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Lectura del segundo libro de SAMUEL 7, 4-5a. 12-14a. 16
En
aquellos días, recibió Natán la siguiente palabra del Señor:
-«Ve y dile a mi siervo David:
“Esto dice el Señor: Cuando tus
días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la
descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Él
construirá una casa para mi nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza
para siempre. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo”. Tu casa y tu
reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre.”»
Palabra de Dios
La conocida como ‘promesa
davídica’ (texto que leemos hoy) es una de las claves teológicas de interpretación
del Antiguo Testamento. David, elegido como rey de Israel, ungido por el
profeta Samuel, cae repetidamente en el pecado. Sin embargo Dios no abandona a
su ungido, sino que le conduce de forma que por su medio instituye toda una
descendencia. Las palabras con que Dios rubrica su promesa, ‘por siempre’,
supondrán un serio problema para el pueblo de Israel cuando vean que con
Sedecías, en el año 587, desaparece la monarquía davídica.
Será Isaías quien ayude a
interpretar la promesa en clave mesiánica y no puramente biológica. Dios no
estuvo sólo con el rey David para salvar a su pueblo, sino con todos sus
descendientes; la promesa no se reduce a un hecho de la antigüedad, sino que se
renueva y actualiza en el Mesías.
El profeta Natán con su
palabra no sólo legitima una dinastía humana, sino que enraíza en ella un
símbolo mesiánico. La casa de David se perpetúa en el pueblo de Israel.
Lectura de la carta del apóstol
san Pablo a los ROMANOS 4, 13. 16-18.
22
Hermanos:
No fue la observancia de la Ley,
sino la justificación obtenido por la fe, la que obtuvo para Abrahán y su
descendencia la promesa de heredar el mundo.
Por eso, como todo depende de
la fe, todo es gracia.
así, la promesa está asegurada
para toda la descendencia, no solamente para la descendencia legal, sino
también para la que nace de la fe de Abrahán, que es padre de todos nosotros.
Así, dice la Escritura: «Te hago padre de muchos pueblos.»
Al encontrarse con el Dios que
da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó.
Apoyado en la esperanza, creyó,
contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo
que se le había dicho: «Así será tu descendencia.» Por lo cual le valió la
justificación.
Palabras tajantes si las
leemos en un contexto de observancia judía donde la Ley o Torah había adquirido
rango de culto. Pablo rompe el argumento y apela al mismo Abrahán para
reivindicar la salvación por la fe y no por la observancia de una normativa
ético-religiosa. La perspectiva se abre a una nueva dimensión insospechada pues
según el apóstol la descendencia de Dios no se limita a la legal, esto es a los
israelitas observantes, sino a toda la humanidad que abre su corazón a la fe.
La promesa no se le hace a Abraham por ser cumplidor, sino por ser creyente.
Con estas afirmaciones el
apóstol Pablo rompe todo particularismo excluyente que limitara la acción de
Dios a un pueblo o grupo que fuese fiel a una observancia concreta para abrirla
a la humanidad creyente sin distinción. En el título ‘padre de muchas naciones’
Pablo contempla a la gran humanidad redimida en la persona de Cristo.
La diferencia entre los dos
tiempos salvíficos es que en Abrahán Dios promete, y el creyente vive en la
tensa esperanza de que se cumpla la promesa; en el tiempo inaugurado por
Cristo, Dios ha cumplido, y el creyente sabe que en su fe se actualiza y
realiza el plan de Dios.
Lectura del santo evangelio
según san MATEO 1, 16. 18-21. 24a
Jacob engendró a José, el
esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. El nacimiento de
Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y,
antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu
Santo.
José, su esposo, que era justo
y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había
tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le
dijo:
-«José, hijo de David, no
tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella
viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús,
porque él salvará a su pueblo de los pecados.»
Cuando José se despertó, hizo
lo que le había mandado el ángel del Señor.
Palabra del Señor.
La figura de José aparece
poco en los textos evangélicos. Mateo acaba de introducir la genealogía de
Jesús, 'hijo de Abrahán, hijo de David' haciendo que la cadena desemboque en José, del que se dice
que es 'esposo de María', y no al revés como se esperaría: María, 'esposa de José'.
El relato quiere desarrollar
que la maternidad de María no es obra de José, sino del Espíritu santo. Para
ello lee en clave de cumplimiento la promesa mesiánica que aparece en Isaías –
la señal de la presencia de Dios es que la virgen está encinta- y que el texto
litúrgico en este caso no recoge.
Según las costumbres judías
se han celebrado los esponsales, pero no la boda y consiguientemente se presume
la no cohabitación de la pareja. Mateo emplea la conocida figura del sueño y
del ángel para introducir el misterio que supera a la inteligencia humana.
José es colocado en la línea
de los hombres creyentes que, como Abrahán, va más lejos de las leyes naturales
o humanas y acepta entrar en la dinámica de los planes de Dios. Cristo es
hombre como los demás, pero al mismo tiempo es fruto del Espíritu Santo. José
acepta esta paradoja por ser creyente, no sólo por ser bueno. El texto acaba con la obediencia de José;
obediencia que no es sumisión ciega sino aceptación del misterio que sobrepasa
y que se acoge con reverencia.
Pedro Ignacio Fraile Yécora
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