Primera razón: la añoranza.
Segunda razón: las raíces
Tercera razón: la belleza.
Cuarta razón: las culturas
Quinta razón: la literatura
Sexta razón: las religiones
Séptima razón: el arte
Octava razón: el «gen bizantino»
Novena razón: los mares
Décima razón: la ciudad.
Hace
poco más o menos un año, escribí mis «diez razones para ir a Tierra Santa». Un
año después escribo mis «diez razones para ir a Turquía». Son dos «razonamientos» distintos, no
equiparables. El primero desde las entrañas (¡el país de Jesús!, ¡el país de la
Biblia!). El segundo desde el «hondón» en el que nos reconocemos.
Voy
a ir desgranándolas poco a poco. Me queda por delante el pequeño proyecto de ir
justificándola una a una. No llevan un orden, sencillamente porque no sé cuál
sería. Cada uno que haga el suyo; de esta forma, decidiendo cuál va primero y
cuál después, «interactuamos».
Primera razón: la añoranza. Recuerdo
que en los estudios infantiles, en la clase de historia, nos explicaban que en
1453 se acababa la Edad Media y comenzaba la Edad Moderna. Yo nunca imaginé
entonces lo que suponía aquel año: ‘la caída de Constantinopla’. El Imperio
romano de oriente sucumbía ante el avance inexorable de los turcos otomanos,
que imponían en la antigua tierra bizantina la religión del Islam. Cuando hoy
vuelvo a Estambul, pienso: ¡Constantinopla! Su caída marcó una señal
indeleble en la historia de Occidente. Ahora me gusta ver la ciudad e
imaginarme la urbe constantiniana en su pequeña península bordeada por el
«Cuerno de Oro», brazo de mar que se extingue en el continente, y el mar de
Mármara que se prolonga en el Bósforo. Allí, en el Cuerno de Oro, los
constantinopolitanos cerraron el puerto con una enorme cadena para que no
entraran los barcos (no sirvió de nada). Allí Mehmet II, , el Conquistador, en
la orilla europea del Bósforo, levantó una fortaleza para que los sitiados no recibieran tropas desde el Mar Negro. Allí los pocos «latinos» que había (genoveses y
venecianos principalmente) no fueron suficientes para apoyar a los soldados del
Emperador Constantino e impedir el asalto de la ciudad. Cayó la ciudad y cayó
el bastión del Oriente Cristiano. Unos pocos románticos aún lloran la pérdida
de Constantinopla.
Segunda razón: las raíces. Hace unos
años se debatió con fuerza en el parlamento de la UE la posibilidad de hacer
una «Constitución Europea». El debate a brazo partido, que nunca se llegó a
resolver, era el de las raíces. Había consenso en que Europa había nacido del
derecho romano y de la filosofía y democracia griega, pero ¿Europa había nacido
del cristianismo, de su concepto de libertad, de su concepto de dignidad del
hombre? Recordemos que tanto Roma como Grecia eran «esclavistas»; la idea de
que el ser humano tiene una dignidad inquebrantable porque está creado a
«imagen y semejanza de Dios» es una idea bíblica; judía, por tanto, y cristiana
también. Recordemos que la fuerza del «amor» como argamasa para construir un mundo
nuevo, no es de la filosofía, sino del mandato de Jesús. En fin, la lectura
política de la historia no siempre hace justicia; está con frecuencia demasiado
«interesada».
Volvamos al
tema: ir a Turquía es ir a las raíces «griegas» y «cristianas» de Europa. Allí
está Mileto, tierra de matemáticos y filósofos; Pérgamo, que nos regaló el
concepto de «pergamino»; está Troya, de cuya guerra aún viven nuestros mitos… Pero
está también Éfeso, donde evangelizó san Pablo y donde se proclamó que María es
la «Theotokos», la «Madre de Dios», tal como rezamos en el «Ave María»; están
las comunidades de las Iglesias del Apocalipsis; están los lugares donde se dio
forma a nuestra fe católica: Nicea, Calcedonia… Están los Padres Capadocios que
afinaron la fe católica sobre Dios, Uno y Trino…
Tercera razón: la belleza. Turquía
tiene una belleza poliédrica. Puedes quedarte extasiado viendo la naturaleza y
viendo el arte. Unos se quedan boquiabiertos en las tierras de Capadocia,
verdadero capricho de las erupciones volcánicas, modeladas por los vientos, y
horadado por el ser humano: paisaje a veces lunar, a veces alegórica y
sugerente; a veces pobre y casi miserable, otras veces lleno de evocaciones y ensueños: colores rojos, pardos, grises… Dentro de ellos, como si de un
tesoro escondido se tratara, cientos de capillas y de iglesias cristianas
desperdigadas… ¡y pintadas con primor! ¡Qué hermosura ver tallado en la roca,
verdaderas capillas con los rostros bizantinos pintados, sobre roca y yeso, de
Cristo, de María, de las escenas evangélicas! Aunque el viajero-peregrino no
sea creyente, sólo puede exclamar: ¡qué exceso de belleza!
Está
la belleza de las ciudades enteras griegas, abandonadas a su suerte. El viajero
que llega a Éfeso no puede por menos que quedarse con la boca abierta al poner imagen
a la ciudad: su teatro levantado en la colina, con capacidad para una ciudad
bulliciosa y abierta al mar; su
Biblioteca pública; sus calles, ágoras… Pero qué decir de Pérgamo, de Perge, de
Aspendos, de Afrodisias, de Hierápolis…
Está
la belleza del Bósforo y del Cuerno de Oro. Atardecer en Constantinopla. Nos
situamos en la Torre Gálata. Dejamos que la tarde vaya cayendo… El sol se
refleja en las aguas del Cuerno, que de esta forma le dan nombre, «de oro»,
«dorado»… Oír el canto de los muecines en las mezquitas de la ciudad que, de
una forma descompasada, pero armoniosa a la vez, llaman a la oración: ¡Dios es
grande! ¡Dios, Dios, Dios…! En Estambul, como en todas las ciudades musulmanas,
los minaretes recuerdan cinco veces al día que debemos levantar nuestro
pensamiento y abrir nuestro corazón a Dios….
(Seguirán las razones…)
Pedro Ignacio Fraile Yécora
Enero de 2014
http://pedrofraile.blogspot.com.es/
No hay comentarios:
Publicar un comentario