21 enero, 2014

DIEZ RAZONES PARA IR A TURQUIA (Primera entrega)



Primera razón: la añoranza.
Segunda razón: las raíces
Tercera razón: la belleza.
Cuarta razón: las culturas
Quinta razón: la literatura
Sexta razón: las religiones
Séptima razón: el arte
Octava razón: el «gen bizantino»
Novena razón: los mares
Décima razón: la ciudad.

            Hace poco más o menos un año, escribí mis «diez razones para ir a Tierra Santa». Un año después escribo mis «diez razones para ir a Turquía». Son  dos «razonamientos» distintos, no equiparables. El primero desde las entrañas (¡el país de Jesús!, ¡el país de la Biblia!). El segundo desde el «hondón» en el que nos reconocemos.
            Voy a ir desgranándolas poco a poco. Me queda por delante el pequeño proyecto de ir justificándola una a una. No llevan un orden, sencillamente porque no sé cuál sería. Cada uno que haga el suyo; de esta forma, decidiendo cuál va primero y cuál después, «interactuamos».
            Primera razón: la añoranza. Recuerdo que en los estudios infantiles, en la clase de historia, nos explicaban que en 1453 se acababa la Edad Media y comenzaba la Edad Moderna. Yo nunca imaginé entonces lo que suponía aquel año: ‘la caída de Constantinopla’. El Imperio romano de oriente sucumbía ante el avance inexorable de los turcos otomanos, que imponían en la antigua tierra bizantina la religión del Islam. Cuando hoy vuelvo a Estambul, pienso: ¡Constantinopla! Su caída marcó una señal indeleble en la historia de Occidente. Ahora me gusta ver la ciudad e imaginarme la urbe constantiniana en su pequeña península bordeada por el «Cuerno de Oro», brazo de mar que se extingue en el continente, y el mar de Mármara que se prolonga en el Bósforo. Allí, en el Cuerno de Oro, los constantinopolitanos cerraron el puerto con una enorme cadena para que no entraran los barcos (no sirvió de nada). Allí Mehmet II, , el Conquistador, en la orilla europea del Bósforo, levantó una fortaleza para que los sitiados no recibieran tropas desde el Mar Negro. Allí los pocos «latinos» que había (genoveses y venecianos principalmente) no fueron suficientes para apoyar a los soldados del Emperador Constantino e impedir el asalto de la ciudad. Cayó la ciudad y cayó el bastión del Oriente Cristiano. Unos pocos románticos aún lloran la pérdida de Constantinopla.
            Segunda razón: las raíces. Hace unos años se debatió con fuerza en el parlamento de la UE la posibilidad de hacer una «Constitución Europea». El debate a brazo partido, que nunca se llegó a resolver, era el de las raíces. Había consenso en que Europa había nacido del derecho romano y de la filosofía y democracia griega, pero ¿Europa había nacido del cristianismo, de su concepto de libertad, de su concepto de dignidad del hombre? Recordemos que tanto Roma como Grecia eran «esclavistas»; la idea de que el ser humano tiene una dignidad inquebrantable porque está creado a «imagen y semejanza de Dios» es una idea bíblica; judía, por tanto, y cristiana también. Recordemos que la fuerza del «amor» como argamasa para construir un mundo nuevo, no es de la filosofía, sino del mandato de Jesús. En fin, la lectura política de la historia no siempre hace justicia; está con frecuencia demasiado «interesada».  
Volvamos al tema: ir a Turquía es ir a las raíces «griegas» y «cristianas» de Europa. Allí está Mileto, tierra de matemáticos y filósofos; Pérgamo, que nos regaló el concepto de «pergamino»; está Troya, de cuya guerra aún viven nuestros mitos… Pero está también Éfeso, donde evangelizó san Pablo y donde se proclamó que María es la «Theotokos», la «Madre de Dios», tal como rezamos en el «Ave María»; están las comunidades de las Iglesias del Apocalipsis; están los lugares donde se dio forma a nuestra fe católica: Nicea, Calcedonia… Están los Padres Capadocios que afinaron la fe católica sobre Dios, Uno y Trino…
            Tercera razón: la belleza. Turquía tiene una belleza poliédrica. Puedes quedarte extasiado viendo la naturaleza y viendo el arte. Unos se quedan boquiabiertos en las tierras de Capadocia, verdadero capricho de las erupciones volcánicas, modeladas por los vientos, y horadado por el ser humano: paisaje a veces lunar, a veces alegórica y sugerente; a veces pobre y casi miserable, otras veces lleno de evocaciones y ensueños: colores rojos, pardos, grises… Dentro de ellos, como si de un tesoro escondido se tratara, cientos de capillas y de iglesias cristianas desperdigadas… ¡y pintadas con primor! ¡Qué hermosura ver tallado en la roca, verdaderas capillas con los rostros bizantinos pintados, sobre roca y yeso, de Cristo, de María, de las escenas evangélicas! Aunque el viajero-peregrino no sea creyente, sólo puede exclamar: ¡qué exceso de belleza!
            Está la belleza de las ciudades enteras griegas, abandonadas a su suerte. El viajero que llega a Éfeso no puede por menos que quedarse con la boca abierta al poner imagen a la ciudad: su teatro levantado en la colina, con capacidad para una ciudad bulliciosa  y abierta al mar; su Biblioteca pública; sus calles, ágoras… Pero qué decir de Pérgamo, de Perge, de Aspendos, de Afrodisias, de Hierápolis…
            Está la belleza del Bósforo y del Cuerno de Oro. Atardecer en Constantinopla. Nos situamos en la Torre Gálata. Dejamos que la tarde vaya cayendo… El sol se refleja en las aguas del Cuerno, que de esta forma le dan nombre, «de oro», «dorado»… Oír el canto de los muecines en las mezquitas de la ciudad que, de una forma descompasada, pero armoniosa a la vez, llaman a la oración: ¡Dios es grande! ¡Dios, Dios, Dios…! En Estambul, como en todas las ciudades musulmanas, los minaretes recuerdan cinco veces al día que debemos levantar nuestro pensamiento y abrir nuestro corazón a Dios….  
(Seguirán las razones…)

Pedro Ignacio Fraile Yécora
Enero de 2014
http://pedrofraile.blogspot.com.es/




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