Este es, lo reconozco, uno de los temas
que más me inquietan. Con relativa frecuencia me veo dándole a la
«centrifugadora» de mi cabeza buscando cómo comprender este hecho, que pasa de
ser una «constatación» a un «misterio».
La fe no es evidente, como no es
evidente que sale el sol por la mañana y que calienta para todos, buenos y
malos.
La fe no se puede comprar. No puedo ir a
una tienda y pedir con educación: «Me puede dar un kilo de fe, sabe usted, que
es para mi hermana, que le hace falta…»
La fe no se hereda, como se heredan los
parecidos físicos, los gestos, las manías…. Yo no puedo decirle a una persona: ‘Pues es igualito usted que su
madre; ¡qué fe tan grande tiene usted! ¡cómo se nota que la sangre manda! Pues
no, oiga. De padres ateos pueden surgir grandes creyentes y viceversa.
La fe tampoco tiene que ver con una «inteligencia
débil». Nadie duda de que Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino,
Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, por decir algunos de los grandes de la
historia, y Edith Stein o Benedicto XVI, por citar a alguno de hoy, sean
personas sin un buen «coeficiente intelectual».
Sigo dándole vueltas. Sin duda el gran
enemigo de la fe en Dios, no lo digo yo, sino que lo dice cualquier manual de
Teodicea o cualquier autor medianamente leído, es el dolor, el sufrimiento del
débil, la muerte de los inocentes. Eso es así. Mucha gente se para como ante
una barrera infranqueable cuando tiene que compaginar en su coherencia personal
la fe en un Dios bueno con la realidad del sufrimiento injusto. Otros, los
cristianos, lo iluminamos desde la muerte y resurrección de Cristo, pero para
eso ya hay que tener fe.
Sigo dándole vueltas y ayer me pasó algo
que me iluminó. Me contaron que una persona había devuelto un regalo a otra que
se lo había dado con ilusión y cariño. ¡Ya está, pensé! Esta es una de las
claves para explicar por qué algunas personas son incapaces de abrirse al don
de la fe. La fe es fundamentalmente un «regalo», un «don». La fe no es un
«derecho»; te la ofrecen (Dios se pone en tu camino como puro don, pura gracia)
y tú lo aceptas, no lo aceptas, o le dices que para otro día. En todo caso, no
lo puedes exigir, como no puedes exigir a otra persona que te haga un regalo
«porque te lo mereces».
Hay personas que viven la vida en clave
de «merecimientos» («yo lo exijo porque lo valgo»), o de derechos («yo lo exijo
porque tengo derecho»), o de intercambio comercial («te debo un favor»). Estas
personas, me parece humildemente, que nunca entenderán el don de la fe, porque
ni se accede a ella porque nos lo merezcamos, ni porque hagamos valer ante Dios
nuestros derechos, ni menos aún como un «favor» que le devolvemos a Dios. Es
pura gracia; es gratis; no cuesta nada y vale todo. Este tema me apasiona. Yo
sigo dándole vueltas…
Pedro Ignacio
Fraile. 8 de Mayo de 2013
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