecinas (babilónicas, cananeas y grecorromanas). El guía, de forma didáctica, narra y explica las narraciones de los dioses, de sus complejas relaciones, de sus conflictos internos y externos. Todas las mitologías son interesantes, pues todas tienen mucho de verdad, quieren responder a las grandes preguntas del ser humano sobre el origen de la vida, sobre el futuro que nos espera más allá de la muerte, sobre el peso de nuestros actos para entrar o no en una vida eterna. Los egipcios desarrollaron todo un mundo bello, interesante, y profundo a la vez. Los dioses Osiris, Isis, Horus…

Damos un paso más. Nos adentramos en el mundo de la «historia de las religiones» (5). El guía nos habla de Amenofis IV, llamado Akenaton. Es el “faraón hereje”. Su herejía consistió en que dio pasos decididos y valientes hacia el monoteísmo en un mundo politeísta, enfrentándose a los sacerdotes de la religión oficial politeísta. Fundó una ciudad (Tell el-Amarna). La correspondencia con otras civilizaciones (Cartas de Amarna, en tablillas cuneiforme, son de gran importancia para conocer el Próximo Oriente Antiguo). Fracasó, pero su intento no ha pasado al olvido de la historia de las religiones. ¿Podría ser el primer ‘monoteísta’ de la historia? ¿Podríamos pensar que Moisés, de cultura y educación egipcia, aunque hebreo de origen, tuvo influencia suya? Podría ser.



De Akenaton a Moisés, y de Moisés a «la Biblia» (6). Los faraones vivieron sin duda de espaldas a la Biblia. Son dos mundos distintos que no hay que mezclar. Pero sí podemos decir que en la Biblia la referencia a Egipto es fundamental: Abrahán bajó a buscar trigo por las hambrunas de Canaán; más tarde lo hizo Jacob, y allí su hijo José llegó a ser visir del faraón. Los hijos de Jacob son explotados y sufren esclavitud. Una intervención de Dios, por medio de Moisés, les libera: la Pascua, fiesta principal del judaísmo hasta el día de hoy, es la ‘liberación de la esclavitud’. Un fragmento de la estela del faraón Meren Ptah, que se conserva en el Museo Antiguo de El Cairo, recuerda que el faraón (innominado) intervino militarmente contra un clan al que denomina “Israel”. Siglos más tarde, cuando Jerusalén cae bajo los babilonios, parte de la población se refugió en Egipto: en la isla de Elefantina, en Asuan, hay restos de un pequeño templo que los hebreos levantaron a su llegada. Su importancia es que estos restos nos permitirían imaginar cómo pudo ser el primer templo de Jerusalén, del que los babilonios no dejaron piedra sobre piedra. La Biblia no se escribió en un solo siglo ni es obra de un solo autor. Es un libro largo, que recoge obras de distintos siglos, momentos históricos y, como se diría hoy, de distintas sensibilidades políticas y religiosas. El estudioso del texto bíblico tiene como referencia necesaria el texto de los Setenta. La comunidad judía de Alejandría, ciudad fundada por Alejandro Magno en el 332 a.C., no hablaba hebreo. Pide que les traduzcan los principales libros que se leían como Escritura en las sinagogas, de la lengua hebrea a la lengua griega. Según una leyenda (la Carta de Aristeas) este trabajo lo realizaron setenta sabios judíos durante setenta días (de ahí su nombre de “La Setenta”). Esta Biblia (o mejor, libros del Antiguo Testamento) en griego es fundamental para leer y comprender el Nuevo Testamento, escrito también en griego. Más aún; con mucha probabilidad el libro del Eclesiástico se escribió en Egipto, en los tiempos de mecenazgo cultural del rey Ptolomeo VII; muchos son los autores, también, que afirman que el último libro del Antiguo Testamento, el libro de la Sabiduría, fue redactado también en la ciudad alejandrina.

La Biblia es de todos y no es de nadie. Tiene una matriz hebrea, judía, indiscutible; pero tiene así mismo una segunda parte vinculada a ella, a raíz del acontecimiento de Jesús: el Nuevo Testamento. Es verdad que no podemos forzar los textos para llevarlos a nuestro argumento, porque la vida de Jesús se desarrolla en Galilea y Judea. Solo Mateo nos dice que, siendo un niño, Jesús viajó a Egipto, huyendo toda la familia de Herodes. Jesús es un “refugiado político”. Sin embargo, los «orígenes del cristianismo» (7) tienen raíces propias en esta tierra. La ciudad de Alejandría muy pronto acogió la predicación de los apóstoles, que ellos remontan a san Marcos. La Iglesia de Alejandría dio pronto muestras de tener pensamiento original, propio, no exento de polémicas. Se conoce como “teología alejandrina”, distinta de la “teología antioquena”, que nos remite a Antioquía, en Siria, otro de los centros donde nace y se desarrolla la Iglesia. El gran teólogo Orígenes (184-253 d.C.), era original de esta comunidad; a su vez, otro de los grandes pensadores que se adentraron en caminos divergentes, Arrio, pertenecía a esta Iglesia de Alejandría, aunque fuera de nacimiento libio. Cómo no, san Atanasio de Alejandría (328-373), defensor de la doble naturaleza de Cristo (humana y divina). La Iglesia de Egipto, los coptos (aegyptoi/kpt), representantes de los primeros cristianos de África, nos ha regalado una de las oraciones más antiguas a María; una oración que apareció en un papiro del siglo III: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios. No desoigas la oración de tus hijos necesitados. Líbranos de todo peligro, Oh siempre Virgen, gloriosa y bendita”.

El «monacato cristiano» (8) tiene varios puntos de nacimiento: Siria, Palestina y Egipto en Oriente, e Italia, con san Benito, en occidente. ¿Quién no ha oído hablar de san Antón? San Antón, o san Antonio Abad (251-356 d.C.), nació y murió en Egipto, dando lugar a un importante movimiento eremítico. La Tebaida, cuna del monacato cristiano, es testimonio vivo hoy de la vida ascética. San Antonio Abad y San Pacomio (fundador del monacato cenobítico) establecieron las primeras comunidades de ermitaños y monjes en el siglo IV, creando una tradición de vida ascética, oración y trabajo en soledad o en comunidad bajo una regla. Su espiritualidad ha llegado a nuestros días, recohgiendo sus experiencias en los «Apotegmas de los Padres del Desierto». 

El cristianismo en Egipto, además del unido en comunión a la gran Iglesia (Patriarcados de Alejandría, Antioquía y Roma), tiene «desarrollos distintos» (9). Solo a modo de ejemplo, podemos citar las comunidades gnósticas del Nilo, que nos regalaron en la ciudad de Nag Hammadi (1945) una colección de 13 manuscritos de textos desconocidos hasta la primera mitad del siglo XX: el «Evangelio de Tomás» y el «Evangelio de Felipe». No podemos olvidar la colección de papiros encontrados en Oxyrrinco, (actual El-Bahnasa) en distintas campañas (ss. XIX-XXI) que recoge textos antiguos grecorromanos, otros cristianos y otros bizantinos. Los estudiosos que quieren trazar el desarrollo del cristianismo en torno a las comunidades del Nilo, beben de las fuentes que siguen dando sus frutos abundantes en los desiertos que acompañan al río en su camino al Mediterráneo.


Egipto acogió muy pronto el «islam» (10). El año 642, las tropas del califa Omar llegaron a las tierras del Nilo con la bandera de la nueva fe monoteísta. La historia de Egipto nos habla de Saladino, que inaugura la dinastía ayubí poniendo fin a la fatimí. En la ciudad de El Cairo sigue en pie su fortaleza, en cuyo interior admiramos la Mezquita de Alabastro. Por fin, no podemos olvidar el Sultanato Mameluco de Egipto, que dirigió el país hasta la llegada de los franceses en 1798.   

Son diez razones para visitar Egipto. Puedes añadir otras muchas. Egipto es un destino para la cultura, la religión, la historia, y para conocer y amar a África.

 

Pedro Fraile