27 enero, 2016

EL EXTRAÑO OFICIO DE TEÓLOGO


            Supongo que algunas profesiones, ocupaciones y vocaciones como maestros, filósofos, historiadores,  escritores, artistas, incluso jueces y abogados, se pueden quejar de algo parecido. Dicen frases como: «no estamos reconocidos», «nos han quitado la autoridad»; «la sociedad no nos valora», «no nos hacen caso…». ¡Malos tiempos para la lírica! El caso que nos ocupa podría ser semejante, pero no es lo mismo. Querría hablar del teólogo, con motivo de su santo patrón, Santo Tomás de Aquino y, por extensión, del oficio de la teología.

            El de «teólogo» es un oficio extraño. Uno puede ser «psicólogo» o «filósofo»; hoy en día puede ser «técnico en coaching» y en «terapias alternativas», ¿pero ser «teólogo?».
Aquí viene bien la anécdota que cuentan de un torero que se encontrró con Don Eugenio D'Ors; El torero le preguntó a Don Eugenio que a qué se dedicaba, contestando el sabio pensador catalán que era 'filósofo'. El torero respondió: "¿filósofo? Hay gente pa tó". Pues eso, ¿teólogo? Hay gente "pa tó".

La primera objeción va directa al ojo: el pedagogo tiene como objeto el estudio sistemático y la ayuda a la educación en sus distintas fases; bien; el filósofo nos explicará las grandes corrientes de pensamiento en las que se mueve el ser humano y se atreverá a dar un diagnóstico de la situación actual, incluso se aventurará sobre el futuro, bien; ¿Pero cómo es posible que un hombre, el teólogo, se atreva a hablar de Dios?
            Muchos objetarán que no está claro ni definido el objeto de estudio: ¿qué es eso de Dios? ¿Quién es Dios? Lo primero que deberíamos hacer es discutir su existencia o, al menos, su plausibilidad. La «teodicea» y la «teología fundamental» ocupan casi todo el tiempo. Cuando una discusión, un debate o una disciplina deben gastar casi todas sus energías en justificar que es razonable, posible e incluso necesario discutir sobre ese asunto, mal vamos. Una vez que aceptemos que no es una insensatez un discurso sobre Dios, hay que hincarle el diente. Y las perspectivas no son mejores.
            Están los que reducen la teología a una «historia comparada de las religiones». Se exponen todas de forma descriptiva, sin hacer juicios de valor. Es un gran mapa de las «creencias» con sus coincidencias y divergencias. Pero claro, ¿el teólogo es solo un experto en la fenomenología de las religiones o tiene un pensamiento que aportar hoy para iluminar, criticar, hacer crecer y avanzar? ¿El teólogo es solo el «técnico en creencias»? Si esto fuera así, podría suceder que un «teólogo-técnico-en-creencias-ajenas», pudiera ser un gran especialista, pero no sería necesario que tuviera fe.
Están los que opinan sobre el tema, aunque no tengan mucho fundamento. ¿Quién no ha asistido a debates furibundos sobre la fe? (teniendo en cuenta que en tierras católicas se mezcla la fe con Jesús, con los curas, con las monjas, con la Iglesia, con las experiencias infantiles).  Todos opinan, pero ¿todos saben de qué hablan? Hace muchos años un compañero de claustro se quejaba: «mis hermanos son médicos, y cuando ellos hablan yo callo y les escucho. Yo soy teólogo, y cuando hablo mi argumento es una simple opinión que no tiene más valor que la que exponen ellos, que no han estudiado teología». En un mundo del «respeto» entendido como «di lo que quieras, sin insultar», se pueden oír las opiniones más peregrinas, muchas veces sin fundamento; pero el «teólogo» tienen que callar, porque «hay que respetar», aunque el señor de enfrente esté diciendo una barbaridad sonora. «Eso es opinable, y tu opinión no vale más que la mía –dicen-».
Están los beligerantes. Todo el discurso religioso es nocivo y nefasto. A la teología no  le conceden más valor que al fanatismo. Hay que acabar de una vez con este estado oscuro de la humanidad. La teología no debería existir, ni como disciplina, ni como opción a tener en cuenta. El teólogo forma parte de los «oficios medievales» que deben desaparecer. En muchas películas españolas que pretenden ser «históricas», el teólogo es el «inquisidor» malencarado, baboso e incluso cruel.
            Están los «neoespirtualistas» que propugnan trabajar la dimensión trascendente de la persona humana pero sin Dios nominal. Volver a la meditación, pero sin Dios, ni Jesús, ni Alá, ni Yhwhh; nada. Volver a la espiritualidad, pero centrada en el hombre y en sus posibilidades de crecimiento interior. Ayer me hablaron de un colegio religioso católico, digo el pecado pero no el pecador, donde han optado por no hablar de Dios, sino de «trascendencia». ¿Qué dice el teólogo católico en este colegio católico? Nada; tiene que asentir o callar.
            Ante esta condición de ser «extraño» en la sociedad, ¿cabe abogar por esta extraña disciplina, por su necesidad, y por aquellos que la ejercitan? Evidentemente yo sostengo que sí.
            Teólogo es el que cree en el hombre y en Dios. O en Dios y en el hombre. Quizá cambien los acentos según la perspectiva en que lea a uno y a otro, pero el teólogo sabe que ambos son irrenunciables. Si Dios habla al hombre, el teólogo tendrá que pensar una y otra vez quién es el hombre; si el homo technicus y technologicus del siglo XXI, es el mismo que el homo sapiens de la prehistoria. Si el homo urbanita, consumista, desapegado, universal y teledirigido del siglo XXI tiene la misma experiencia de Dios que el homo rural, tradicional, familiar, provinciano, con necesidades básicas,  de siglos anteriores. Pero también tendrá que pensar que al hombre que se intercomunica por medio del teléfono móvil, que interactúa con la tele, que ha hecho del mundo su «aldea», que conoce culturas y religiones ajenas, no le vale una imagen «rural», «cultural» y «raquítica» de Dios. La labor teológica es necesaria. Hay que «trabajar» la teología.
            Teólogo, cristiano, es el que lee la Escritura (la Biblia como Palabra de Dios) no para hacer «arqueologísmos», sino para entrever y entrepensar qué dice Dios al ser humano actual que vive, sueña, sufre, se desespera, grita, proyecta. ¿O acaso ya no tiene nada que decir Dios al hombre del siglo XXI que ve como renace el fanatismo religioso cruel, o los millones de desplazamientos humanos? ¿Acaso el Dios que se revela se calló y tenemos que seguir viviendo de los recuerdos?
            Teólogo es el que, como los profetas del Antiguo Testamento, se atreve a leer los signos de los tiempos a la luz del evangelio y decir lo que hace daño al hombre, lo que deshumaniza, lo que nos lleva a nuestra frustración. ¿Cómo bendecir todo el esfuerzo armamentístico o todo el desarrollo de fuerzas destructivas cuando creemos en un Dios Padre de Misericordia que lleva la historia a su cumplimiento final? ¿Cómo no hablar cuando se trata al ser humano como moneda de pago o como números renunciables? El teólogo tiene la misión de ser el vigía del respeto por la dignidad de la persona humana ante manipulaciones e ideologías de todo tipo.
            Teólogo es, también, el que desde una «teología arrodillada» sabe contemplar la hermosura de Dios y contársela con sencillez y alegría a los que quieran escuchar. Felicidades a todos los que ejercen/ejercemos este «extraño oficio».

Pedro Ignacio Fraile Yécora
Santo Tomás de Aquino 2016




            

24 enero, 2016

LA CONVERSIÓN DE PABLO A CRISTO JESUS

            Cuando estudiábamos lengua española memorizando cuadros, que luego nos preguntaban en clase e iban seguros a examen, nos preguntaban por el pronombre de primera persona que decía: «yo, mi, me conmigo». Las personas engoladas y seguras de sí mismas se sirven del pronombre personal explícito, que en español no es necesario, a diferencia de otras lenguas, como el inglés; estos dicen: «porque yo…», o también «yo he estado…», «yo he pronunciado…», «yo he sido…». «Yo, yo, yo».
Un juego de palabras juega con el pronombre personal «yo» y el adverbio de tiempo «ya»; parece un simple enredo, pero es muy luminoso: el niño dice «yo, yo»; el joven que prospera, lo cambia por un presuntuoso «yo ya…». La persona que ya frisa la mitad de la vida solo se atreve a decir «ya yo...». Por último, el que ha visto de casi todo y está de vuelta cuando otros van, les dice socarronamente «ya, ya…».
            Mañana, día veinticinco de enero, celebramos la «Conversión de san Pablo». Es una fiesta importante. Pensamos que san Pablo «cambió de religión», se hizo cristiano dejando atrás el judaísmo. Es un pensamiento demasiado simple. Si solo fuera eso, ¿lo celebraríamos con fiesta propia? San Pablo rompió el «bucle» de su «yo»; se atrevió a salir de la «espiral de engreimiento» en la que estaba metido. Dio el salto de sus «convicciones fundamentalistas» (él perseguía a la Iglesia porque estaba convencido de que la Iglesia de Jesús era perniciosa y peligrosa, y era necesario acabar con ella) y pasó a vivir de la persona de Jesús como único centro de su vida. ¿Qué quiere decir que san Pablo se «convirtió»? Que fue capaz de pasar de él y de sus convicciones, a vivir para Jesús. Rompió su «eje vertical» centrado en sí mismo, en sus capacidades, en su «ego»:

‘Yo podría confiar en lo humano; si alguno cree poder confiar en lo humano, más podría yo. Fui circuncidado al octavo día; soy del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo, hijo de hebreos y, por lo que a la ley se refiere, fariseo; por amor a la ley fui perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia que viene del cumplimiento de la ley, irreprensible. Pero todo lo que tuve entonces por ventaja, lo juzgo ahora daño por Cristo; más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo’ (Filp 3,4-8)

            ¿Dónde está la actualidad de esta fiesta? Sin duda alguna en que la Iglesia nos recuerda el escándalo de la fractura entre los cristianos de distintas confesiones y nos llama con urgencia a que busquemos lo que nos une a todos los que confesamos a Jesús como Hijo de Dios, Señor, Redentor y Salvador. Pero creo que esto no es suficiente; hay mucho más.
            El siglo XXI se caracteriza, en el mundo occidental bien comido, bien bebido y bien dormido por una búsqueda generalizada de «sentido». Proliferan por doquier, por ciudades y pueblos de toda la geografía, escuelas, cursos, maestros, estudios, propuestas de «felicidad». Todas ellas tienen en común que no son religiosas y que se centran en el «yo»: meditación, autoconocimiento, sanación. Todas han puesto el centro en el «yo»; entre otras cosas porque, al no ser religiosas, no pueden dirigirse a un «tú» en el que no creen.
            La persona humana es fundamentalmente relación y por tanto relacional. Si decimos de alguien que es un «ególatra» pensamos en que se «se adora a él»; mi cuñado dice con sorna de esta gente que «piensa que el sol ha salido por ellos»; si decimos que es «autosuficiente» decimos indirectamente que no necesita a nadie (o eso piensa él); si decimos que es un «egoísta» dejamos claro que ha puesto a su «yo» en el centro del todo. Lo contrario al «ególatra» es el «extrovertido», lo contrario al «autosuficiente» el «humilde» y lo contrario al «egoísta» el «generoso».
            La verdadera espiritualidad no es una carrera hacia el «yo, mi, me, conmigo», sino hacia el exterior. La Escritura nos dice que Abrahán un día decidió «salir de
casa y ponerse en camino», o sea, que dejó sus  seguridades para buscar lo desconocido: hay que ponerse en camino, hay que «abrirse» y no encerrarse. Abrahán escuchó la voz de Dios que le dijo «sal de tu tierra y vete a la tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1). La Virgen María, por nombrar solo a un personaje del inicio y otro del final de la Escritura, cuando el ángel le anuncia el nacimiento de Jesús primero se turbó y luego dijo «aquí estoy, que se cumpla». (Lc 1,38). Los dos coinciden en que estaban abiertos y en que fueron generosos; en términos bíblicos, en que «escucharon y obedecieron». La espiritualidad no es un ejercicio de repliegue en uno mismo, sino en abrirse, relacionarse, escuchar.
            Hay muchas formas de «romper ese bucle» en el que tenemos la tentación de encerrarnos. Hay gente muy racional, que busca la explicación de todo lo que hace, hasta de los menores gestos: todo tiene un porqué y un para qué. El racionalista es esclavo de sus razones, explícitas o imposibles. La espiritualidad le lleva al racionalista a descubrir que no lo sabe todo, que no lo puede explicar todo. Tiene que salir de su «yo» y abrirse al «misterio». Dios es sobre todo «misterio de amor» que nos sobrepasa; cuando creemos que ya lo hemos entendido, se nos escapa como el agua entre las manos. El que busca «sentido» a todo, choca con los misterios del «pecado» (entendido como destrucción, como antipersona, como antihumano) y de la «muerte» (entendida como finitud de la existencia corporal). La espiritualidad le abre al racionalista a un mundo de nuevos sentidos desde Dios, que él nunca encontraría buceando en su yo.
            Otra forma de romper el bucle del yo para abrirse a la verdadera espiritualidad es la sensibilidad por lo social. Muchas personas no están pendientes de la razonabilidad de todo, pero se les mueve todo por dentro cuando ven el sufrimiento humano, la injusticia. No pueden aceptar que haya personas que nazcan y mueran sufriendo y en extrema pobreza, cuando otros se regodean babosamente en su abundancia. Esta «salida» hacia fuera, esta «expropiación» del yo es el lugar donde pueden encontrar a Dios, donde pueden desarrollar una espiritualidad que no les cierre a la vida real. La fe les lleva a actuar; la oración les lleva a comprometerse por el otro.
            ¿Qué es convertirse? ¿Pasar de una religión a otra? ¿Dejar de ser «regulares» para ser un poquito mejores? Convertirse es dejar que entre Dios en tu vida y que todo cambie. En términos cristianos, «convertirse» es dejar que tu centro ya no lo ocupes tú, sino que lo ocupe «Cristo Jesús». Este «descentramiento» de tu «yo» para dejar que Jesús entre en tu vida tiene unas consecuencias tremendas. La primer y principal, entiendes la vida, las relaciones humanas, no con tus criterios, sino con los criterios de Jesús y de su evangelio. Ya no quieres ser feliz tú aun a costa de los demás, sino que quieres la felicidad de los demás; es más, no puedes ser feliz si los que conviven contigo no son un «poquito felices». Ya no estás obsesionado por ser el centro del mundo, de la sociedad, de todo… sino que descubres que el centro está fuera de ti y que tú estás íntima e inseparablemente unido a él. Somos personas humanas; somos alma y cuerpo; somos carne y espíritu; somos seres vivos con nombre y memoria, e historia propia; con cargas y cargos; pero no nos agotamos en nosotros mismos, sino que el amor oblativo, entregado, nos abre a los demás.
            Rompamos el bucle del yo y dejemos que Jesús, el Cristo y su evangelio entren en nuestras vidas. Esa es la conversión de Pablo y nuestra conversión.

Pedro Ignacio Fraile

25 de Enero – Conversión de san Pablo

20 enero, 2016

MATAR A LA MADRE. ¿Matar a la Iglesia?


             Ayer pronuncié una conferencia dentro de las programaciones del Año Jubilar de la Misericordia. El título estaba muy pensado: «La misericordia entrañable: camino de Jesús y de la Iglesia». Primero hablé de tres caminos que encontramos en la vida (dos actuales y verificables, el de las «ideologías» y el de la «estabilidad con justicia», y uno dificultoso y encomiable: el de la «misericordia»). Hablé  de cómo Jesús transparenta las «entrañas de misericordia de Dios», y por fin de cómo el camino de la Iglesia solo puede ser el de la misericordia. El público aplaudió y elogió mi intervención. Al final hubo turno de intervenciones, unas diez. Todos estaban de acuerdo con mis palabras; de Jesús nadie habló directamente, pues nadie lo cuestiona. Pero en varias preguntas se advertía un «doloroso desapego de la enseñanza y vivencia recibida». Nadie pronunció la palabra Iglesia, pero no hay que ser un lince para adivinar que había «dolor» en algunas intervenciones.
            Los presentes eran todos, o casi todos, católicos bien formados y convencidos. Yo «jugaba en casa», como se dice en términos futbolísticos. No debía temer intervenciones adversas o hirientes, pero me quedó ese «regustillo» que me hizo pensar más tarde. ¿Por qué entre los mismos católicos hay ese «desapego» con su madre la Iglesia?
            El tema es arduo, pero no por eso vamos a meterlo en el cajón de los temas que siempre «trataremos mañana», porque no sabemos bien cómo hincarle el diente. Es un hecho que la gente no católica, o los «veterocatólicos» (o sea, la gente con educación católica pero que han renunciado de facto a una visión de fe y a una práctica católica), tienen un gran respeto por Jesús pero se posicionan con mucha dureza con la Iglesia. Lo curioso es que este fenómeno se dé también en muchos ambientes eclesiales o eclesiásticos (dos palabras de un rango similar, pero que no indican lo mismo).
            El slogan que se repite hasta la saciedad es: Jesús sí, Iglesia no. Es un slogan trampa que ha sido muy bien recibido por doquier. Resumiría pensamientos simples y fuertemente anticlericales como «Jesús fue honesto, pobre, estaba con los pobres, y la Iglesia ni es honesta ni está con los pobres, sino que se sirve de ellos». O también, «Jesús no inventó la Iglesia. La Iglesia es un invento de los curas para vivir del cuento». El público adepto y entregado a estos mensajes aplaude estas palabras hasta con las orejas.
            Otra posición más sensata y matizada, de aquellos que no son anticlericales, o que incluso son «cristianamente anticlericales» (cristianos que no aceptan el poder omnímodo y exclusivo del clero) reivindican una «vuelta a Jesús», pero desconfían del papel de la actual Iglesia, apoyados en argumentos históricos, en análisis políticos, sociales y pastorales. Estos dirían «Jesús sí; Iglesia distinta».
            No faltan quienes hacen una polarización de la Iglesia, dejando a un lado a Jesús, a quien nadie discute. Dicen, poco más o menos, que hay dos Iglesias: «La Iglesia buena y la Iglesia mala. La primera está con los pobres, es liberadora, acogedora. La segunda es dura, fría y culpabilizadora». Otros dicen: una es la Iglesia de la gente sencilla y otra la de la jerarquía. Unos son los «punteros» y otros los «retrógrados». Que cada uno lo piense: ¿hay de verdad dos Iglesias o es una simplificación y un  simplismo? ¿De verdad que es así? Yo conozco entre los primeros, gente que habla mucho y hace poco. Entre los segundos, gente con un compromiso humano propio de santos andantes. Dividir a la Iglesia en dos tiene un nombre, ya antiguo, «maniqueísmo». Yo conozco a catequistas, visitadores de enfermos, animadores de la liturgia, voluntarios de Caritas, grupos de oración etc. que van a la Iglesia con una alegría y un sentido de pertenencia que nunca entenderían qué es eso de «Iglesia buena y mala» o de «Iglesia progresista y una Iglesia retrógrada». Se sienten felizmente Iglesia, aunque muchas veces les haga sufrir.
            Dicen que las cosas que amas te hacen sufrir. Si no sufres por algo es que no te importa. Por ejemplo, a mí no me importa quién gane la liga, porque el fútbol me da lo mismo. Sin embargo si me importa que en Siria estén asesinando niños, algunos de ellos degollados, otros quemados. Eso me importa y me hace sufrir.
            Cuando miembros de la Iglesia cometen delitos sufro. Cuando los denuncian falsamente, me duele, me enfado y doy un golpe encima de la mesa. Cuando atacan a la Iglesia sin piedad, sin motivos, con ganas de hacerle daño, es como si me atacaran a mí, porque yo no soy «un socio de un club que pago una cuota y me desentiendo», sino que soy miembro de la Iglesia.
            Llegados a este punto hay que servirse de términos teológicos. Después del Vaticano II se insistió mucho en la imagen de Iglesia como «nuevo pueblo de Dios». Una imagen bíblica que nos une a la Historia de la Salvación y al Pueblo de la Alianza, Israel, pero que no sé si ha tenido mucho éxito y aceptación más allá de las canciones litúrgicas: «Pueblo de reyes, asamblea santa, pueblo de Dios, bendice a tu Señor», o «Camina Pueblo de Dios…» o «Somos un pueblo y Cristo es la cabeza…». La gente cuando habla de «pueblo» piensa en los habitantes de su pueblo, donde ha nacido o donde vive; o también en términos de participación democrática. La Iglesia no se refiere a ninguna de las dos: el pueblo/villa no es de ninguna religión: allí hay o puede haber católicos y protestantes; musulmanes y chamanes; muchos no son ya de ninguna religión o de una fusión de todas: no existen pueblos católicos. Tampoco se refiere a la «democracia»; la palabra griega que usa la Iglesia para hablar de «pueblo» es laós: de ahí viene laico (laikós) y liturgia (servicio público, crasis de leitón y ergon); un palabra esta, laico, que hoy designa posiciones no religiosas o incluso antieclesiásticas cuando en su origen estuvo relacionada con el pueblo de Dios… ¡vivir para ver! A pesar del gran esfuerzo teológico y pastoral hecho, me parece humildemente que nuestros católicos no se viven como «pueblo de Dios». Admito críticas.
            Otro título, muy importante, para designar a la Iglesia y su misterio, es el de Cuerpo místico de Cristo. Esta designación tiene tres valores: nos habla de «Cristo», pues no en vano somos cristianos y no judíos; nos habla de «místico», uniéndonos a este sentido espiritual a la vez que real aunque se nos escape; y nos habla de «cuerpo», dándole ese sentido visible, corporal, sensorial, versátil y activo. Siendo una imagen profunda y lúcida, me temo que tampoco nos haya llegado.
            Hay otras muchas imágenes, la «esposa de Cristo», la «barca de Pedro» etc. Yo solo quiero trae a colación una que tiene que ver con la «madre». La Iglesia es «Madre y maestra». Por ser «maestra» tiene la capacidad y la misión de acompañar, educar, enseñar, corregir, animar, colaborar, impulsar, promover, clarificar etc.  Por ser «madre» tiene la misión de engendrar y amamantar, de educar, de escuchar, de esperar, de perdonar, de corregir, de alimentar, de proteger, de defender. Ambas cosas suponen una enorme capacidad de esfuerzo, de proyección y de sufrimiento. ¿Qué madre no sufre por sus hijos? La buena maestra y la buena madre dan autonomía a sus hijos para que tomen sus opciones, los escucha y corrige con cariño; y siempre les pone el «mantel para la comida en casa», lleguen a la hora que lleguen.
            Por eso me pregunto, ¿entendéis a un hijo que hable mal, afee en público, o incluso publicite los cansancios, las contradicciones, los errores cometidos por su madre? ¿Qué le diríais a ese hijo? ¿Le echarías en cara a tu propia madre que no supo educarte bien o que fue demasiado exigente contigo?

            Jesús sí, y la Iglesia también. No somos cristianos porque nos hayamos bautizado a nosotros mismos o porque hayamos recorrido solos el camino de la fe. Somos cristianos porque hemos sido bautizados en la fe de la Iglesia y creemos la fe en Jesús Señor, reflexionada, contemplada y vivida en la Iglesia. Críticos, sí; hijos, sí; pero ni falsos, ni amargados. Esta Iglesia, con sus errores, arrugas, pesos; con sus aciertos y esperanzas, es mi Iglesia.

Pedro Ignacio Fraile
San Sebastián, 20 Enero 2016

14 enero, 2016

ECUMENISMO VERSUS NACIONALISMO


             A veces uno se pregunta si la humanidad avanza o retrocede. Que técnicamente avanza está fuera de dudas (a pesar de las consecuencias directas negativas en el medio ambiente, clima etc.). Lo que no está tan calo es que avancemos en «grandeza de espíritu».  Un ejemplo claro lo tenemos ante nuestros ojos: el avance de los nacionalismos y el retroceso del ecumenismo.
            El «ecumenismo» no es un término ni una idea moderna, sino que se remonta nada más y nada menos que a Alejandro Magno, que vivió y peleó cuatro siglos antes de Cristo. El soldado macedonio abandonó pronto su casa, con veintitrés años, y nunca regresó. A su muerte, con treinta y tres años (solo diez años más tarde), había extendido sus conquistas hasta la India. El preceptor de Alejandro había sido Aristóteles. Dicen que en las campañas militares Alejandro se hacía acompañar por un ejemplar de la Ilíada de Homero y por obras de Aristóteles. Dicho de otra forma, era un «intelectual» metido en el cuerpo de un feroz guerrero y de un inteligente estratega. Alejandro quería extender una concepción del mundo que se entendiera como una «casa». Casa en griego se dice «oîkos», y de ahí el concepto de «oikumene» (casa común), que da lugar al concepto moderno de «ecumenismo».   Alejandro sabía que con los ejércitos solo se conquistaba y se sometía, pero eso no era su proyecto; se hacía acompañar de arquitectos y urbanistas que diseñaban ciudades (todas las Alejandrías que hay en el mundo antiguo); se hacía acompañar por maestros que extendían la lengua griega, que pasó a ser la «lengua común» (koiné); no olvidemos que en la época de Jesús y de Pablo, la gente culta escribía en griego (¡el Nuevo Testamento está escrito en griego!). En cuestiones de fe estaba poco apegado a la de su pueblo; si bien le habían dicho que él mismo era fruto de la unión de su madre con una serpiente Pitón (mitología y esoterismo a partes iguales), no hizo ascos a la religión egipcia cuando fue a Egipto, ni a la babilónica cuando llegó al Éufrates. Alejandro fue un hombre universal, moderno, potente, sin miedo. Como diríamos hoy, «adelantado a su tiempo», solo que Alejando es de cuatro siglos antes de Cristo.
            Desde otra perspectiva, también mediterránea, siglos más tarde aparece en Roma un emperador con ínfulas universales, que respondía al nombre de Augusto. Tenía malas pulgas, pues pronto se quitaba a sus adversarios, consiguiendo quedarse él solo en el poder. Inició el «Imperio romano», antes era la «república». Consiguió extender la «pax romana» de occidente a oriente. Decimos bien, pues en Occidente podemos citar «Emérita Augusta» (la actual Mérida, en la actual Extremadura) y «Caesar Augusta» (la actual Zaragoza). No puedo menos que citar a Augusta Bilbilis (la actual Calatayud, cuyo nombre es árabe), en la «Hispania citerior» (al este de la «Hispania ulterior», pero una y otras «Hispania» según la nomenclatura del Imperio romano, esa palabra que les produce sarpullido a los más «puritanos nacionalistas»). Decimos que llegó a Oriente; ¿no recuerdan ese texto tan manido que dice que «en aquellos días apareció un decreto del Emperador Augusto ordenando que se empadronasen los habitantes del Imperio». El imperio llegaba hasta Jerusalén, y hasta Belén; la familia que se desplazó para empadronarse era José y María, que llevaba en sus entrañas a Jesús. Octavio soñó con un «mundo romano» que se extendiera por todo el «orbe» de la época, si bien luego la historia le puso sus límites y le aguó la fiesta. No habían aparecido aún los terribles invasores de las estepas asiáticas (hunos, mongoles, turcos etc.)
            Jesús de Nazaret tenía un pensamiento universal. No lo voy a desarrollar ahora; solo recordar una de sus frases paradigmáticas: ‘Vosotros no pretendáis que os llamen «Rabí», porque uno es vuestro Maestro, Cristo, y todos vosotros sois hermanos’ (Mt 23,8).
            En esta época antigua no era difícil pensar «en lo grande». San Pablo, que ya no es de la época de Augusto, sino de su sucesor, Tiberio, pero que pertenecía a este mundo «universal», predica un mensaje universal que hoy nos parece «extraño».  Dice que «ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). El particularismo provinciano, la diferenciación enfermiza, la separación por clases sociales, desaparecen ante la persona de Jesús, nos dice Pablo. Pablo entendió perfectamente el sentido «ecuménico» del evangelio, y se fue a predicar a sirios, cilicios, gálatas, griegos, macedonios, sicilianos, chipriotas y romanos. A España no sabemos si llegó, aunque dice que también quería venir a estas tierras de España. Lo siento mucho, pero en el Nuevo Testamento sale «España», dos veces, aunque a algunos les vuelva a salir el sarpullido.  El original griego dice «eis ten Spanían», y la traducción griega «in Hispaniam» (Rom 15, 24.28). San Pablo no preguntaba de qué país se trataba; se subía al barco, o se apuntaba a una caravana de viajeros… y recorría el «mundo», el «orbe», la «ekumene». Los papas en su bendición del comienzo del año la realizan «urbi et orbi» (para la ciudad y para el mundo). El evangelio es universal, es para todo el mundo.      
La Iglesia es universal «por fundación». En el acontecimiento de Pentecostés, cuando se derrama el Espíritu Santo, se dice que cubre con su fuerza y luz a todo el mundo civilizado conocido de aquella época: «partos, medos, elamitas, de Mesoptamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia…» (Hch 2,9-11).

         
   En esta civilización universal, ecuménica (dentro de poco celebraremos en la Iglesia la semana de oración por la unidad de los cristianos, con motivo de la conversión de san Pablo, el 25 de Enero, semana «ecuménica»), reaparecieron con el movimiento poético y político del «romanticismo», en el siglo XIX, todos los «nacionalismos»: en Italia, en Prusia, en Rusia, en Inglaterra, en España. Un aire de melancolía y de búsqueda de la identidad perdida recorrió el mundo: ¿quién soy? ¿Cuáles son mis orígenes? ¿Cuáles son mis mitos particulares, propios, que me distinguen de los demás? Los nacionalismos románticos se radicalizaron y se siguen radicalizando. Símbolos, banderas, tradiciones propias, ADN particular, diferenciación del otro, separación y exclusión del distinto. Se piden adeptos, y como si de una religión se tratara se aceptan conversiones (los conversos al nacionalismo, como en todas partes, son más radicales para ser aceptados, ya que por origen y en estricta justicia no tienen derecho a gozar de los privilegios de la «nación»). Se vuelven a escribir las «grandes historias» que narran las épocas gloriosas de donde procedemos; se añora un tiempo feliz (que nunca existió) y se anhela una libertad que solo la dará la «nación».
            El «ecumenismo» de Alejandro Magno; el «orbe» de Augusto; la universalidad de la hermandad en Jesús, la destrucción de las separaciones en Pablo… todo parece que sucumbe ante estas nuevas olas de «nacionalismos» emergentes y excluyentes. ¿De verdad que estamos avanzando o estamos retrocediendo?

Pedro Ignacio Fraile

           


09 enero, 2016

COMO UN PUÑETAZO EN EL OJO

            La portada de la última revista «Charlie Hebdo» con motivo del primer aniversario del atentado de París contra esta publicación es terrible. Una imagen representa la figura de un anciano, con triángulo, cara de cólera, con la túnica ensangrentada y con un «kalasnikov» a la espalda. Se supone que representa a Dios. No es una simple ofensa, es mucho más. Querría detenerme en algunas reflexiones sobre lo que está pasando, a mi juicio, con la fe en Dios, que no es ni tema banal ni a dejar pasar como si nada.
            La imagen de un «dios terrible y cruel», desgraciadamente, ha formado parte de nuestra «mochila cultural». En mi experiencia como profesor de Sagrada Escritura y de «charlista», de forma constante he tenido que responder a la pregunta de si hay que creer en el Dios violento que aparece en el Antiguo Testamento. O, peor aún, de si es el mismo Dios el que se revela en el Antiguo Testamento y en Jesús. Un tema nada baladí, sino muy importante porque afecta a la unidad de la revelación de la Escritura y a nuestra misma fe en Jesús como Dios. A veces, después de haber estado hablado en una conferencia del tema que me habían propuesto durante una hora, alguien me preguntaba sobre el «dios violento» y veía cómo todo mi esfuerzo había resultado casi inútil. En dos o tres minutos de respuesta no podía responder a una idea que el pueblo llano lleva «metida» en su cabeza como un mantra a repetir.
            Es verdad que la catequesis de los últimos decenios ha querido cambiar el rumbo de esta imagen insistiendo en el «Dios Padre», en el «Dios amor», pero ¡queda tanto camino por recorrer y tantas generaciones por cambiar su imagen de Dios! Con un hilo de desilusión me pregunto ¿llegará el día en que no tengamos que explicar que Dios no es vengativo, ni cruel, ni violento, porque los creyentes vivamos con normalidad que es Dios-amor?
            La portada de la revista «Charlie Hebdo» es de todo menos ingenua. Tiene muy mala leche. Como decimos popularmente «tira a dar»; pero «no tira a dar» porque sí, sino que sabe lo que quiere. Apunta al «Dios monoteísta». Todos sabemos que los atacantes fueron unos islamistas radicales unidos al ISIS, pero a ellos les da lo mismo. Para ellos fueron unos «que creían en Dios»; por eso dibujan a un Dios que se parece más a la imagen cristiana del Dios anciano (con triángulo, la Santísima Trinidad, que los musulmanes no admiten), que al Dios-Alá de los musulmanes que no se puede dibujar, ni diseñar, ni mencionar indirectamente con unos trazos. Los enemigos para ellos son todos los que creen en Dios. Repito, no es ninguna tontería.
            No es para tomárselo a broma porque hace tiempo que algunos intelectuales proponen acabar con la fe en un Dios personal y trascendente (el del judaísmo-cristianismo-Islam) porque es violento, porque no se puede conciliar con la libertad humana (pensamiento de la Ilustración) y buscan una espiritualidad sin Dios personal. Ellos saben que el ser humano es «espiritual en sentido amplio», por eso proponen métodos de autoconocimiento, de autoexploración, de concentración, de meditación… pero no religiosos. Para ellos la religión (entendida como «religación» con Dios) es perjudicial, es mala; por eso proponen fórmulas alternativas para que la gente viva tranquila (o eso pretenden), en una «finitud aceptada serenamente» pero sin Dios.
            Otros proponen una vuelta al paganismo; esto es, a las religiones naturales previas al cristianismo, al que consideran como una «religión invasiva importada». Los mitos del mediterráneo son más alegres, más divertidos, no culpabilizan. Las religiones monoteístas (judaísmo-cristianismo-islam) hablan de pecado, de culpa… ¡hay que acabar con ellas y hay que volver a la felicidad precristiana! Repito, no es ninguna tontería. ¿Cuántas propuestas de regreso a cultos ancestrales celtas, íberos o montañeses; o simplemente cultos al fuego, a los árboles y plantas conocéis que se van abriendo de nuevo camino entre nosotros? La pregunta es ¿tanto esfuerzo de evangelización para volver a una cultura pagana sin Dios?
            Hace muchos años, más de veinte, escuché al entonces obispo de Sigüenza-Guadalajara, don José Sánchez, que había sido durante muchos años capellán de emigrantes españoles en Alemania. Le preguntaron sobre los musulmanes; él respondió que los «adversarios de los cristianos, no eran los musulmanes, sino los ateos». Ahora lo entiendo. Yo me entiendo mejor con un musulmán que reza a Dios/Alá, que con los dibujantes de «Charlie Hebdo» que lo dibujan con un kalasnikov.
            El tema es muy complejo. Mucho más de los que podemos pensar y escribir en pocas líneas. Entre otras cosas porque los cristianos de Siria e Irak tienen el riesgo real de desaparecer del todo, como ya pasó en Turquía y en el norte de África, por avance del Islam. O sea, que no es para decir simplicidades. A modo de ejemplo. De las cinco sedes patriarcales que dan origen a la Iglesia, cuatro han desaparecido por completo: no tienen presencia cristiana. Las enumero: Sede de Jerusalén (mayoría musulmana); Sede de Antioquía en Siria (cristianismo a extinguir); Sede de Alejandría en Egipto (cristianismo a extinguir); Sede de Constantinopla (hoy Estambul, en Turquía, cristianismo extinguido). Solo queda de la «pentarquía inicial» la sede patriarcal de Roma con una mayoría cristiana. Esto es así, guste o no.
            En nuestra querida España, o lo que va quedando de ella, la religión cristiana va en franco retroceso. El análisis sería muy complejo. Por una parte una evangelización muy deficiente en amplias zonas (se bautizaban a los nacidos, pero no se catequizaba); por otra parte un «rebote» de amplias capas de la población de hace cuatro o cinco décadas a una religión nacional-católica impuesta y unida al franquismo; hoy en día destacamos un entreguismo generalizado a la cultura dominante, evitando así la sorna de algunos «modernos», donde «ser católico» es en importantes foros y reuniones motivo de risa, incluso de desprecio no disimulado: «¿aún sigues yendo a misa?». No podemos dejar a un lado la confusión de la «tradición» con lo «casposo»: la fe cristiana bebe de la tradición (¡dos mil años de cristianismo!), pero no por ello es ni retrógrada ni casposa. Tampoco podemos dejar a un lado el intento de muchos grupos variopintos de derechas y de izquierdas (sí, he dicho bien, de derechas que dicen que la religión es algo privado, y de izquierdas que la quieren echar del ámbito público a cualquier costa) de eliminar cualquier tipo de expresión religiosa pública o de su enseñanza.
            Preguntas: ¿serán nuestros hijos más humanos y mejores ciudadanos si hundimos para siempre en el baúl de los recuerdos la religión? ¿Podremos explicar la historia de la humanidad sin referencia a la religión? ¿Sabremos dar un sentido pleno a la vida, o presentar de forma coherente y creíble motivos para vivir en medio de contradicciones y culpas sin la religión? ¿No mutilamos a la persona quitándole conscientemente de una parte muy importante de él (un brazo, una pierna, no sé…) cuando le quitamos conscientemente la religión?
            El Papa ha convocado un año jubilar de la Misericordia, cuyo título es precisamente «Misericordiosos como el Padre». Pues bien, ese «padre» no es nuestro progenitor de carne y hueso, sino Dios. El papa nos dice que Dios es misericordioso. ¿Los dibujantes de «Charlie Hebdo» conocen este mensaje del papa? ¿Lo conocen y se mofan de él? ¿Siguen con su campaña de acoso y derribo contra Dios?
            Hace años oí también una frase inteligente con la que me quedé: «Dios no necesita que le defiendan». Es verdad. Dios, porque es Dios y no hombre como nosotros, no necesita defensores, en muchos casos torpe como el que escribe. Pero los hombres tenemos derecho a que otros hombres nos «respeten» porque nosotros seamos creyentes. ¿O no? ¿O solo se puede respetar a unos sí –los que se ríen de Dios en nombre de la libertad de expresión- pero  no son dignos de respeto los que afirman/afirmamos que creemos en un Dios Padre de Misericordia?


Pedro Ignacio Fraile   - Sábado 9 de enero de 2016

05 enero, 2016

¿QUIÉN ES CONTRACULTURAL? Con motivo de los “reyes magos”

            Yo no me imaginaba hace dos o tres años el lío que se iba a montar este año de 2016 con motivo de los reyes magos. ¡Yo mismo salí de «rey negro» en el año 1977, allí en mi ciudad natal, en Tarazona! Guardo en casa las fotos como una «reliquia de la nostalgia». Mi amigo Tomás de Melchor, otro amigo que venía de Zaragoza esos días –Palacián-, de Gaspar, y yo de Baltasar. Santi hacía de «San José»  y una chica jovencita de «Virgen María». Era algo totalmente inocente y simpático. Como estaban entonces de moda los «payasos de la tele», y como me encargaron a mí que dijera unas palabras (eso de hablar en público siempre se me ha dado  bien), me dirigí a los niños y comencé mi intervención diciendo «¿cómo están ustedes? Los niños gritaron al unísono: ¡biennnnnn!
            La verdad es que la España de los años 77 no se parece en nada a la actual. Entre otras cosas porque hacía dos años que se había muerto Franco, y estábamos estrenando la democracia. La gente estaba en otras historias, y nadie se metía con la «cabalgata de los reyes magos». Han pasado cuarenta años…. ¡y resulta que en muchas partes de España es un gran problema! Que se lo digan a la cabalgata de Carabanchel, barrio de Madrid, que excluye a unos por motivos peregrinos e incluye a otros por motivos más peregrinos aún; o a la pre-cabalgata republicana de Valencia con «tres reinas» que se llaman «Libertad-Igualdad- Fraternidad» (no lo digo yo, lo he leído en los Medios). Por cierto, la gloriosa triada «Liberté-Egalité-Fraternité» nos remonta a la Ilustración francesa, al «Siglo de las Luces», en los finales del siglo XVIII. Pero claro, señores, repasemos la historia. Después del «Iluminismo» han pasado por este mundo nada más y nada menos que el Marxismo (con sus hijos: el comunismo con todas sus variantes realizadas y realizables y el socialismo marxista); el anarquismo (que como el Ave Fénix siempre renace de sus cenizas); los fascismos y nazismos (en todas sus variantes violentas de derechas y de izquierdas); ahora tenemos los terrorismos de corte pseudoreligioso… Bueno, pues las tres reinas magas de Valencia nos remiten a los Voltaire, Montesquieu, Rousseay, D’Alambert con L’Enciclopedie y demás… ¿Este es el futuro?
            Da la sensación de que en estos albores del siglo XXI los «reyes magos» del evangelio son «contrarrevolucionarios», como los Belenes. Yo tengo una teoría que confirmo día a día. Esta teoría dice que la condición humana progresa en tecnología multiforme, pero se hace inculta en humanidades, entre las que incluyo las religiones en sus múltiples vertientes.
            Si yo hablo de «inclusión», de «universalismo», de «romper fronteras», de ver en el otro no mi enemigo, sino mi hermano alguien dirá: «eso, eso, eso es lo que queremos». Si a continuación le digo a ese mismo personaje que ese es el mensaje de los Reyes Magos me dirán «No. Imposible. Los Reyes Magos son retrógrados».
            ¡Esta es la incultura con la que nos tenemos que tropezar día tras día! La fiesta cristiana  de los Reyes Magos es precisamente la fiesta de la Universalidad. El mensaje de Belén no se queda en las montañas de Judea, no es solo para los judíos; es para el mundo total y global, que no excluyen a nadie e incluye a todos, representados en los tres magos de Oriente. Es la Epifanía (manifestación) de Jesús Salvador a toda la humanidad sin restricciones ni exclusiones.
            Como tengo amigos republicanos, les diré que el texto del evangelio no dice «basileis» (reyes en griego), o «melakim» (reyes en hebreo), sino que dice «magoi» (de ahí el castellano magos), que indica a personas sabias e inquietas que buscan la verdad. Por eso siguen la estrella. ¿Reyes Persas? ¿Reyes de la Mesopotamia? ¿Reyes del Oriente? Sean lo que sean, personas que no se conforman con lo que saben y se ponen en camino. La estrella les conducirá a Belén.
            Los «reyes magos», queridos amigos, son «profundamente contraculturales», porque en una sociedad que tiende al particularismo y a los nacionalismos (¡yo soy distinto de ti!), son profundamente universales. La salvación de Jesús no es para los blancos, los europeos, los occidentales, los angloparlantes… Es para todos, porque Dios no es propiedad privada de «nadie», sino de la humanidad. La sociedad consumista nos ha secuestrado la fiesta, y nos hacen creer que es una exaltación del liberalismo económico. En absoluto. Los primeros que fueron al portal fueron unos pobres pastores; luego, unos magos llegados de tierras extrañas, que, eso sí, adoraron a Jesús.

Pedro Ignacio Fraile

Epifanía del 2016