El próximo domingo es el
DOMUND. El próximo domingo también el papa Francisco beatifica en Roma al gran
papa Pablo VI. ¿Tienen algo en común? Muchas cosas. La primera que se me
ocurre, y de enorme importancia, es que Pablo VI nos regaló la «Evangelii
Nuntiandi», o «La evangelización del mundo contemporáneo». Una exhortación
apostólica firmada en Roma el día de la Inmaculada de 1975.
La exhortación apostólica
nos recuerda que ‘evangelizar constituye
la dicha y vocación de la Iglesia, su identidad más profunda. La Iglesia existe
para evangelizar’ (EN 14). La Iglesia es misionera, como el agua nos moja y
el fuego nos quema. No tienen vida propia lo uno sin lo otro. No hay agua seca,
ni fuego frío, ni iglesia callada.
Los misioneros son por
tanto, los «mejores» hijos de la Iglesia. No son los «mejores» a lo humano,
entendiendo esto en que sean los que mejores calificaciones académicas
obtuvieron en sus estudios, ni los que mejor predican, o los dotados con más
«don de gentes». Son los «mejores» porque han entendido que su vida es anunciar
el evangelio con palabras y con obras saltando las fronteras que ponemos las
personas.
¿Os imagináis un misionero
trazando límites o levantando vallas para que los otros no pasen o no lleguen?
¿Os imagináis un misionero diciendo a alguien que «no es de la comunidad»? ¿Os
imagináis a un misionero diciendo a alguien que «no es digno»? ¿Os imagináis a
un misionero poniendo condiciones para ayudar a alguien?
Los misioneros son la
«avanzadilla» del evangelio. Son la «primera fila» que va desbrozando el camino
de lianas, espesuras y trampas, no solo naturales, sino las más difíciles, las
espirituales.
Los misioneros se van a la
misión sin billete de vuelta. No saben si volverán, pero tampoco les importa,
porque han encontrado otras familias. Muchos de ellos mueren incluso de forma
violenta, como consecuencia de su tarea evangelizadora, pero lo saben. Hace
poco conocí a un misionero ya mayor, de más de setenta y cinco años, que había
estado condenado a muerte en dos ocasiones por los «paramilitares» de las
repúblicas centroamericanas. Él se libró, sin saber aún por qué ni cómo; otros
compañeros suyos murieron y están enterrados sin que aún se sepa dónde.
Recuerdo a uno, de un pueblo pequeño de Aragón, que era seglar.
Hay que escribir un
«elogio del misionero», no para enaltecer su figura a lo humano, esto es, con
estatuas o monumentos, o reconocimientos públicos con «cena de homenaje»; no.
El «elogio del misionero» es decirles que no les olvidamos, que sus comunidades
oran por ellos y les apoyan; que no han marchado a la misión por una locura
transitoria, sino porque llevan el corazón mismo del evangelio.
Hay que escribir el
«elogio» y no la «elegía» triste de una tarea que se agota. Uno de los síntomas
de que una comunidad está débil es la falta de misioneros. Una comunidad viva
no escribe «elegías», sino «elogios alegres» porque el evangelio se difunde
como un buen olor.
Oremos al buen Dios por
los misioneros, y pidamos al beato Pablo VI que su exhortación apostólica
«Evangelii Nuntiandi» siga siendo motor luminoso para nuestras comunidades.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
16 de Ocubre de 2014
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