Este domingo pasado, día
13 de Septiembre, nos reuníamos en la parroquia del zaragozano barrio de
Valdefierro para despedir a Pascal. Tras varios años entre nosotros, Pascal
regresa a su Corea natal. Esto, siendo muy importante, porque la gente de la parroquia
se volcó con él en señal de agradecimiento, no es lo que hoy quiero contar.
La vida precede al
pensamiento. El testimonio tiene mayor valor que las ideas. No quiero exponer
una reflexión más o menos juiciosa, más o menos densa sobre las distintas
religiones y sus interconexiones, siempre complejas y con frecuencia
difuminadas a fuerza de forzarlas (valga la expresión). Quiero hablar de la
experiencia del ser humano, del humano religioso.
Pascal es un converso.
Esto es decir mucho y no decir nada. En la historia de la Iglesia hay conversos
como Pablo de Tarso, que era un judío intachable y correoso, hasta que se
encontró con Jesucristo y le cambió la vida (de perseguidor a su máximo
anunciador). Pedro era un hombre generoso que quería ser «el mejor discípulo», «el
más aventajado», hasta que se rompió y lloró después de decir que no conocía
Jesús; su conversión fue del voluntarismo a la humildad. Agustín de Hipona era
un «pagano-filósofo-brillante», que buscaba la verdad, hasta que la descubrió
en Dios y se entregó por completo a él. Francisco de Asís era un «pieza», el
más juerguista entre los jóvenes acaudalados de la ciudad medieval italiana, y
dejó todo para casarse con la «hermana pobreza» siguiendo a Jesús. Ignacio de
Loyola dejó las armas y la carrera militar para entregarse por completo a la
causa de Jesús. Teresa de Ávila llevaba tiempo de carmelita en el convento
hasta que cambió por completo su vida. Edith Stein pasó de ser
«filósofa-atea-judía» a ser «carmelita descalza» asesinada por los nazis en un
campo de concentración por ser judía. La historia de las conversiones son muy
distintas y muy personales. Todas tienen en común un encuentro con el Dios
personal, con el Dios que se manifiesta en Jesús, «camino, verdad y vida».
Pues bien, nuestro amigo
Pascal era un joven budista inquieto, piadoso, que se quedó «fuera de juego»
cuando le hablaron de un Dios personal. La divinidad no era el vacío, la nada,
la despersonalización, sino todo lo contrario. Dios era historia llena,
plenitud colmada, persona que busca y abraza: Dios no es soledad fría, sino
amor cálido. Pascal se quedó conturbado y perdido, desnortado y marcado por el
signo a fuego de Dios… hasta que se entregó a él. Tras su bautismo en la
Iglesia católica y años de formación, Pascal entendió que Dios le llamaba al
ministerio sacerdotal y estudió para ser sacerdote. Se ordenó en Zaragoza, en
el Pilar.
En una de las
conversaciones que tuve con él me decía: «No entiendo a los europeos. Ellos
tienen a Cristo y muchos lo dejan para buscar el budismo. Yo he abandonado el
budismo cuando encontré a Jesucristo». Dicho de otra forma: nosotros tenemos al
Dios personal que se nos da en la historia de la humanidad, del pueblo de
Israel y de forma definitiva en Jesús… Un Dios con rasgos y con rostro humano,
un Dios persona y personal, y resultad que ahora muchos europeos (entre los que
se encuentra buen número de españoles), dejan atrás a Jesús para buscar la
divinidad sin rostro, sin historia.
Hace poco un teólogo
español, que no pasa precisamente por ser «conservador», sino más bien todo lo
contrario, escribía y decía poco más o menos esto: la fe cristiana es una fe fundada
en la historia que mira al futuro; los cristianos no podemos buscar una
espiritualidad que renuncie a nuestra identidad de religión personal y se
entregue a la búsqueda del Dios-nada-vacío-no persona. Aviso para caminantes.
Gracias Pascal por tu
testimonio y tu experiencia de Jesús que cambió toda tu vida.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
17 de Septiembre de 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario