Hoy, 10 de Mayo, se celebra a
San Juan de Ávila, patrono de los sacerdotes diocesanos de España. Quiero
escribir un pequeño homenaje a todos los párrocos rurales y urbanos que durante
siglos han velado con celo por las comunidades que les fueron encomendadas.
Para ello me serviré de la figura de Don Eusebio, mi párroco, que lo fue
prácticamente toda mi vida.
Don
Eusebio era un hombre de formas adustas; amables pero sin exageraciones.
Saludador de los que enseguida ya no sabes qué decir, acabando el saludo con un
«bueno, pues bien», indicando que cada
uno sigue su camino. Don Eusebio era «cura, cura», con pedigrí, con «oficio».
Llegó a estar más de cuarenta años en la misma parroquia, que había conseguido
por «oposición». En los tiempos anteriores al Concilio Vaticano II, se hacía
«oposiciones» a las parroquias a las que se aspiraba.
Don
Eusebio había estudiado en Salamanca, había obtenido su grado en Teología, y
pudo conseguir sin dificultad su objetivo. Los compañeros, con guasa no
disimulada, le decían que era «el primer bonete de la diócesis», a lo que él
asentía a la vez que protestaba, sin mucho convencimiento.
Todo
el mundo conocía a Don Eusebio, pues no en vano había bautizado, comulgado,
casado y también enterrado a miembros de una misma familia. Cuando pasaba de la
parroquia a casa, todo el mundo le saludaba, ¡adiós don Eusebio!, y él siempre
respondía con cariño y educación.
Era
una fábrica de anécdotas. Solía repetir, pegase o no pegase, un «¡bien!» con valor
ilativo más que de aprobación moral. Así, si uno le comentaba una barbaridad,
lo primero que decía era, «¡Ehhh…, bien!»,
a lo que luego añadía, asustado, queriendo arreglarlo… «¡no… eso no se
hace!»
En
cierta ocasión, cuando llegó la hora de que cayera el muro de Berlín y el
consiguiente desplome de la Unión Soviética, en la misa de Nochebuena quiso
explicarnos la Perestroyka de Mijail Gorbachov. La homilía comenzó bien, pero
cuando a la quinta o sexta vez intentaba pronunciar, sin conseguirlo,
«presstoika», el pueblo de Dios reunido para celebrar el nacimiento de Cristo
no podía aguantar la risa en los bancos.
Tenía
debilidad por los pobres. A veces le decían, ¡Don Eusebio, que le engañan!.
Pero él decía, «¡bah, bah, bah, bah, bah!», y siempre les daba algo. Bueno,
alguna vez estos indigentes le dieron algún que otro susto, pero no
escarmentaba.
Fue
buena persona y buen cura. Fiel a su parroquia y a su gente. Comenzaba muy
pronto por la mañana y salía tarde por la noche.
Como
suele pasar con las personas buenas, no se le hizo justicia. Tuvo que marcharse
a su pueblo a pasar los últimos días, porque estaba delicado de salud. Murió un
domingo de Ramos, sin que pudieran llevarlo a la parroquia donde había gastado
cuarenta años de su vida explicando el evangelio y administrando sacramentos de
salvación. Un abrazo, Don Eusebio.
Pedro Ignacio Fraile Yécora, 10 de Mayo de 2013
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