¿Aparecen
los nombres de los padres de la Virgen María en los evangelios? Parece que nos
acercamos un poco más a lo importante, pero tampoco le vemos mayor
trascendencia a la pregunta. La respuesta es que «no». Los evangelios nos
hablan de María, la joven de Nazaret que dijo un «sí» rotundo a Dios, pero no dicen
el nombre de sus padres. ¿Tiene alguna importancia?
En
mi experiencia como acompañante de grupos en Tierra Santa, cuando llegamos a la
Iglesia de Santa Ana, junto a la Piscina Probática, allí en Jerusalén, siempre
hago un recuerdo para los padres de la Virgen y hago una breve reflexión y
comentario. Para muchos es una sorpresa, no porque sea fundamental para la fe
católica, simplemente porque no habían caído en la cuenta de este detalle.
Otros preguntan con cierto interés que cómo conocemos sus nombres, si sabemos
más de ellos…
Una
profesora de arte, que venía en el grupo, me hizo caer en la cuenta hace unos
años que en los retablos dedicados a la vida de la Virgen María, sobre todo los
renacentistas y barrocos, comienzan siempre por una tabla que narra «El encuentro
de la Puerta Dorada». En ella se narra con los pinceles una escena aparentemente
trivial: un abrazo de dos personas con una puerta al fondo y con un pastor que
lleva a hombros un cordero. Joaquín, nos dice la venerable tradición del lugar,
era un pastor de los que habitaban humildemente en los alrededores del Templo
de Jerusalén. Los animales que sacrificaban en el Templo, principalmente las
ovejas, estaban en una zona lateral fuera del recinto sagrado, cerca de unos
estanques de agua (la Piscina de Betesda); de ahí también el nombre de «Puerta
de las ovejas» que aún hoy se recuerda en aquel lugar. Pues bien, Joaquín ve
cómo pasan los años y no tiene descendencia. Como judío piadoso y bueno que es,
se retira al desierto para hacer penitencia. Un ángel le comunica que regrese a
Jerusalén porque su oración ha sido escuchada; en la Puerta Dorada, otra de las
Puertas de Jerusalén que llevan aún a día de hoy este nombre, le está esperando
Ana, su esposa, y se funden en un abrazo fecundo. La escena del «Abrazo de la
Puerta Dorada» inicia los retablos de la Virgen María (Santa María de Ateca,
Santa María de Calatayud…), y hace memoria de dos buenos creyentes.
El
evangelio de san Lucas se detiene, en los primeros capítulos, en la presentación de Juan Bautista, precursor de Jesús. Juan
Bautista es anunciado por el ángel a Zacarías, su padre; luego sabemos que su
madre, Isabel, se beneficia de la visita de María en el encuentro de las dos
madres: Isabel y María en estado de buena esperanza, abrazando la historia de
la salvación. Sabemos los nombres de los padres de Juan Bautista, pero no
sabemos por los evangelios los nombres de María.
El
pueblo sencillo, el pueblo creyente, el que avanza en el camino de la fe y la
transmite de padres a hijos, ha entendido siempre que María es una mujer
creyente educada en la fe y el amor de sus padres. María no es una mujer ni
aburguesada ni altiva. Es del pueblo sencillo, del Israel de a pie, no de sus
clases dirigentes; es una mujer limpia y humilde, no complicada y engreída.
María lo aprendió en casa; aprendió de su padre Joaquín que era un pastor de
ovejas (oficio impuro en los conceptos de pureza del judaísmo) y de su madre
Ana. Aprendió a creer en Dios y a descubrir que la mayor riqueza es Dios. Esto
no lo digo yo, lo dicen los grandes biblistas cuando nos hablan de los
«anawim», de los «pobres del Señor» que confiaban y esperaban el cumplimiento
de las promesas de Dios. Ana y Joaquín, como Zacarías e Isabel, como Simeón y
Ana en el Templo de Jerusalén, todos formaban parte de estos «creyentes
limpios, sencillos y a la vez firmes en que el Señor no falla». Joaquín y Ana,
reivindican la fe del pueblo de Dios.
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