Confieso que soy bastante hermético a la hora de
aceptar «cambios» en mis explicaciones de Tierra Santa. Mucho me tienen que
gustar para que las propuestas que siempre se hacen pasen a formar parte de mis
comentarios. Voy a contar dos
experiencias de este último mes de febrero, con dos personas distintas y dos
grupos distintos.
Pepe es un joven cura madrileño,
de treinta y tres años. Jovial, divertido, positivo, a la vez que sensato y
libre. El último día presidía él la celebración eucarística, por lo que nos
dirigió unas palabras. Hacía un resumen en el que nos felicitábamos de lo bien
que había ido todo. Cuando habló de las visitas, y de sus correspondientes
comentarios, o sea, me tocaba a mí, dijo algo parecido a esto: «a veces nos
parábamos a pensar si el lugar en el que estábamos era conmemorativo, o
histórico, o tradicional, o arqueológico, para interpretar o entender el sitio. También nos pasa que, como ya nos hemos hecho una idea de lugares por el evangelio, creemos que lo sabemos todo. Yo pienso que es mejor ir a los lugares
y decir ‘Señor, ¿con qué me vas a sorprender?’. Si vamos con esta
actitud de sorpresa, descubrimos cosas maravillosas y dejaremos que Dios nos
hable». Estas no son sus palabras, sino
las mías que le interpretan, pero en el fondo esa es la idea. No podemos ir a
Tierra Santa con los ojos analíticos de quien necesita que le expliquen, para
que los acepte si son plausibles, los lugares que se visitan. La actitud
correcta del que peregrina a Tierra Santa es estar dispuesto a dejarse
sorprender en cada momento. Gracias Pepe, tomo nota.
El segundo caso que traigo
a colación tiene que ver con otro hombre joven, Miguel. No es sacerdote, sino
un soldado profesional que venía en peregrinación. Yo veía que en muchas
visitas se retiraba del grupo cuando veía, por ejemplo, un sagrario, y se ponía
a rezar, él solo, en actitud de recogimiento. Poco a poco me fui acercando a
él. Me pasó lo que se suele decir en castellano: «ir a por lana, y salir
trasquilado». Yo fui a preguntarle a él y él fue quien me preguntó a mí. Yo le
pregunté si estaba a gusto en la peregrinación y él me preguntó si yo rezaba.
Ante el estupor que vio en mi cara, añadió: «a veces en tus comentarios parece que no crees en los milagros». Por
supuesto que creo, le dije enseguida; me considero creyente y católico, añadí
como si me hubieran ofendido. «Bueno, -me dijo él-, parece que no le dejas
espacio a lo ‘sobrenatural’». Él utilizó esta palabra, «sobrenatural», y lo
entendí. Me quería decir, al menos eso supuse, que mis explicaciones abundaban
en datos históricos, arqueológicos, técnicos, pero les faltaba el «alma» del
evangelio que seduce a los creyentes. El día que me despedí de Miguel, le di
las gracias, junto con un fuerte abrazo.
Dos hombres jóvenes que
hablan de «dejarse sorprender por Dios» y de «poner el alma del evangelio» a la
vida. Entendí que me pesan mucho las rémoras de cierta educación de hace ya
algunos años donde queríamos desentrañar el misterio, exponiéndolo triunfantemente
a la vista de todos. Dios se deja contemplar, pero no es un espectáculo; el
misterio de Dios se saborea, pero no se puede deshacer en colores, gustos,
estructuras y formas. Dios se cuela en el corazón de las personas por conductos
que ni nosotros mismos conocemos. Entonces, solo entonces, cuando nos damos
cuenta de que se ha metido hasta dentro sin que sepamos cómo, decimos: «¡me has
vuelto a sorprender, Señor!». O, como Miguel, vemos que el evangelio se «escucha
con alma» si se quiere comprender.
Todos las peregrinaciones
a Tierra Santa son una caja de sorpresas; en esta Dios me estaba esperando, por
partida doble, en las personas de dos hombres creyentes jóvenes.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
1 de Marzo de 2015
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