Andrés es un joven
sacerdote que está en la selva africana; sus ingresos mensuales son cien euros.
Pedro es un joven casado que en su adolescencia insultaba en público al Papa
Juan Pablo II. Evidentemente Andrés y Pedro no son Andrés y Pedro; son los dos
nombres que he escogido recordando a los dos hermanos pescadores, naturales de
Betsaida, afincados en Cafarnaún, que se hicieron discípulos de Jesús.
Andrés fue un día al
obispo de su diócesis y le dijo que lo suyo era el corazón de África. Corazón en
su doble sentido: en la selva, entre la gente, y corazón porque allí hay vida
abundante. El otro día me lo encontré y estuvimos un rato hablando. Había
venido a repatriar a un compañero misionero que se había caído en una obra de
la misión y necesitaba una atención médica importante. Me decía que a su
regreso ha visto a la gente muy «crispada». Le comenté que hay mucha gente con
graves problemas económicos. Él, que es un cura a pie de calle, me lo confirmó,
pero me dijo «se puede vivir de otra manera. Hay que aprender a compartir». Yo
me aferré a su argumento porque veía que había más tela que cortar, y ante mi
insistencia me dijo: «mis ingresos son cien euros al mes»… ¿Se puede vivir?, le
espeté. Insistí en que él vivía en el
corazón de la selva y que nosotros estábamos en la ciudad global y en la
vorágine monetaria y consumista del primer mundo. Sí, insistió, pero hay que
cambiar de forma de vivir; hay que aprender a vivir con lo fundamental y hay
que aprender a compartir, a ser solidario. Dios nos dice cosas; hay que
aprender a «escuchar» lo que dice.
En esta misma semana he
encontrado a un hombre joven, Pedro, con el que tenía que hablar. La
conversación fue tomando los derroteros de su vida sin que hubiera una
oposición por su parte. Me sorprendió sobre todo un hecho que quiero traer a colación.
Pasó su adolescencia y primera juventud metido en el mundo confuso, impersonal,
laicista y agresivo de la gran ciudad. Había vivido de forma intensa, bordeando
los límites, y en su vagabundeo urbano no tenía ningún reparo en reírse
abiertamente del Papa Juan Pablo II. Por motivos que no vienen al caso su vida
dio un giro radical, lloró su vida anterior, y lo primero que hizo cuando murió
Juan Pablo II fue ir él solo a Roma, movido por una fuerza interior, hacer
largas colas, y ante el papa muerto pedirle perdón. Cumplido el dictado del
corazón, regresó a casa. Me lo contaba él. Yo no me lo invento porque es verdad
y porque no tendría por qué cambiar el final de la historia. Las personas
pueden cambiar, aunque no nos lo creamos.
Son las cosas de Dios. A
veces pensamos que Dios está «ausente», o «dormido», o «ajeno» a nuestras
vidas. A veces pensamos que Dios no tiene casi nada que decir en esta sociedad
«postmoderna», o «postcristiana», o «laicista», o «secularizada»… Ese es
nuestro dictamen. Pero no contamos con que Dios sale por otros sitios, por
donde menos se nos espera. Yo sólo puedo decir, ¡menos mal que no controlamos a
Dios!
Pedro Ignacio Fraile
6 de Febrero de 2015
http://pedrofraile.blogspot.com.es/
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