No sé a quién se le ocurrió el título de «quinto evangelio», pero sin duda fue una feliz ocurrencia. Hoy en día se repite bien como cosecha propia bien como «título feliz» para comenzar una charla o un coloquio sobre Tierra Santa. No tengo nada que objetar; es sin duda una buena adquisición; pero vayamos más adelante, no nos quedemos ahí.
En uno de los últimos viajes oí del sacerdote que nos acompañaba la
expresión, no menos feliz, «paisaje y paisanaje», para referirse al país de
Jesús. El paisaje es el propio del mediterráneo: olivos, vid e higuera son los
tres árboles que un buen israelita debe cultivar. A los tres podemos añadir los
campos de cereal, y los ganados principalmente ovinos. No es difícil para el
guía hacer caer en la cuenta de esos textos evangélicos que tan bien conocemos:
«salió el sembrador a sembrar, y parte cayó en camino, entre zarzas o en tierra
buena…»; o «Jesús tuvo hambre y fue a una higuera a comer». Más aún, Jesús dice
«Yo soy el buen pastor que da la vida por las ovejas», o también «yo soy la vid
verdadera». Esto, sin embargo, no emociona ni llama poderosamente la atención.
Lo más «llamativo», lo que más llega al corazón del peregrino, es el Lago de
Tiberíades y el poblado de Nazaret. El primero engancha, como si de un imán se
tratara. Unos dicen: «El lago, donde predicó Jesús». Otros, «estamos viendo el
mismo paisaje que vio Jesús, sin que nadie lo haya cambiado». Otros se imaginan
a Jesús en la barca de Pedro y a los habitantes del lugar corriendo la voz
diciendo hacia dónde se dirigía el maestro. El segundo paisaje que más llega es
el poblado de cuevas de Nazaret. Después de recordar que Nazaret era una
población desconocida en el Antiguo Testamento (no sale nunca), la atracción se
vuelve sobre las cuevas. ¡Jesús, María y José vivían en unas grutas! Sí, grutas
pequeñas, con una sola habitación, donde toda la familia convivía. La pobreza
de Jesús no era una «pose» para quedar bien, una «puesta en escena». Jesús,
María y José eran pobres, como lo eran todos los habitantes de Nazaret.
Recordamos a Natanael de Caná, cuando escéptico pregunta: ¿de Nazaret puede
salir algo bueno?
El segundo término, «paisanaje», evoca rostros, historias, memorias,
identidades mezcladas y decantadas con dolor y orgullo en la misma medida.
¿Quiénes son los habitantes que nos encontramos cara a cara? ¿Qué queda hoy de
los habitantes de Galilea, de los paisanos de Jesús, tras múltiples guerras,
destrucciones, mezclas de población, deportaciones y emigraciones? Primero, con
la población autóctona galilea, se mezclaron los romanos con sus tropas
mercenarias de todo el mediterráneo; luego vinieron los brillantes y exquisitos
bizantinos, con los oropeles de Constantinopla; de su mano, los armenios de las
montañas del Cáucaso. Más tarde las tropas musulmanas de los califas del
desierto de Arabia, incorporando el árabe como lengua y el Islam como religión
expansiva; llegaron los rudos cruzados de Francia, Inglaterra, Alemania,
Hungría… ¡incluso normandos! El dominio musulmán trajo a los egipcios y nubios
de mano de los sultanatos fatimíes y mamelucos; los turcos impusieron durante
siglos su imperio. Llegaron los griegos y los serbios con la Iglesia ortodoxa…
Por fin, la omnipresente Inglaterra dejando su «impronta british» reconocida
por doquier. Tras ellos la diáspora judía que regresa a Israel: judíos de
Rusia, de Argentina, de Marruecos, polacos… en una lista interminable ¿Qué
queda de los judíos que condenaron a muerte a Jesús? ¿Qué quedan de los habitantes
de Nazaret, de Cafarnaún?
Tierra Santa es un crisol donde se mezclan razas, costumbres, lenguas,
ritos… Algunos peregrinos quieren saber quiénes son los «verdaderos
palestinos», los que tienen «pedigrí», como si de un ejercicio de pureza
racial, de reivindicación de legitimidad se tratara. El camino que quieren
seguir es el de la «pureza límpida, incontaminada, íntegra, reluciente». Sin
embargo, en Tierra Santa se aprende que esta no es la pregunta, ¿quiénes son
los descendientes de los galileos y belemitas de la época de Jesús?. Jesús es
para todos. Jesús disfrutaría viendo a tanta gente de tantas razas y culturas.
La humanidad es Adán. Adán es la humanidad. Cristo es el Nuevo Adán. Cristo no
rechaza, sino que abraza a esta gran humanidad, que es la suya. Pedro Ignacio
Fraile Yécora.
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