Hay muchas formas de leer la Biblia. Unos lo hacen
«espirituosamente» (no quiero decir a idea la palabra «espiritualmente», que es
muy seria). Otros lo hacen «moralinamente» (la «moralina» es distinta de la
«moralidad»). No faltan los que lo hacen «literalísticamente», una cosa es la
«literatura» como oficio noble y humanizador y otra la «literalística» que crea
mundos falsos o simplemente de ensueño irrealizable. No puede faltar la lectura
«historicista» de la Biblia, distinta de la «historia»; por último, la
«fundamentalista», que es muy distinta de la «religioso teológica». Cada uno
que piense cómo lee la Biblia.
La Biblia tiene una serie
de «claves» o «chips» (diríamos hoy) que hay que conocer. Son tan antiguos como
el relato bíblico leído y releído por mil generaciones. Ellos nos proporcionan
esa «chispa» necesaria para desentrañar los textos. Uno de ellos es el «éxodo».
No me interesa ahora la
figura de Charlton Heston abriendo
las aguas en su película «Los Diez Mandamientos». Tampoco me interesan los
reportajes del National Geographic destripando los relatos bíblicos,
diciéndonos que las «plagas» de Egipto son fenómenos naturales: ‘el Nilo sube,
trae agua roja del norte, hay invasión de ranas, los tábanos matan a los
animales etc.’ No creo que algo tan importante como el éxodo se lea en clave
«naturalística» que le priva de toda su tragedia humana y religiosa.
El éxodo tiene vida
propia. Es un fenómeno que recorre la historia de la humanidad. Conocemos el
del pueblo de Israel, pero muchos pueblos han tenido su propio éxodo. Es más,
el pueblo de Israel tuvo dos: primero, el de Egipto a la Tierra Prometida; más
tarde, el de Babilonia a la tierra de Judá. Dos éxodos, caminos por el desierto,
abandonando una tierra con la esperanza de llegar a otra.
El éxodo es lo
suficientemente definitivo como para no olvidarlo. Una persona que ha tenido
que «abandonar», a la fuerza o no, su casa para ponerse en camino… no se
olvida. Decimos «éxodos», pero decimos «destierros», o «deportaciones», o
«huidas hacia adelante». Hay que salvar la vida, hay que romper con el hilo del
pasado para ir no se sabe bien dónde.
El éxodo marca la vida
espiritual de la persona, y sin duda la fe. La fe se pone a prueba hasta el
límite, hasta el grito que vomita rabia y dolor, hasta rozar la blasfemia. El
creyente no entiende por qué se tiene que ir, dejándolo todo, por la violencia
de otros. La pregunta se dirige a Dios, el Dios de la justicia, el Dios
providente que acompaña el camino.
Muchos pueblos doloridos en
América del Sur, muchos pueblos invisibles en África negra, muchos pueblos en
el corazón de la vieja y oxidada Europa, muchos pueblos en el Asia de las
luces y colores, han hecho y siguen
haciendo su éxodo.
El caso más terrible está
siendo ahora mismo el de los cristianos asirios del Norte de Irak. Ellos son
habitantes de la tierra. Son pobres. Pero son cristianos viejos. De hace dos
mil años. Los que se dicen que se vayan, porque esa es «su tierra», llegaron
siete siglos más tarde en sucesivas invasiones: recordemos que la Égira (que
marca el comienzo de la era musulmana) es del año 622 después de Cristo. ¡No
cambiemos la historia! Pero los cristianos que recibieron la fe en Jesús seis
siglos antes, ¡se tienen que ir… o morir!
La Biblia se puede leer de
muchas maneras. Una de ellas guarda celosamente una verdad espesa, densa, incombustible,
repetida cada generación, que es la de la verdad del corazón humano. ¿El éxodo
es un hecho del pasado de Israel? No. El éxodo de los pueblos es un «continuo»
en la historia de la humanidad. ¿Por qué no decimos ni hacemos nada, sino
solamente los grabamos y difundimos por los Medios de Comunicación? Porque son
pobres, porque son irakíes, porque son minorías asirias cristianas… que no
importan. Vale.
Pedro Ignacio Fraile Yécora- 4 de Marzo de 2015
http://pedrofraile.blogspot.com.es/
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