Ante tanta
noticia desalentadora, parece que tienen razón las películas norteamericanas en
las que se nos cuenta cómo el mundo está muy mal, los malos son muy malos, y
hace falta un «superhéroe» cargado de mala leche, de mucha violencia y de armas
imposibles para poner orden en el mundo. Muchos, que no todos, siguen pensando
que esa es la solución: un bruto sin talento que impone la ley del más fuerte.
Ese es el
modelo que nos venden en innumerables títulos de películas de segunda clase,
que el aterrado y desinformado espectador consume con fruición. Ante tanta
cantidad de «malos», exigimos «héroes» que nos defiendan. Nosotros les daremos
nuestro beneplácito y aplauso compulsivo.
En los
medios de comunicación social se están hartando de decir que Ignacio Echevarría
es un héroe porque defendió con un patín a una mujer que estaban acuchillando,
y eso le valió la muerte. Aplausos generalizados.
Yo no me
conformo con esa reflexión. Por muchos motivos. Primero porque Ignacio es un
héroe que no llevaba armas como los héroes de las películas; además porque él
no buscó la violencia, sino que se la encontró. Más aún, murió en la reyerta, y
los héroes de película no suelen morir; salen ilesos entre el aplauso de la
gente.
Análisis muy
corto. Hay que seguir. La actuación generosa de Ignacio nos lleva a considerar
la condición humana. Hay dos tipos de personas: los
que viven pensando solo en
ellos y en sus intereses y los que ponen al otro, especialmente al débil, por
delante de él mismo. Los primeros conjugan solo el pronombre personal «yo»: «yo
pienso», «yo hago», «yo decido». Son del grupo del «yo/mi/me/conmigo». Un
sacerdote sabio amigo, don José María Piñero nos hablaba de las etapas del ser
humano y decía: «el niño dice: “yo, yo”; el joven: “yo, ya..”; el maduro dice
“ya, yo…”; y el anciano responde a todos: “ya, ya…”. La mayor parte del mundo
se mueve en la etapa del niño: «yo, yo».
La madurez
supone pasar de que uno se considere el «centro» del mundo a poner a los demás
en el centro. Hay un camino de desapropiación, de desinstalación, de despojo en
la madurez del ser humano: me importan más los demás que yo mismo. No siempre
se puede hacer en la vida, pero ese es el camino: los padres piensan en ellos
porque piensan en sus hijos; el camino
no es que «yo» quiero ser feliz, sino que «yo quiero que ellos sean felices».
Esa es la diferencia.
Ignacio
debía estar ya en esa etapa de madurez. No pensó en él, sino en la mujer que
estaban acuchillando. No le importó su vida, sino la vida de otra persona, que
además desconocía.
En la tele,
han dicho, como de pasada, como si no fuera importante, que «Ignacio era muy
religioso»; y han añadido «iba todos los domingos a misa». Yo me pregunto: ¿a
lo mejor tiene algo que ver esa madurez, ese desposeimiento, ese desprecio ante
la muerte cuando se juega la vida de otra persona, con el comportamiento de
Ignacio? Si Ignacio iba a misa todos los domingos, conocía ese evangelio que
dice: «no hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15,13); y
otro que dice: «el que quiera guardar su vida la perderá, pero el que la pierda
la ganará» (Mt 16,25).
Sea como
sea, nuestra reflexión podría ser esta: no todo está perdido; hay gente mala,
pero hay gente muy buena, como Ignacio, que entienden que la vida es para darla
por los demás y no para guardársela. ¿No fue eso lo que nos enseñó Jesús, el de
Nazaret, el que murió en una cruz? Amigos, no desfallezcamos, podemos confiar
en el ser humano.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
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