Me
cae muy bien Messi. Me parece un hombre hábil, humilde, tímido. No le gusta
provocar. Me podréis decir que qué pasa con el fraude a Hacienda. Es verdad; me
parece que aún falta la sentencia. No entramos. Messi es un buen futbolista,
quizás el mejor en muchos lustros. Pero es de «carne», es de «barro». La semana
pasada un periódico deportivo (he quitado intencionadamente el nombre de la
publicación para no tener problemas) jugaba con el nombre de Dios y con el
número de su camiseta, el 10, y titulaba: «D10S ha vuelto». No ha pasado una
semana y nos dicen todos los medios deportivos que «Messi se ha lesionado de
cierta gravedad»; por lo menos, durante todo el año que resta, el 2013, no lo
vamos a volver a ver dándole patadas a la pelota en un estadio de fútbol. Yo no
he creado el titular. Me lo dan, y lo comento.
Yo
me pregunto: «Si D10S-Messi ha vuelto» y si «Messi se ha lesionado», entonces,
¡Dios se ha lesionado! Una vez más volvemos al «quid» de la cuestión: no se
puede identificar impunemente a Dios con los dioses. Los «dioses», nos recuerda
la Biblia en el sueño del rey Nabucodonosor (Dan 2,31-45), pueden estar hechos
de oro y plata; pueden estar adornados con piedras preciosas; pero los dioses
«tienen los pies de barro». Messi no es un Dios; tampoco creo que se crea ser
un «ídolo»; no le pega. Messi es «un adamita», hecho de barro… ¡con aliento
divino, como todos los hombres y mujeres creados!, como nos recuerda el libro
del Génesis. Somos «barro enamorado», como dice el poeta, pero somos «de
barro».
Hace
muchos años un buen hombre me dijo: «si el hombre no adora a Dios, acaba
adorando lo que no es Dios; incluso a los animales». Es verdad. El ser humano
tiene un corazón hecho para ilusionarse y soñar; para encandilarse y abrazar;
para seguir y confesar; para defender e incluso para dar la vida por aquello
que se quiere. El ser humano tiene un corazón hecho para adorar. Si no se adora
a Dios se adorará una «bandera» (de un país, nación o partido); unos «colores»
(de un equipo deportivo o de un partido político); un cantante, un líder
político o espiritual, o un deportista. Por ellos se grita y se vocifera, se
hacen viajes imposibles, se pagan cantidades astronómicas, se pasan noches y
días en vela por una entrada, se llega a las manos o incluso a más… Y son
diosecillos con pies de barro… ¡que se lesionan! ¡que se rompen! ¡que se
mueren!
Los
ídolos tienen que alimentarse: no comen cualquier cosa ni viven en cualquier
casa, ni se mueven como el resto de los mortales. Devoran bienes. Los pobres y
desgraciados mileuristas quitan unos cuantos euros del sueldo para verlos en el
estadio, o en los «conciertos» de cualquier lugar del mundo. No «ven» más allá
de sus escuálidas economías con tal de tener lo último o de haber estado «allí»
oyendo, cantando, tocando o rozando al ídolo. Es muy cara adorar a los ídolos.
No
aprendemos. Cada generación crea sus propios ídolos (empezando por la
generación de Israel en el desierto, que ya se hizo su «becerro de oro») y
nosotros, los sesudos y escépticos ciudadanos del siglo XXI, que como el
protagonista de un poema machadiano había decidido «no creer en nada»,
nosotros… creamos nuestros ídolos y los adoramos.
Volvamos
a lo esencial. Sólo Dios es Dios. Sólo a Dios se puede adorar: «No adoréis a
nadie más que a él», cantamos y creemos; creemos y cantamos. El corazón humano
busca motivos para vivir y personas a quien seguir. Debemos, sin embargo, estar
precavidos: Dios no se lesiona; Dios no se cansa; Dios no tiene que volver,
porque no se va.
Pedro Ignacio Fraile
Yécora
12 Noviembre de 2013
http://pedrofraile.blogspot.com.es/
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