Cuando
se va a Petra, en Jordania, los «viajeros-peregrinos», los «curiosos turistas»,
los «compulsivos consumidores fetichistas de lugares turísticos» del mundo, los
emuladores de Indiana Jones en «La Última cruzada», todos… sin excepción,
abrimos la boca cuando al final del largo y bellísimo cañón (Siq) nos tropezamos en la última curva
con la visión entrecortada del «Tesoro».
El
guía nos explica por qué se le llama «Tesoro» (en árabe al-khazne), cuando en realidad es la fachada de la tumba de un rico
hombre de los nabateos. Dice que, cuando aún no había sido «presentado» a
Occidente (porque «descubrir», lo que se dice «descubrir», los beduinos de los
pueblos vecinos conocían Petra y la protegían de los viajeros extraños), los
lugareños disparaban sus armas de fuego contra una parte de la fachada que se
asemeja a una crátera, vasija o ánfora. Ellos pensaban que estaba llena de
monedas. En todos los pueblos y en todas las tradiciones, los desiertos son
lugares donde están escondidos arcas y arcones con tesoros innumerables. Tras
vaciar sus pistolas y arcabuces, sólo conseguían que la fachada se desmoronara
un poco más, pero el tesoro no aparecía… porque no había tal. El tesoro era la
ciudad misma de Petra, su historia, sus edificios… y no lo sabían. Apuntaban
hacia un tesoro, y el tesoro se les apareció en forma de millones de visitantes
que querían ir a la «ciudad perdida». Moraleja: no sólo hay que buscar el
tesoro, sino saberlo encontrar.
En
castellano de tradición mozárabe hay una palabra preciosa: «alcancía». Es la
palabra que se usaba en muchos pueblos para indicar el lugar donde se guardaban
los ahorros. Nosotros la hemos cambiado por otra palabra, que no tiene ese
encanto: «hucha». No sé filología, pero me gusta indagar y hacer mis pinitos;
¿podría ser que nuestra «alcancía» para guardar monedas tenga que ver con el al-khazne (tesoro, en árabe)? Los cambios en las consonantes los
impone el pueblo llano; es más fácil decir «alcancía» que «alcaznía».
Todos
tenemos nuestras alcancías donde guardar las monedas; todos tenemos nuestros
lugares donde poner nuestros exiguos tesoros. Moneda a moneda vamos haciendo
nuestro pequeño montoncito. Es necesario tener ahorros, pues la vida no avisa y
con frecuencia tenemos que echar manos de los ahorros. Pero también a veces
caemos en la tentación de confundir el tesoro de monedas con lo fundamental de
la vida.
Jesús
lo dice de forma muy bonita y muy clara en el evangelio de hoy: «donde está tu
tesoro, allí está tu corazón». Es verdad; todos pensamos en ir amasando una
pequeña fortuna que nos saque de pobres y que nos dé para vivir con holgura, y
más…
Pero,
¿dónde está el tesoro del ser humano? Jesús nos dice que a las monedas les
ataca la herrumbre, el orín, el «cardenillo», que decía mi abuela. Antonio
Machado, poeta de versos luminosos y perennes, hablaba de que esperaba la
muerte «ligero de equipaje, casi desnudo», advirtiéndonos de que en el «último
viaje» no se pueden cargar cofres de oro. Jesús nos habla del «tesoro» que
debemos cuidar: el cariño, la bonhomía, la fidelidad, la fe, el sentido del
humor, la valentía, la honestidad, la ternura, la generosidad… este tesoro no
se herrumbra, sino que crece con el tiempo; es el tesoro que viene de Dios como
don, y a Dios vuelve en el corazón de cada persona de bien.
Los
beduinos de Petra tiraban al tesoro de piedra sin saber dónde estaba el
verdadero tesoro: la ciudad misma. Nosotros creemos que por amasar monedas de
oro tenemos un tesoro, cuando el tesoro, nos dice Jesús, está en el
hombre/mujer y en Dios; en ti y en mí cuando amamos, y en Dios que es el amor.
Pedro Ignacio Fraile Yécora; 21 de Junio de 2013.
San Luis Gonzaga.
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