Hace
muchos años tuve una intuición que poco a poco iba confirmando conforme
estudiaba la Biblia. A todos nos ha pasado alguna vez pensar que «descubríamos
el Mediterráneo» y nos sentíamos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra
conquista; de repente una voz nos decía, entre humorística y tierna: «el
Mediterráneo hace muchos siglos que fue descubierto». Algo así me pasó cuando
estaba satisfecho con mi hallazgo de los «círculos concéntricos bíblicos» y pronto
llegué a la conclusión de que era algo sabido.
Para
muestra un botón. Para entenderlo un ejemplo; o mejor, dos ejemplos. Ya dediqué
uno de los artículos del blog a explicar el «ombligo del mundo» como una forma
muy humana y muy bíblica de autocomprenderse y de comprender la realidad. En el
fondo subyace esa manía humana de creer que «yo», o que «mi calle», o «mi
pueblo», o «mi monte», o «mi provincia», o «o mi nación» es el centro del
mundo. El que así piensa está convencido de que todo gira en torno a él. Este
es un problema generalizado, si bien ahora sólo me interesa su presencia en la
Biblia. Para los que escriben desde la mentalidad del Antiguo Testamento,
primero antes del exilio en Babilonia y más tarde a su regreso, el centro del
mundo está en el Monte Sión de Jerusalén. Allí, en su cima, el rey Salomón
erigió el Templo de Dios, donde reside su «Gloria» (primer círculo, el interior).
Este monte no está en cualquier ciudad, sino en la «Ciudad de Dios», Jerusalén
(segundo círculo, exterior). Jerusalén, a su vez, en el Israel postexílico, se
considera la «nación que Dios ha elegido como pueblo suyo» (tercer círculo,
exterior). Por último, Israel no es una nación cualquiera, sino que es el
«centro del mundo» (último círculo exterior que incluye a los otros).
Un
segundo ejemplo, en esta misma línea de «círculos concéntricos» lo podemos ver en
el Templo de Salomón, ubicado en la magnífica maqueta del Museo de Israel, en
Jerusalén. Explico que en el Templo de Salomón había «círculos» que pretendían
salvaguardar la «santidad de Dios». No podías acceder a Dios directamente, sino
que cada persona debía quedarse en su «círculo de pureza ritual». El «patio de
los gentiles» era el círculo externo: todos podían entrar allí, incluso los no
judíos: allí se podía comerciar con animales para el sacrificio diario y se
cambiaba dinero para poder llevar acabo esas compras. A continuación se pasaba
al «patio de Israel», tanto para varones como mujeres; eso sí, a condición de
que fueran del «pueblo elegido». Ahí no acaban las «separaciones», porque al
siguiente «círculo de pureza ritual» sólo pueden pasar los varones, ni siquiera
las mujeres de Israel pueden traspasar la línea divisoria (aquí es cuando las
mujeres me increpan, como si yo tuviera la culpa: «machistas, que sois todos
unos machistas», dicen. Yo como me lo sé de una vez para otra, me río). El
siguiente «círculo de pureza» ya no es ni siquiera para los varones, sino sólo
para los «sacerdotes», que sin duda tienen un «pedigrí» superior (cuchicheo en
los oyentes). Por último, el círculo final, está reservado para el «Sumo Sacerdote»,
que sólo puede entrar una vez al año al «Sancta Sanctorum», para pedir perdón
por sus pecados, primero, y por los pecados del pueblo después. El Sumo
Sacerdote, sabedor de que era un rito ineficaz, lo repetía año tras año en la
«Fiesta de la Expiación».
Cuando
parece que la buena gente de la peregrinación se queda como cariacontecida por
la explicación de los círculos, viene la guinda. ¿Habéis oído alguna vez en
Misa una lectura de la «Carta a los Hebreos» que casi nadie entiende? La gente
asiente con satisfacción, «sí, sí», dice. Yo les digo: «pues mirad, la Carta a los
Hebreos es el final de los “círculos de pureza ritual” para acceder a Dios. Nos
explica que Jesús entró una sola vez en el «Santo de los Santos»; no lo hizo
como el «Sumo Sacerdote», que sacrificaba animales para obtener el perdón de
Dios, sino que toda su vida entregada incluso hasta la muerte, por amor, obtuvo
para toda la humanidad el perdón de los pecados. Jesús «destrozó» los «círculos
concéntricos» de pureza ritual y nos metió en el corazón de Dios.
Pedro Ignacio Fraile Yécora. 28
de Mayo de 2013
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