Lo primero de todo, la
anécdota real. Ayer por la mañana fui a misa con mi esposa a una parroquia de
la costa de la provincia de Barcelona. Era la misa de niños. Una misa muy bien
preparada, con muchos niños que estuvieron muy atentos, que intervinieron
haciendo una representación del evangelio antes de la homilía, que contestaban
sabiendo qué decían a las preguntas del sacerdote, que cantaron mucho… La
Iglesia estaba llena y un buen número de padres y madres estaban con sus hijos.
Lo que quiero traer a
colación es un momento preciso que me llegó al alma. En el momento de las
preces el sacerdote advirtió que las hacían los niños, y que lo importante era
lo que decían, no la «sintaxis» (así lo dijo). Salieron cinco. Tres de ellos
hicieron preces esperadas (por la paz, por los enfermos, para que no haya
guerras etc. muy bien). Una niña pidió por su abuelita y para que su padre
estuviera más con ella, que estaba siempre de viaje; ¡bueno, me dije, vaya palo
en público a su padre!
Pero lo mejor estaba por
llegar. El último de todos, un niño, en castellano (unos hacían las preces en
catalán y otros en castellano) dijo: ‘Dios (así), te pido que mis padres se
perdonen, y que mi madre venga a mi primera comunión, porfa’. Transcribo
literalmente lo que el niño dijo. Silencio. Le dije a mi esposa: «esta petición
no ha pasado ninguna censura». No sé si el sacerdote lee antes las preces de
los niños o no. Lo que está claro es que esa petición o bien no había pasado el
examen de «sintaxis» como había advertido el sacerdote previamente, o el chaval
a pesar de que se lo corrigieran, dijo lo que llevaba muy dentro. «Ex
abundantia cordis, os loquitur», dicen los latinos: «de la abundancia del
corazón, habla la boca».
Tres
reflexiones a propósito de esta anécdota real.
Primero, que el niño estaba en la Iglesia porque
alguien (padre o madre, tíos, abuelos…) querían que fuera a la catequesis de
primera comunión; había un interés por educarlo en la fe, máxime en estos
tiempos donde para muchos lo normal es que no haya educación en la fe.
Segundo que el niño pidió a Dios lo que le
preocupaba, lo que estaba viviendo. Su petición salió de muy dentro y de la
vida real, tenía «tripas» y «pisaba suelo». Además se lo pidió al estilo de los
niños: no dijo «roguemos al Señor», sino «porfa».
Tercero, que hubo libertad de expresión real. Dijo
lo que quería decir.
Sin duda que esta triple reflexión sirve para los
cristianos adultos del siglo XXI. Vamos a la Iglesia porque queremos, nadie nos
obliga, máxime cuando en algunos ambientes nos pueden incluso tomar el pelo o
pensar, aunque no lo digan, que «estamos trasnochados», que estamos «pasados de
moda», que «pertenecemos al siglo pasado».
Podemos pensar también que nuestra oración debe
ser como la del niño. Pedir lo que llevamos dentro, lo que nos quema, lo que
nos abrasa: «por mi padre, hijo/a o hermano/a que está en el paro»; «por mi
amigo que está muy enfermo»; «por mi vecino que le han desahuciado», «por mi
sobrino pequeño que se ha metido en drogas…» Cualquier cosa, pero que sea de
dentro, de corazón y de tripas, de las entrañas, y que toque suelo.
Por último, la libertad de expresión. ¿Os
imagináis una celebración eucarística donde la gente adulta dijera en público,
como el niño de la misa de 12, lo que lleva en el corazón y le quiere gritar a
Dios? Muchos dirán, ya los estoy oyendo aunque no los oigo ni veo: ¡No se
puede! ¡Sería una temeridad! ¡Eso es un sinsentido! Otros dirán… pues quizás
algunos se «apuntarían» (con perdón de la fea expresión) a esa «misa con
libertad de expresión».
Pedro Ignacio Fraile Yécora
26 de Enero de 2015-01-26
http://pedrofraile.blogspot.com.es/
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