Comenzamos con el Monte de las Bienaventuranzas y acabamos con el Monte Tabor. En los dos se hacía presente Moisés y Jesús. En el primero, Jesús aparece como el nuevo Moisés que da un paso más adelante y dice que la Ley o nos lleva al amor sin cálculos, sin límites, sin condiciones previas, sin listas de deudas, sin restricciones calculadas..., o no vamos a ninguna parte. Hemos escuchado una vez más las Bienaventuranzas de san Mateo y hemos respirado hondo, con resabor a cosa buena, a calidad y serena alegría a la vez. Jesús, cuenta conmigo, decíamos con los labios y con el corazón.
Al acabar la jornada hemos subido al Tabor. El Tabor suena a contemplación, a interioridad, a resplandor que nos supera. Jesús sabe que su camino le lleva a Jerusalén, y que ni puede aplazar su ida ni puede reemplazarla. En Jerusalén le esperan los Sumos Sacerdotes del Templo y los juristas de la Ley para emitir un veredicto sobre el "peligroso joven Galileo". Jesús muestra anticipadamente su gloria a unos discípulos que no terminaban de entender. Pedro sólo alcanza a decir, ¡pero qué bien se está aquí! Pedro, Pedro... Muy buen corazón, muy generoso..., pero no has entrado en la finura necesaria para comprender la misión de Jesús.
En el Tabor reflexionamos: El camino a Jerusalén nos lleva a otro monte, al Gólgota. Todos tenemos que pasar antes o después por nuestros Gólgotas: enfermedades, muertes, desgracias, frustraciones, fracasos... Pero para poder ir al Gólgota es necesario haber hecho la experiencia del Tabor.
Un cristianismo que sólo sea de sufrimiento es insoportable. La experiencia verdadera, feliz, serena, del Tabor... Es necesaria para la vida cristiana.
Pedro Ignacio Fraile Yécora. Tiberíades, 7 de Julio de 2013
Querido Pedro: Muchas gracias por las vivencias que compartes con nosotros y que nos ayudan a conocer mejor al Maestro de Nazaret. Un abrazo.
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