Cuando la comunidad cristiana de
Jerusalén daba sus primeros pasos, después de Pentecostés, sabían que allí, en
el huerto debajo de la Cantera de piedra que conocían como «Gólgota», seguía
vivo el recuerdo de la «Tumba vacía». ¡No está aquí, ha resucitado!,
proclamaban y celebraban. Ellos, sin saberlo, manteniendo viva la memoria del
lugar, habían dado inicio a las visitas continuas que con los siglos se
transformaron en verdaderas peregrinaciones. El cristiano de occidente quería
visitar la tierra de Jesús, pero sobre todo quería ir a besar el lugar de la
Vida (¡con mayúscula!), el lugar de la Resurrección.
Veinte siglos después, cuando el mundo
se muestra desmadejado, con visos de estar desnortado, como sin rumbo, en un
espectáculo continuo de incertidumbre más que de certezas y de esperanzas, el
Santo Sepulcro sigue siendo visitado por miles, ¡por millones! de personas.
Para los creyentes debería ser, sin
duda, un motivo de serena alegría. Parecería que en esta triste imagen del
mundo al que nos asomamos diariamente, la luz de la Resurrección de Jesús
tuviera un brillo especial. Los creyentes así lo creemos, así lo confesamos y
así lo proclamamos, pero…. El Santo Sepulcro de Jerusalén dista mucho de ser un
lugar de esperanza luminosa.
Ayer llegaba de Jerusalén de guiar una
peregrinación; lo que voy a contar sucedía el lunes por la mañana, veinte de
mayo de dos mil trece. Yo acabada de dar unas pinceladas de la historia del
Santo Sepulcro (su ubicación, sus destrucciones y construcciones repetidas)
pero sobre todo les invitaba a depositar un beso amoroso y creyente en la losa
poniendo el corazón en Cristo Resucitado. Los peregrinos se pusieron de forma
ordenada y seria en la fila, esperando este momento. Yo permanecía fuera,
observando todo lo que por allí pasaba.
Se me acercó un joven de unos
veintipocos años, con pintas de europeo despistado y me preguntó en inglés
(¡deben verme a mi cara de que yo hable inglés!) que qué era aquello para que
tanta gente estuviera haciendo fila para entrar. Yo pensé… «ya estamos aquí
como en el caso del neoyorkino» (recuerden los lectores de este «blog» que hace
poco escribí un «post» con este título). Cuando le dije que era el lugar de la
«resurrección de Jesús» me miró con cara de no tener cara, de no tener gestos, ni
de aprobación, ni de admiración, ni de alegría ni de nada… Ni se asustó, ni se
emocionó, ni articuló palabra. Yo me lancé con mis pinitos en la lengua de
Shakespeare: where are you from? («de dónde es usted»). Me dijo, « I’m sweden»
(Soy sueco). Con sorna puedo decir, que entonces entendí eso que decimos cuando
decimos «hacerse el sueco». ¡Qué rostro más inexpresivo! Con tristeza puedo
decir que a ese joven sueco, la resurrección de Cristo…. No le importaba
absolutamente nada.
Más triste aún fue la segunda anécdota.
Entre las filas prietas de los peregrinos a los que acompañaba se coló una
joven británica. Al salir, una de las peregrinas me comentó entre sorprendida e
indignada: «¿a qué no sabes qué me ha pasado? El qué, le dije: «que la
inglesita que iba delante de mí, se sentó en el sepulcro, como si fuera un
poyo, y me pidió que le hiciera una foto».
Añadió, «pero ¿esa mujer sabía dónde estaba?» Es verdad, la vida
religiosa está hecha de palabras, de confesiones, de adhesiones, de tomas de
posturas… ¡y de gestos! Hay gestos que se comentan por sí solos.
La tercera anécdota de esta mañana ante
la «capillita» que esconde en su interior la Tumba Vacía de Cristo aumenta en
tristeza; creo que llega al escándalo de una persona de bien. Precedía al grupo
de españoles (zaragozanos principalmente con peregrinos de otros sitios, catalanes,
salmantinos, navarros, madrileños etc.) un grupo de ortodoxos rusos,
probablemente ucranianos. Para el que no haya estado nunca allí le explicaré
que es tanta la gente que se pone en la fila que hay que guardar necesariamente
un orden (nadie pone objeciones). Da paso a los peregrinos un joven clérigo de
la Iglesia Ortodoxa griega: pelos largos recogidos en un moño; barbas largas
poco cuidadas; sotana negra hasta los pies; un gorrito pequeño, también negro,
que se ciñe a su cabeza. Gestos bruscos, sin comentar nada. Sólo dice «stop»
cuando pasan cinco o seis, y luego «quickly, quickly» (rápido, rápido), cuando
ve que el peregrino se entretiene y se
resiste a salir. Yo estaba apoyado en la valla metálica que separa la fila de
peregrinos del resto que por allí deambula; delante de mí no había nadie. Vi
cómo una mujer entregaba al clérigo ortodoxo un papel escrito, y un billete de
un dólar; luego, la siguiente, otro papel con dos billetes de dólar, luego otra
con un billete de cinco dólares… así casi todas. Digo casi, porque algunos no
entregaban nada y también pasaban. El clérigo cogía papeles y donativos con una
destreza que muchos taquilleros de espectáculos querrían. Rápidamente pensé: «serán
peticiones de oraciones acompañadas de un donativo», porque todas las mujeres
entregaban un papel en el que se adivinaban nombres, palabras… y las cantidades
eran distintas… Luego, me dije a mí mismo «no; ni esta es la manera, ni este es
el sitio». Que las comunidades, congregaciones e instituciones religiosas
necesitan ingresos para vivir, nadie con dos dedos de frente lo podrá discutir.
Pero hay sitios, hay formas… y hay modos que se incapacitan por sí mismos. ¡Ay
del Santo Sepulcro! ¡Ay de la Tumba Vacía! ¡Ay de una religión que no sabe
presentarse con frescura y hermosura limpia ante este mundo!
No sé si ahora el lector comprenderá
mejor el título de este artículo. Hace muchos años, entre 1981 y 1987, hubo una
serie de gran éxito en televisión que llevaba por título «Canción triste (blues)
de Hill Street»; el «blues» es un género musical que significa «melancolía» o
«tristeza». Esa fue la sensación que me
produjo la visita al Santo Sepulcro. De todas formas, nos queda lo importante,
«la Tumba está vacía»; «Cristo está vivo», y eso nadie nos lo podrá arrebatar.
Pedro Ignacio Fraile Yécora.
Jerusalén 20 de Mayo de 2013
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