No
hay que justificar la entrada de este «post». Son tantos, y tantos, y tantos
los casos de corrupción que no hay que explicar por qué me detengo a una
reflexión sobre este asunto. La corrupción, nos centramos en la económica, porque
hay otras muchas (sexuales, afectivas, laborales, emocionales etc.) que las
dejo intencionadamente a un lado.
¿Por
dónde empezar? Quizá con el dicho latino: «corruptio optimi, pessima». La
corrupción de lo óptimo (de lo mejor, de los más noble y excelso), es lo peor,
es lo más deplorable y detestable. Volveré sobre este punto.
La
corrupción que tiene que ver con el dinero es tan antigua como el mundo. Ya en
el Nuevo Testamento, un mago quiere comprar el don del Espíritu Santo cuando ve
que Pedro impone las manos sobre los nuevos bautizados; Pedro le dice: «al
infierno tú con tu dinero, por pensar que el don de Dios se puede comprar» (Hch
8,19); desde entonces este grave caso se denomina «simonía», pues el corrupto
que quería tener en sus manos y controlar a su antojo lo más divino, al mismo
Espíritu de Dios, era «Simón el Mago».
Juan
Ruiz, el «Arcipreste de Hita», por tanto un clérigo católico español, de las
tierras de Guadalajara, nos regala ya en el siglo XIV unas coplillas en las que
habla de cómo el dinero corrompe a todos: nobles y lacayos, de sangre azul y de
sangre roja, políticos y sirvientes, clérigos y pueblo llano de Dios.
Recordemos algunos versos, que luego populizará en los años 70 el cantautor
Paco Ibáñez.
Hace mucho el dinero,
mucho se le ha de
amar;
Al torpe hace discreto, hombre de respetar,
hace correr al cojo al mudo le hace hablar;
el que no tiene manos bien lo quiere tomar.
También al hombre necio y rudo labrador
dineros le convierten en hidalgo doctor;
Cuanto más rico es uno,
Al torpe hace discreto, hombre de respetar,
hace correr al cojo al mudo le hace hablar;
el que no tiene manos bien lo quiere tomar.
También al hombre necio y rudo labrador
dineros le convierten en hidalgo doctor;
Cuanto más rico es uno,
más grande es su valor,
quien no tiene dinero no es de sí señor. (…)
quien no tiene dinero no es de sí señor. (…)
En resumen lo digo, entiéndelo mejor,
el dinero es del mundo el gran agitador,
hace señor al siervo y siervo hace al señor,
toda cosa del siglo se hace por su amor.
hace señor al siervo y siervo hace al señor,
toda cosa del siglo se hace por su amor.
Y
Francisco de Quevedo, madrileño, en el siglo XVI, dedica una de sus ingeniosas poesías
al «Poderoso caballero don Dinero»
Madre, yo al oro me humillo,
él es mi amante y mi amado,
pues de puro enamorado
de continuo anda amarillo.
Que pues doblón o sencillo
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero
es don Dinero.
él es mi amante y mi amado,
pues de puro enamorado
de continuo anda amarillo.
Que pues doblón o sencillo
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Cuando
en las noticias de prensa, televisión y radio, vemos noticias que hablan de los
miles y millones de euros que cobran por comisiones, por favores, por callar,
por mirar a otro lado… decimos indignados: «¡no hay derecho!» «¡Que paguen
hasta el último céntimo y devuelvan todo lo robado!» Y así debería ser. Estoy
convencido de que si un partido político pusiera como obligación sin excusas,
como norma obligatoria sin discusión, que los corruptos devolvieran todo el
dinero que han robado y amontonado para ellos y sus amigos, muchos obtendrían
su voto. La gente sencilla está indignada, y con razón.
Ahora
bien, si nos ponemos la mano en el pecho, tenemos que reconocer que todos, en
mayor o menor grado, participamos de este «deseo» de enriquecernos. Seguro que
los lectores de estas palabras no podemos hablar de cientos ni de miles de
euros; pero reconocemos que podemos regatear unos euros al fisco si está en nuestras manos. No vamos tampoco a presumir de
«impolutos» cuando la batalla de la vida hace que vayamos luchando todos por un
dinero que nos ayudan a vivir con dignidad, y por qué no decirlo, con cierta
holgura.
El
problema está más hondo. Como siempre, me voy a esta condición humana de la que
estamos hechos; a este barro del que a veces renegamos. Hacemos del dinero, que
es un medio necesario para vivir, un fin en sí mismo: ganar, acumular,
acaparar, amontonar euros, aunque se lo tengamos que quitar a otro. Aunque sepamos que otros no comen, ni tienen
casa… El afán por el dinero es insaciable; no acaba nunca; siempre más… aunque
tengas que pisar a personas. La usura no tiene ni misericordia ni compasión:
pasa por encima de todo. La corrupción de lo mejor es lo peor de todo, decíamos
unas líneas más arriba: la corrupción de un medio que nos hemos dado los
humanos para vivir, puede llegar a ser nuestra propia tumba si se hace mal y
perverso uso de él: del dinero se pasa a la idolatría del dinero.
Las
tablas de la Ley, las de Moisés, ya nos advierten de la idolatría «No tendrás
dioses fuera de mí» (Éx 20,3). La idolatría del corazón es más que tener
monigotes en casa; es adorar y poner nuestras fuerzas en lo que no es Dios y
quiere ocupar el lugar de Dios. El dinero no es divino; es un medio para hacer
intercambios comerciales, para pagar trabajos y esfuerzos humanos, para dar
debida satisfacción a unas personas que quieren vivir; pero el dinero no se
puede acumular en montones porque se quita a otros. La Biblia es muy clara al
respecto; ¿y Jesús, qué dijo? Lo sabemos muy bien: «no se puede servir a Dios y
al dinero» (Mt 6,24).
Pedro Ignacio Fraile Yécora
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