Un buen amigo
me dice que el estilo de mis artículos es «periodístico» y que mis escritos son
«apologéticos». La primera palabra es un elogio… ¿y la segunda? La segunda, que
parece un insulto o un «palabro», ha tenido siempre su función en la sociedad.
La «apología» tiene que ver con la «defensa», o mejor con la «defensa
argumentada» de valores o principios filosóficos, morales y religiosos. Si es
así, tampoco me importa ser un «apologeta». Mi blog lleva el nombre de
«peregrino» porque los que vamos por la calle con los ojos abiertos nos fijamos
en las personas que se cruzan con nosotros (o nosotros con ellas, dependiendo
de la perspectiva de quien habla); detenemos nuestra mirada crítica e irritada
en las calles sucias; vemos con preocupación el aumento de mendigos que han
renacido en un número nunca visto en nuestras calles; nos paramos a leer los
carteles que convocan al gran público a un poco de todo: desde fiestas salvajes
interminables sin normas de ningún tipo, hasta cursos de meditación impartidos
por un gurú innombrable que acaba de llegar a la ciudad y que nadie conoce, o
la humilde y sentida petición de ayuda de un inmigrante que busca trabajo, que
puede planchar y cuidar ancianos. Todo es objeto de la mirada del peregrino.
En este último
fin de semana (de viernes a domingo), o sea tres días, he estado con amigos en momentos,
lugares y circunstancias muy distintas. Los tres habían asistido a unas bodas. Entre
ellos no se conocían ni fue un tema buscado adrede; salió en la conversación porque
ellos lo sacaron. Son de ambientes sociales diversos. No doy más pistas.
Las tres
tenían en común que eran «postcristianas», que las familias de los novios –o al
menos de alguno de los dos- eran profundamente religiosas y católicas, y que
hicieron ritos alternativos. Vayamos por partes. Una se celebró en el
pre
pirineo aragonés; la otra en la cuna de la Castilla del Cid; la tercera en
un lugar del norte de Francia en una antigua abadía que hoy pertenece a manos
privadas.
Las tres
tenían en común que no hubo sacramento del matrimonio, pero sí hubo «rito». Los
ritos no son de nadie, son de la cultura. Escanciar un buen vino es un rito: se
reúne un grupo de personas, se abre la botella, se echa al escanciador, se
huele y se lleva un poco a la boca, se pone cara de circunstancias…; preparar
una buena paella tiene su rito: se hace al fuego con leña, solo la puede hacer
uno, el maestro; él va echando los ingredientes, se enfada si alguien quiere
meter mano o echar más sal…, es un rito. Las personas necesitamos los «ritos»;
un ganador de una competición no recibe su medalla por correo, sino que suena
un himno, la llevan en bandejas, y alguien que dicen que es importante se la
pone al cuello. Hay muchos ritos, y entre ellos algunos son «ritos religiosos».
Las tres bodas tuvieron un «ritual»: es imprescindible que alguien presida,
anime o dirija; los gestos necesitan de unas palabras oportunas y acertadas,
etc. Pues bien, en las fotos de una de estas bodas me enseñaron una mesa a guisa
de altar, con manteles y con una copa de cristal (¿de vino, de cava?); el
presidente de la ceremonia iba vestido de arlequín (sí, sí… de colores verdes y
rojo, con campanillas y gorro); delante de él los novios, alrededor los
invitados. En otra el presidente leyó la ley civil correspondiente, y unos
amigos hicieron llorar a los presentes contando sus andanzas de adolescentes y
jóvenes. En la tercera hubo lecturas cristianas, poemas hindúes y pensamientos
filosóficos; música selecta y hasta una bendición.
Las tres
tenían en común que las novias iban vestidas como manda la tradición (de
blanco), al menos en dos de las tres; se había habilitado un sitio ad hoc y que el espacio celebrativo no
era un templo cristiano: jardines, piscinas, campo…
Resumiendo: tres
bodas de antiguas familias cristianas (padres y abuelos), donde los
hijos/nietos optan (porque quieren), por la celebración ritual y el compromiso
civil pero no por el sacramento. Tres bodas donde se reproduce un esquema en
muchos casos tomado de la Iglesia, pero donde Dios se da por descontado, como
en una fiesta donde hay personas que ni están ni se les espera. Dios parece
formar parte del «bagaje obsoleto» de los tiempos pasados.
Quiero
expresar decididamente mi aprobación del amor de dos personas; de la libertad
que tienen para tomar decisiones tan importantes como son el día de su boda:
cómo quieren vivir con sus personas queridas este hecho tan fundamental. No lo
cuestiono.
¿De qué quiero
hablar? De algo más sutil, que quizá se nos escapa: del sacramento. Al menos
del sacramento cristiano de unos bautizados. La fe es un don precioso, que se
nos presenta y que a acogemos o no; que quizá hoy no acogemos y que de aquí a
unos años buscamos con ansiedad, queriendo recupera el tiempo perdido; un don que
un día lo defendíamos con orgullo y decisión pero que hoy nos cuesta. Pero es
un don, que no todos acogen. Respeto máximo por los que no creen y por los que
buscan a Dios. También, por supuesto, por los que creen.
La pregunta se
vuelve a nosotros, los cristianos. Algunos con los que comentaba esto (el hecho
evidente de unos hijos de cristianos que rechazan el sacramento) decían con
palabras llenas de tristeza, que se entendían perfectamente: ¿qué hemos hecho
mal? La respuesta es… Nada. Nada hemos hecho mal. No se puede culpabilizar a
padres/madres, a abuelos/abuelas, profundamente creyentes, de que sus hijos no
se sientan llamados, es más, impelidos, a pedir el sacramento a la Iglesia.
Culpabilización malsana, nunca; reflexión lúcida, sí.
Yo me vuelvo a
lo importante, a lo que merece la pena. ¿Cómo es nuestra experiencia de Dios? ¿La
vivimos de forma que otros, hijos y nietos, vecinos y allegados, digan, ‘qué
suerte tiene fulanito/a de ser creyente? ¿La comunicamos con sana normalidad o
la escondemos para que no nos tachen de «bichos del pasado»? Cuando uno cree en
Dios y lo vive con paz y alegría, ni lo va escondiendo, ni pide perdón por ser
creyente. Tampoco agobia a nadie, ni «da la vara» hasta hacerse insoportable.
¿Cómo podemos
hacer visible, cálido, deseable para tanta buena gente, el don precioso de la
presencia sanadora y amorosa de Dios en el sacramento del matrimonio? ¿O acaso nos
conformamos con decir que con tal de que sean buenos chicos y de que se
quieran, ya basta, aunque no haya sacramento, que total no es para tanto? Más
aún, ¿qué sabríamos decir nosotros del valor del sacramento que un día
celebramos y que vivimos?
Ante una
realidad emergente, como es el de las bodas no religiosas, pero que se sirven
de ritos con referencias religiosas inequívocas (lecturas, músicas, palabras
sentidas, gestos, símbolos); ante una realidad emergente como es la de que los
hijos/sobrinos/nietos de grandes y convencidos cristianos no quieren el
sacramento, no podemos dejar de preguntarnos. ¿Cómo vivimos nosotros, los que
nos confesamos cristianos, esta presencia real, no virtual; este vínculo
religioso, no sentimental; este encuentro salvador con Cristo, no símbolo
neutral, que es el sacramento?
Los cristianos
no deberíamos tanto quejarnos, que a veces se nos va la fuerza por ahí, cuanto
redescubrir que tenemos la preciosa tarea de hacer presente, en la vida, en la
calle, y en la celebración vital de los sacramentos, a Cristo vivo.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
6 de Septiembre de 2016
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