Estas palabras, «confieso que he vivido», son el título de unas memorias de Pablo Neruda. Las tomo prestadas. Son palabras preñadas de lucidez; dicen lo que muchos queremos decir. Son palabras que pertenecen a la humanidad. Los escritores tienen esa capacidad de decir lo que otros querríamos expresar, y lo hacen de forma contundente, nítida, definitiva.
No quiero volver al caso de Ignacio Echevarría, al que he
dedicado con respeto y admiración al joven católico que ha roto las
estadísticas de la cobardía humana, sino solo apoyarme en él para desarrollar
mi reflexión. En la televisión los periodistas y comentaristas han abundado en
la idea de que iba a tener lugar una misa como «homenaje»; también explicaban
que el acto más entrañable fue cuando «aplaudieron» en el momento del entierro.
¿No hemos caído en una superficialidad sin límites, además de en un
desconocimiento descorazonador de la fe cristiana?
Las misas no son nunca homenaje; de ninguna forma que se
quiera explicar o justificar. Las «misas» (ite
misa est) son celebración de «acción de gracias» (eu-charistia). Son celebración sacramental, actualizada, de la
acción salvadora de Cristo, entregado por nosotros. La comunidad se reúne,
participa, asiste, celebra, ora y comulga en torno a la mesa de la palabra y a
la mesa del pan, pero ¿homenaje? Los periodistas y tertulianos no pueden marcar
la teología. Aunque a veces parece que lo consiguen…
Un segundo aspecto, fundamental, es el del valor social y
cultural que le damos al homenaje. Los héroes, como Ignacio, son homenajeados.
Rafa Nadal, a quien admiro y que acaba de ganar su décimo «Roland Garros» para
disgusto de los franceses, es homenajeado. Cuando muere un héroe, la gente
aplaude, y se lamenta: ¡ha muerto un héroe! ¿Acaso eso quiere decir que solo
los héroes tienen derecho a ser amados, recordados y llorados? ¿Qué decir de
las personas humildes que pasan por la vida sin que nadie las recuerde por
nada? Algunos pensarán: «viven en el recuerdo de los suyos…» ¡Frágil es el
recuerdo… unos años; unos pocos; al poco tiempo se pierde el recuerdo y la
siguiente generación ya los ha olvidado! Insisto: ¿Qué pasa con los africanos
que mueren ahogados en el Mediterráneo y que no conocemos ni sus nombres? ¿Qué
pasa con los que mueren en Sudán del sur, muertos de hambre y de sed, sin que nadie diga nada porque son los pobres, de los pobres, de los pobres? ¿Qué pasa con
la gente buena que deja atrás años de trabajo, de cariño, de esfuerzo sin haber
hecho otra cosa que trabajar en su pequeña parcela y amar a los que con él han
vivido?
Las respuestas a estas preguntas son terribles. Para unos
solo se llevan de esta vida el cariño que en ella han podido recibir; pero ¿y
las personas que han vivido sin ser queridas…? Para otros, su mérito es el «haber
trabajado en la construcción de la sociedad y del mundo», pero ¿entonces lo que
importa es el colectivo, el resultado final, no la persona en su misterio
individual?
La fe cristiana proclama el valor de cada persona: su
nombre y apellidos, su biografía. Lo hace ya desde sus raíces bíblicas veterotestamentarias.
Cuando leemos en el Génesis que Dios creó al hombre, a la persona humana, «a su imagen y semejanza» estamos
diciendo que solo Dios puede llenar el corazón del ser humano; solo nos miramos
en su espejo para reconocernos; en nada ni en nadie distinto a Dios o que
suplante a Dios. El corazón humano solo puede reconocerse en Dios. Toda persona
está llamada a reconocerse en Dios. Todos: el africano que sale de su casa
buscando una vida mejor, y el obrero o artista que con sus manos construye y modela
para bien de todos.
La fe cristiana cree, además, que Cristo es el rostro
humano de este Dios. Cristo es el ser humano en plenitud, y estamos llamados a
unirnos con él y vivir en él. Los pobres, los humildes, los que no cuentan, los
que han vivido sin que nadie se haya fijado en ellos, los que han pasado
haciendo el bien en medio del anonimato… todos los seres humanos estamos
llamados a unirnos a Cristo. Todos, con nuestra historia personal, única y distinta a la de otros, sencilla,
pero humana, digna de ser vivida y tenida en cuenta. Todas las historias son importantes; por eso, cada persona tiene
que decir «confieso que he vivido y confieso que soy importante para Dios».
La mentalidad contemporánea está más cómoda con la
reencarnación que con la resurrección. La reencarnación da a muchos una
«segunda oportunidad»; es como decir: «si en la primera oportunidad tu vida ha
sido simple, sencilla, pobre, tienes una segunda una tercera para poder hacer
algo de interés»… Se puede comprender desde una antropología basada en el éxito
o fracaso según lo humano, pero no se puede comprender desde una antropología
que se funda en el encuentro de cada persona, que es infinitamente importante,
con Dios.
La resurrección se toma en serio la historia de cada
persona: tu vida con tus recuerdos, tus orígenes, tus proyectos y fracasos, tu
aportación a la felicidad de otros, tus momentos de amor, tus ilusiones
compartidas… tú con nombre y apellidos, tú mismo, estás llamado a vivir para
siempre con Dios y en Dios; estás llamado a participar de la Resurrección de Cristo, siendo tú mismo,
no el «remix» de otro, o la segunda o tercera vida de otros, sin biografías
personales. La resurrección personal no le gusta a la mentalidad contemporánea…
quizá porque no valora a cada persona, quizá porque es consciente de que la
vida es demasiado corta para alcanzar todo lo que aspira… y necesita una
«prolongación» de su partida. La muerte del que así vive es, sin duda, un
fracaso absoluto: ¡qué vida más corta y más infructuosa!, piensan.
Volvemos al inicio: ¿homenaje para los héroes? Sí. Pero
sin olvidar que todas las personas, por humildes que seamos, aunque nunca
seamos inscritos en las listas de los héroes, tenemos una historia personal,
preciosa, única, valiosa en sí misma, que está llamada a participa en plenitud
de la vida de Dios. Confesamos que hemos vivido, confesamos que somos
importantes aunque humildes, y confesamos que esperamos en Dios.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
12 de Junio de 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario