Hay una
expresión en castellano que es muy significativa. Es esa que describe a la
persona «ególatra», «egocéntrica» y por ende «egoísta», con la socarronería de
que «está todo el día mirándose el ombligo». Es una expresión con una fuerte
carga de guasa, pues el ombligo no es precisamente la parte más bella del ser
humano; pero a su vez es muy ilustrativa, pues el ombligo es algo muy personal
y cada uno mira el suyo.
Esto de
«mirarse el ombligo» es algo muy viejo, de todas las culturas, no sólo de todos
y cada uno de nosotros. Cuando se va a Grecia, más en concreto a Delfos, allí
donde se ubica el lugar del Oráculo, se encuentra para la Grecia clásica su
«ombligo», su «ónfalos». Delfos se consideraba el centro espiritual donde
debían acudir en peregrinación los prohombres y los desorientados espíritus
griegos.
Cuando se lee
la Biblia, más en concreto el Antiguo Testamento, los textos bíblicos apuntan
hacia el monte Sión, en Jerusalén. Allí confluyen todos los pueblos, así lo
atestiguan distintos textos proféticos.
Los cristianos
no peregrinamos al Templo de Jerusalén (lugar judío), sino al Santo Sepulcro.
La Iglesia Ortodoxa griega tiene buen cuidad de indicar allí, junto a la Edícula
del Santo Sepulcro, en una piedra situada debajo de la enorme cúpula con un
mosaico de Cristo, el «ónfalos/ombligo» de la Cristiandad.
Hace unos años
un teólogo me corrigió en público cuando yo estaba comentando estos diferentes
lugares donde se ubica el «ombligo del mundo», diciéndome que para la fe
cristiana la Resurrección de Cristo no se puede limitar a un lugar geográfico,
sino que es un acontecimiento que sobrepasa y que supera cualquier intento de
decir: «aquí». Tenía razón. La verdadera fe cristiana no se reduce a una
localización geográfica, si bien la fe cristiana tiene un fundamento real e histórico,
no mítico, simbólico, filosófico o literario. Es un «acontecimiento», no «una
forma de hablar».
Que la cuestión
no es baladí la podemos encontrar en el curso de la historia. Constantino el
Grande mandó derrumbar los Templos paganos que había construido Adriano sobre
el lugar de la muerte y Resurrección de Cristo, y mandó edificar allí una
Basílica. Más tarde, cuando el Islam se había apoderado de la ciudad y del lugar
del Santo Sepulcro, los cruzados llegaron a la ciudad (eso sí, con espíritu de
beligerancia desproporcionada e injustificable) a recuperar el Santo Sepulcro
de Cristo para la cristiandad. Los mapas medievales, como el que ponemos para ilustrar
esta «razón para peregrinar al Tierra Santa» siguen poniendo a Jerusalén en el
«Centro/ombligo» del mundo.
Los que
conocemos un poco aquellas tierras, sabemos que hoy en día el punto neurálgico
de la ciudad, y por extensión de buena parte de la política mundial, se juega
en el monte Sión. Allí, donde se alzaba el Templo de Salomón, se levanta desde
el año 638 d.C. una mezquita, la de Omar, que se considera por los musulmanes
el Tercer Lugar Santo del Islam.
Hace ya años
que somos conscientes de que ninguna cultura puede anular a otra o desplazarla
a los márgenes con el argumento de que yo soy el «ombligo» del mundo. Es más,
la fe cristiana nos enseña que el cristiano no está aferrado a una «tierra»,
sino que es por naturaleza «universal» (católico). La verdadera patria del cristiano es el
mundo, y más en concreto el hombre. Donde hay una persona, sea de la raza y nación
que sea, allí está el Señor. Eso creemos. La Tierra Santa, y Jerusalén en
concreto, nos dan esa posibilidad de entender cómo el cristianismo salta del
espíritu cerrado del «ónfalos» que se ata a un lugar como si aquello fuera lo último
y lo definitivo, a ver la fe cristiana como respuesta desde el corazón del ser
humano a la llamada de Dios en la persona de Cristo.
Pedro Ignacio Fraile Yécora, 6 de Mayo de 2013
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