31 mayo, 2013

EL CANTO DE LIBERTAD DE LA MUJER


 

               No es fácil encontrar en la Biblia una escena donde las dos protagonistas sean mujeres, sin que aparezca la figura masculina, aunque las haya. Una de ellas, poco conocida, es la de Sara con su esclava Agar. La narración principal sigue el hilo de un matrimonio anciano, cabezas de un gran clan: el de Abrahán y Sara. En todas las culturas, mucho más en las antiguas, la descendencia y procreación es un honor, un deber, una responsabilidad y un medio de subsistencia y de asegurar el futuro. Sara, la esposa legítima, no puede tener hijos (ancianidad, esterilidad… sea lo que sea); Agar, la esclava, es mujer fértil que lleva en sus entrañas el fruto del anciano Abrahán. Sara siente envidias, celos, ira, coraje… y busca la «solución» expulsando a la esclava Agar al desierto con su niñito, Ismael.

            Esta historia es tremenda, pero no es ni la única en la Biblia que hable de mujeres, ni la definitiva. Bueno, lo primero: ¿Cómo acaba la historia de Agar e Ismael? La narración nos dice que Dios no abandona a la joven Agar con su hijito, sino que los protege; no en vano, el niño Ismael será el padre de los futuros ismaelitas. Recordemos que los musulmanes se remontan en sus tradiciones a Ismael, y que los hijos del Islam reciben también el nombre de «agarenos».

            Esta historia, como decía, no es la «ejemplar» en la Biblia, sino que es modelo de la condición humana sujeta a la envidia y  la violencia, que sin embargo, tiene una salida feliz. La narración que más me interesa a mí hoy es la de otras dos mujeres: Isabel y María. Son «primas», pues ambas tienen sus orígenes en las montañas de Judá, si bien la familia de María se había desplazado al norte del país, a Nazaret. Sabemos por la historia que los reyes judíos «asmoneos», siguieron todo un plan de «judaización» de la poco piadosa Galilea enviando familias de los alrededores de Jerusalén.

            La escena es ahora sólo de dos mujeres. Una, Isabel, es la mujer  madura que ha esperado durante mucho tiempo tener un hijo; ya en su «vejez/madurez» lo recibe y lo acoge como un «regalo de Dios». La otra, María, es la doncella de Israel que ha visto su joven vida virginal abierta a la vida de un futuro nacimiento. Cuando María se entera de que Isabel está encinta, sale corriendo al encuentro con su prima. La narración nos dice que se funden en un «abrazo». Encuentro con abrazo; abrazo que se encuentra; abrazo encontrado; encuentro abrazado.

            ¿Sólo se abrazan dos primas? ¿Sólo se encuentran dos mujeres? No. Se encuentran y se abrazan las dos mujeres que llevan en su seno el plan amoroso de Dios. Isabel lleva en su seno a Juan Bautista. María lleva en su seno a Jesús. Isabel lleva en sus entrañas al profeta que culmina las promesas de Dios, manifestadas en el Antiguo Testamento, y el que asegura el tránsito al nuevo profeta, Jesús. María lleva en sus entrañas al hombre-profeta Jesús, que lleva a plenitud la revelación del Dios de Israel y de la historia. No sólo se abrazan dos mujeres, sino que se abrazan dos eslabones de una única historia, la historia de la salvación de Dios, que culmina en Jesús.

            ¿Qué dice Isabel? Lo primero, bendice a su prima: «¡Pero qué requeteguapa estás! ¡Pero qué bien te sienta el embarazo! ¡Pero qué requetesalada y requetebonita que eres!» O en lenguaje bíblico, para que nadie se me enfade: «¡Bendita tú entre las mujeres!».

            ¿Qué dice María? María nos salió «revolucionaria». Comienza bendiciendo a Dios («¡Qué grande eres, Dios mío! ¡Cuánto te quiero!», o literalmente: ‘Proclama mi alma la grandeza del Señor!). Luego dice que Dios hace sus planes, que no coinciden necesariamente con los criterios de los hombres; a unos, los potentados egoístas y soberbios; malencarados, maleducados y aburridos... Dios les hace caer de su «altura» y les pone a servir la mesa. ¿Ahí queda todo? No; Dios se fija en los sencillos con buena cara; a los que aman sin poner medida; a los que entienden lo inimaginable sólo por amor; a los que son capaces de perder sólo para que una persona débil se beneficie… Son las cosas de Dios, y María las canta en un himno a la libertad.

            Hay un «pequeño» problema para los hombres y mujeres de hoy. El problema está en que hoy cuando decimos «libertad», lo primero que nos quitamos de encima, como si de un mal compañero de viaje se tratara, a Dios. María nos salió humilde a la vez que valiente; sencilla a la vez que lista; despierta a la vez que atrevida; y además, creía con todo el corazón en Dios, en el Dios de sus padres. Que María fuera una «mujer creyente» eso ya no lo lleva tan bien una parte de nuestra sociedad, pero… eso es lo que hay… Una mujer libre y creyente; creía con libertad; era libre para creer. Era una «revolucionaria que creía en Dios».

            Hoy, 31 de Mayo, es la Visitación. Allí, en la Montaña de Judea hay un Santuario en la ciudad de Ain Karen, a las afueras de Jerusalén. El corazón se nos va allí… y el corazón se nos queda con todas las mujeres que entonan su «Magníficat» a Dios, su «canto de libertad de mujer».

 

Pedro Ignacio Fraile Yécora

 

31 de Mayo de 2013; Fiesta de la Visitación de María a su prima Santa Isabel.

 

Otros artículos de Pedro Fraile  los puedes encontrar en http://viajesatierrasanta2013.blogspot.com.es/
o buscando en Google: ‘Tierra Santa, Tierra de Jesús, por Pedro Fraile’

 

           

29 mayo, 2013

"CORPUS": UNA TEOLOGÍA DEL CUERPO


 
CORPUS: UNA TEOLOGÍA DEL CUERPO
               La relación de los cristianos con el cuerpo siempre ha sido tormentosa, y eso que esta palabra forma parte muy importante, casi fundamental, de nuestra experiencia religiosa.

            Desde pequeños se nos ha ido metiendo, como si de un «dato   inequívoco» se tratara, que el ser humano está formado de «alma y cuerpo». Luego, más tarde, nos explican que esta distinción, siendo correcta, no está exenta de problemas. Por ejemplo: hay que «salvar» el alma, decimos, pero ¿qué hacemos con el cuerpo? A mucha gente le molesta su cuerpo: los que se sienten feos; los que no tienen un «cuerpo 10»; los que lo ven como un «carga pesada», un «impedimento» para llevar una vida conforme a las normas morales. 

¿Soluciones para este problema? Las hay: para los primeros hay que «cultivar el cuerpo», el ‘body’, como dirían los necios; para los segundos hay que «castigar el cuerpo», para que «no nos domine». ¿En qué quedamos? Si unos proponen «soluciones», otros denuncian sus abusos y alertan contra los propagandistas de uno y otro exceso. Los primeros son acusados de «dar culto al cuerpo», cuando en realidad sólo se puede dar «culto a Dios»; los segundos son acusados de «masoquismo», de «castigar el cuerpo en nombre de ideologías». Está claro que, en ambos casos, una vez más, no se puede «pasar la línea roja».

Hace falta, sin duda, que los teólogos reflexionen sobre el cuerpo. El cuerpo, de entrada, no es malo, ni pernicioso, ni un obstáculo. La teología habla de «creación» y de «salvación», y hay que decir que no hay salvación sin cuerpo, porque el que se salva es el ser humano, y no hay ser humano sin cuerpo. El ser humano es corporal. El ser humano no vive en las nubes, sino en la historia y en la geografía: se relaciona con otros y ama; trabaja y se cansa; disfruta y sufre… todo eso, profundamente humano, no puede darse sin el cuerpo. Tenemos un pasado, unos recuerdos (familiares, amigos), unos errores y unos aciertos… la historia de cada uno de nosotros tiene «fotos», «músicas», «sabores» y «olores»: ¡somos historia con cuerpo!

Desde un punto de vista médico, ¿qué decir de las enfermedades psicosomáticas? Una úlcera consecuencia de una angustia permanente; un dolor de estómago que identificamos con 'los nervios'; un dolor de cabeza permanente consecuencia del estrés…

Desde un punto de vista religioso, cultual, para orar y ponernos en presencia ante Dios el cuerpo tiene mucha importancia. No podemos rezar cuando estamos alterados o enojados; no podemos rezar cuando estamos despistados o atolondrados; necesitamos paz, reposo, silencio… El cuerpo también ora. No podemos hartarnos en una bacanal para inaugurar un tiempo de penitencia, sino que necesitamos el ayuno.

             Desde un punto de vista moral el cuerpo tiene un papel fundamental. El cuerpo es «objeto de deseo» carnal, pudiendo llegar a los atropellos, vejaciones, violencias y violaciones, como bien sabemos. A veces se le ha identificado con el «pecado», como cuando al ver a una mujer extremadamente bella, el castellano popular exclama: «¡tiene un cuerpo de pecado!». Hace años, una actriz norteamericana, Bo Derek, se conocía como 'El cuerpo'.
 
El cuerpo siempre pide más («me lo pide el cuerpo», decimos coloquialmente): no se sacia ni de manjares, ni de bebidas, ni de placeres inimaginables… Los «excesos» del cuerpo se pagan ya en nuestra historia de aquí y de ahora: enfermedades consecuentes directamente de abusos (alcohol, tabaco, drogas…), accidentes cardiovasculares…De ahí los consejos siempre necesarios de la  moderación, de la sobriedad, de la prudencia, de la sensatez, de la abstinencia, de la austeridad… que nunca están de más. Si bien algún simpático hedonista nos recordará ese dicho latino del «carpe diem!», que los italianos dicen de forma picarona, «sfrutta l’attimo»!; vamos, de nuevo en castellano de a pie: «¡a vivir, que son dos días!». ¿Cómo no traer a colación la canción de hace unos años que repetía una y otra vez, invitando a bailar y a saborear la letra, este estribillo?: 'Dale a tu cuerpo alegría, Macarena, que tu cuerpo es 'pa' darle alegría y cosa buena...'
Somos personas y somos corporales. Somos personas y somos historia. Somos personas y tenemos nombres y apellidos: cuando hablamos de «Pepe» o de «Juan» le ponemos cara, figura, pelo, peso, forma… somos corporales. Le ponemos carácter, hábitos, manías, virtudes, defectos, cualidades… somos corporales. Le ponemos ciudad, familias, padres, hijos, somos corporales.

Volviendo a la fe cristiana, somos seguidores del «hombre-corporal» Jesús que vivió como humano y del que podemos seguir sus huellas; que murió en una cruz y padeció la violencia extrema de sus verdugos (como bien conocemos por las hermosas imágenes de los crucificados que llenas nuestros pueblos); que resucitó y se apareció y mostró las llagas de las manos y del costado, indicando que era él en persona, que no era un fantasma. Para escribir una «cristología» hay que hablar del cuerpo de Jesús, del Jesús corporal, del Jesús humano. Para hablar de nuestro futuro, el de cada uno de nosotros, no podemos prescindir de nuestra «corporalidad e historicidad»: nos presentaremos ante Dios cada uno de nosotros, no una masa humana informe ni historia. Estamos llamados a ver «cara a cara», personalmente, a Dios en la Resurrección; no estamos llamados a confundirnos en mil formas distintas en una suerte sin nombres ni apellidos, de reencarnación.

Mañana es «Corpus Christi» y recordamos y celebramos precisamente que en la Eucaristía nos deja el sacramento de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada, por amor, por entrega total y absoluta, por todos nosotros. Lo dicho: mañana es el Corpus, tenemos que hacer una «Teología cristiana del cuerpo».

 

Pedro Ignacio Fraile Yécora, 29 de Mayo de 2013

 

28 mayo, 2013

JESÚS DESTROZÓ LOS CÍRCULOS DE PUREZA RITUAL (CURSO DE BIBLIA -2-)


 
               Hace muchos años tuve una intuición que poco a poco iba confirmando conforme estudiaba la Biblia. A todos nos ha pasado alguna vez pensar que «descubríamos el Mediterráneo» y nos sentíamos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra conquista; de repente una voz nos decía, entre humorística y tierna: «el Mediterráneo hace muchos siglos que fue descubierto». Algo así me pasó cuando estaba satisfecho con mi hallazgo de los «círculos concéntricos bíblicos» y pronto llegué a la conclusión de que era algo sabido.

               Para muestra un botón. Para entenderlo un ejemplo; o mejor, dos ejemplos. Ya dediqué uno de los artículos del blog a explicar el «ombligo del mundo» como una forma muy humana y muy bíblica de autocomprenderse y de comprender la realidad. En el fondo subyace esa manía humana de creer que «yo», o que «mi calle», o «mi pueblo», o «mi monte», o «mi provincia», o «o mi nación» es el centro del mundo. El que así piensa está convencido de que todo gira en torno a él. Este es un problema generalizado, si bien ahora sólo me interesa su presencia en la Biblia. Para los que escriben desde la mentalidad del Antiguo Testamento, primero antes del exilio en Babilonia y más tarde a su regreso, el centro del mundo está en el Monte Sión de Jerusalén. Allí, en su cima, el rey Salomón erigió el Templo de Dios, donde reside su «Gloria» (primer círculo, el interior). Este monte no está en cualquier ciudad, sino en la «Ciudad de Dios», Jerusalén (segundo círculo, exterior). Jerusalén, a su vez, en el Israel postexílico, se considera la «nación que Dios ha elegido como pueblo suyo» (tercer círculo, exterior). Por último, Israel no es una nación cualquiera, sino que es el «centro del mundo» (último círculo exterior que incluye a los otros).

               Un segundo ejemplo, en esta misma línea de «círculos concéntricos» lo podemos ver en el Templo de Salomón, ubicado en la magnífica maqueta del Museo de Israel, en Jerusalén. Explico que en el Templo de Salomón había «círculos» que pretendían salvaguardar la «santidad de Dios». No podías acceder a Dios directamente, sino que cada persona debía quedarse en su «círculo de pureza ritual». El «patio de los gentiles» era el círculo externo: todos podían entrar allí, incluso los no judíos: allí se podía comerciar con animales para el sacrificio diario y se cambiaba dinero para poder llevar acabo esas compras. A continuación se pasaba al «patio de Israel», tanto para varones como mujeres; eso sí, a condición de que fueran del «pueblo elegido». Ahí no acaban las «separaciones», porque al siguiente «círculo de pureza ritual» sólo pueden pasar los varones, ni siquiera las mujeres de Israel pueden traspasar la línea divisoria (aquí es cuando las mujeres me increpan, como si yo tuviera la culpa: «machistas, que sois todos unos machistas», dicen. Yo como me lo sé de una vez para otra, me río). El siguiente «círculo de pureza» ya no es ni siquiera para los varones, sino sólo para los «sacerdotes», que sin duda tienen un «pedigrí» superior (cuchicheo en los oyentes). Por último, el círculo final, está reservado para el «Sumo Sacerdote», que sólo puede entrar una vez al año al «Sancta Sanctorum», para pedir perdón por sus pecados, primero, y por los pecados del pueblo después. El Sumo Sacerdote, sabedor de que era un rito ineficaz, lo repetía año tras año en la «Fiesta de la Expiación».

               Cuando parece que la buena gente de la peregrinación se queda como cariacontecida por la explicación de los círculos, viene la guinda. ¿Habéis oído alguna vez en Misa una lectura de la «Carta a los Hebreos» que casi nadie entiende? La gente asiente con satisfacción, «sí, sí», dice. Yo les digo: «pues mirad, la Carta a los Hebreos es el final de los “círculos de pureza ritual” para acceder a Dios. Nos explica que Jesús entró una sola vez en el «Santo de los Santos»; no lo hizo como el «Sumo Sacerdote», que sacrificaba animales para obtener el perdón de Dios, sino que toda su vida entregada incluso hasta la muerte, por amor, obtuvo para toda la humanidad el perdón de los pecados. Jesús «destrozó» los «círculos concéntricos» de pureza ritual y nos metió en el corazón de Dios.

Pedro Ignacio Fraile Yécora. 28 de Mayo de 2013

27 mayo, 2013

ESCRITURAS Y LIBROS SAGRADOS (Curso de Biblia-1-)


Todos los viajes abren la mente. Lo peor que le puede pasar a una persona es no haber salido nunca de su calle, de su casa o de su pueblo y explicar a todos cómo funciona el mundo y cómo se comporta el ser humano. A eso se llama, suavemente, presunción; mucho más fuerte, necedad. Podríamos decir en su defensa que hay personas ‘leídas’, ‘instruidas’, con la ‘sabidurencia’ de los mayores, de las tradiciones, del saber posado y reposado. No olvidemos que en la antigüedad la sabiduría para la mayor parte de las personas se adquiría no en largos viajes (que sólo hacían unos pocos privilegiados o los soldados, que pateaban los caminos de los imperios), sino en las tertulias al calor del hogar en invierno y en las fogatas al aire libre en verano. Me dirijo, más bien, a los nuevos predicadores de hoy que sólo saben lo que han visto en la tele (de forma no crítica) o que repiten sin criterio lo último que han escuchado.

El viajar a Tierra Santa te obliga desde el primer momento a que reorganices tus conocimientos religiosos. Es como si te dijeran, sin pedirte permiso: «ponga usted orden en estas palabras: Biblia, Corán, Escrituras, Palabra de Dios, Evangelios canónicos, evangelios apócrifos…». No te dan tiempo, porque el «guía» o comentarista va pasando de una a otra con rapidez, sin pararse a matizar. El último día (esto me ha pasado más de una vez), un peregrino que tiene más confianza te dice: «bueno, Pedro,… me parece que me voy a tener que poner a estudiar».

Es evidente que hay que hilar muy fino. Por ejemplo, si usted es cristiano ¿piensa que el Corán es la «Palabra de Dios»? ¿los ortodoxos judíos, que leen sin descanso en unas curiosas «bibliotecas-sinagogas», conocen y valoran el Nuevo Testamento? Los musulmanes, que incorporan a Jesús como «profeta» y a María como «madre del profeta Jesús, ¿cómo leen en su conjunto la Biblia cristiana?  Dicho de otro modo: no todas las personas le damos el mismo «valor» religioso a todos los libros de las religiones monoteístas. No todos tienen para nosotros el mismo carácter «normativo».

Los temas hay que afrontarlo desde distintas perspectivas; por eso pregunto lo mismo desde otro punto de vista; veamos: ¿puede tener un cristiano en su casa, y leerlo, aunque no sea musulmán, un Corán? ¿Puede tener un judío en su casa, y leerlo, aunque no sea cristiano, unos «evangelios»? ¿Puede tener un musulmán, en su casa, y leerlos, aunque no sea cristiano, una Biblia? ¿Puede una persona no adscrita a ninguna religión, tener en su casa y leer unas «Escrituras» de los judíos, una «Biblia» cristiana y un «Corán»? Por supuesto que sí. Los textos sagrados de una comunidad religiosa son «patrimonio de la humanidad». Se puede dar el caso, y de hecho se da, que una persona conozca perfectamente una religión, que cite incluso de memoria sus textos, pero que no pertenezca a ella. En este mundo de la expresión religiosa, «tener conocimientos» de una religión no quiere decir que «se profese» esa fe que se conoce.

Hay una postura que no vale; es el decir: «no me interesa lo que digan otros; yo sólo leo la Biblia»; indica bien poca inquietud cultural, bien inseguridad en tu fe y criterios. Tampoco vale el decir: «todas dicen lo mismo», porque no es cierto; las diferencias son importantes y no podemos solucionar un tema abierto reduciéndolo a una especie de «todo el mundo es bueno», «lo mismo da Juana que su hermana».

Tierra Santa te «abre el apetito» de las religiones monoteístas. Las preguntas se acumulan una tras otra ¿Por qué hoy sigue siendo tan importante la religión? ¿Por qué una religión, mal planteada, puede degenerar en fundamentalismo y en violencia? ¿Por qué escuchar un texto antiguo y ver en él que Dios está diciendo algo muy importante? Es más, ¿por qué aceptar como «normativo» para tu vida unos textos, a los que les das el carácter de «canónicos»? Como dice el peregrino que me tiene confianza: «Pedro, ¡me tengo que poner a estudiar!»

Por concluir esta primera «lección» del «Curso de Biblia en Tierra Santa», una última reflexión. El peregrino «escucha» con el corazón la Biblia, que para el creyente es «Palabra de Dios», y con los ojos «lee» la Biblia que se presenta de forma plástica ante él. El peregrino escucha con los ojos cerrados las palabras de Jesús en el evangelio y asiente: «son palabras de vida»; luego abre los ojos y dice: «esta es tu tierra, Jesús, que amabas; éste es tu paisaje, estas son las costumbres de tu gente…». El peregrino va con el corazón abierto, muy abierto, para que sea Dios el que se lo llene; en la mochila… la «Biblia», los «evangelios», para releer con los ojos, repasar con el corazón, y saborear muy despacio, muy quedamente.

Si el tiempo lo  permite… seguirán estas «lecciones de Biblia en Tierra Santa».

Pedro Ignacio Fraile Yécora . 27 de Mayo de 2013

 

22 mayo, 2013

«”CANCIÓN TRISTE”»DEL SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN


 

Cuando la comunidad cristiana de Jerusalén daba sus primeros pasos, después de Pentecostés, sabían que allí, en el huerto debajo de la Cantera de piedra que conocían como «Gólgota», seguía vivo el recuerdo de la «Tumba vacía». ¡No está aquí, ha resucitado!, proclamaban y celebraban. Ellos, sin saberlo, manteniendo viva la memoria del lugar, habían dado inicio a las visitas continuas que con los siglos se transformaron en verdaderas peregrinaciones. El cristiano de occidente quería visitar la tierra de Jesús, pero sobre todo quería ir a besar el lugar de la Vida (¡con mayúscula!), el lugar de la Resurrección.

Veinte siglos después, cuando el mundo se muestra desmadejado, con visos de estar desnortado, como sin rumbo, en un espectáculo continuo de incertidumbre más que de certezas y de esperanzas, el Santo Sepulcro sigue siendo visitado por miles, ¡por millones! de personas.

Para los creyentes debería ser, sin duda, un motivo de serena alegría. Parecería que en esta triste imagen del mundo al que nos asomamos diariamente, la luz de la Resurrección de Jesús tuviera un brillo especial. Los creyentes así lo creemos, así lo confesamos y así lo proclamamos, pero…. El Santo Sepulcro de Jerusalén dista mucho de ser un lugar de esperanza luminosa.

Ayer llegaba de Jerusalén de guiar una peregrinación; lo que voy a contar sucedía el lunes por la mañana, veinte de mayo de dos mil trece. Yo acabada de dar unas pinceladas de la historia del Santo Sepulcro (su ubicación, sus destrucciones y construcciones repetidas) pero sobre todo les invitaba a depositar un beso amoroso y creyente en la losa poniendo el corazón en Cristo Resucitado. Los peregrinos se pusieron de forma ordenada y seria en la fila, esperando este momento. Yo permanecía fuera, observando todo lo que por allí pasaba.

Se me acercó un joven de unos veintipocos años, con pintas de europeo despistado y me preguntó en inglés (¡deben verme a mi cara de que yo hable inglés!) que qué era aquello para que tanta gente estuviera haciendo fila para entrar. Yo pensé… «ya estamos aquí como en el caso del neoyorkino» (recuerden los lectores de este «blog» que hace poco escribí un «post» con este título). Cuando le dije que era el lugar de la «resurrección de Jesús» me miró con cara de no tener cara, de no tener gestos, ni de aprobación, ni de admiración, ni de alegría ni de nada… Ni se asustó, ni se emocionó, ni articuló palabra. Yo me lancé con mis pinitos en la lengua de Shakespeare: where are you from? («de dónde es usted»). Me dijo, « I’m sweden» (Soy sueco). Con sorna puedo decir, que entonces entendí eso que decimos cuando decimos «hacerse el sueco». ¡Qué rostro más inexpresivo! Con tristeza puedo decir que a ese joven sueco, la resurrección de Cristo…. No le importaba absolutamente nada.

Más triste aún fue la segunda anécdota. Entre las filas prietas de los peregrinos a los que acompañaba se coló una joven británica. Al salir, una de las peregrinas me comentó entre sorprendida e indignada: «¿a qué no sabes qué me ha pasado? El qué, le dije: «que la inglesita que iba delante de mí, se sentó en el sepulcro, como si fuera un poyo, y me pidió que le hiciera una foto».  Añadió, «pero ¿esa mujer sabía dónde estaba?» Es verdad, la vida religiosa está hecha de palabras, de confesiones, de adhesiones, de tomas de posturas… ¡y de gestos! Hay gestos que se comentan por sí solos.

La tercera anécdota de esta mañana ante la «capillita» que esconde en su interior la Tumba Vacía de Cristo aumenta en tristeza; creo que llega al escándalo de una persona de bien. Precedía al grupo de españoles (zaragozanos principalmente con peregrinos de otros sitios, catalanes, salmantinos, navarros, madrileños etc.) un grupo de ortodoxos rusos, probablemente ucranianos. Para el que no haya estado nunca allí le explicaré que es tanta la gente que se pone en la fila que hay que guardar necesariamente un orden (nadie pone objeciones). Da paso a los peregrinos un joven clérigo de la Iglesia Ortodoxa griega: pelos largos recogidos en un moño; barbas largas poco cuidadas; sotana negra hasta los pies; un gorrito pequeño, también negro, que se ciñe a su cabeza. Gestos bruscos, sin comentar nada. Sólo dice «stop» cuando pasan cinco o seis, y luego «quickly, quickly» (rápido, rápido), cuando ve que el peregrino se entretiene  y se resiste a salir. Yo estaba apoyado en la valla metálica que separa la fila de peregrinos del resto que por allí deambula; delante de mí no había nadie. Vi cómo una mujer entregaba al clérigo ortodoxo un papel escrito, y un billete de un dólar; luego, la siguiente, otro papel con dos billetes de dólar, luego otra con un billete de cinco dólares… así casi todas. Digo casi, porque algunos no entregaban nada y también pasaban. El clérigo cogía papeles y donativos con una destreza que muchos taquilleros de espectáculos querrían. Rápidamente pensé: «serán peticiones de oraciones acompañadas de un donativo», porque todas las mujeres entregaban un papel en el que se adivinaban nombres, palabras… y las cantidades eran distintas… Luego, me dije a mí mismo «no; ni esta es la manera, ni este es el sitio». Que las comunidades, congregaciones e instituciones religiosas necesitan ingresos para vivir, nadie con dos dedos de frente lo podrá discutir. Pero hay sitios, hay formas… y hay modos que se incapacitan por sí mismos. ¡Ay del Santo Sepulcro! ¡Ay de la Tumba Vacía! ¡Ay de una religión que no sabe presentarse con frescura y hermosura limpia ante este mundo!

No sé si ahora el lector comprenderá mejor el título de este artículo. Hace muchos años, entre 1981 y 1987, hubo una serie de gran éxito en televisión que llevaba por título «Canción triste (blues) de Hill Street»; el «blues» es un género musical que significa «melancolía» o «tristeza».  Esa fue la sensación que me produjo la visita al Santo Sepulcro. De todas formas, nos queda lo importante, «la Tumba está vacía»; «Cristo está vivo», y eso nadie nos lo podrá arrebatar.

 
Pedro Ignacio Fraile Yécora.

Jerusalén 20 de Mayo de 2013

17 mayo, 2013

UN ESPECTÁCULO PENOSO EN JERUSALÉN


 

Esta noche acabo de ver un espectáculo penoso en la puerta de Damasco. Varios cientos de judíos ortodoxos  salían ordenadamente, en silencio, cabizbajos, deprisa, como derrotados de una batalla, por la hermosa y noble puerta de la muralla norte de la ciudad. Salían en una larga procesión de una sola dirección, como si fueran deportados. Nadie entraba. Los que habíamos salido a dar un paseo y nos habíamos acercado a la puerta de Damasco, verdadero centro de la ciudad antigua, contemplábamos en la distancia, en silencio.

Salían en parejas, en grupos, también algunos solos. Todos deprisa. Salían familias enteras; padres, madres e hijos pequeños, incluso algunos en el cochecito que empujaba la madre. Salían con los vestidos de fiesta, hoy es Sabat: batines de raso negro, o blanco, ceñido por un cinturón ancho del mismo color, con sombrero de astracán, ellos. Vestidos amplios, largos, de corte decimonónico, siempre en tonos oscuros, ellas. Algunos salían con el talit sobre los hombros y el libro de oración entre las manos, como si les hubieran echado de algún lugar sin darles tiempo siquiera a que recogieran el paño de oración. Todos iban, sin parar, sin titubear, en dirección a su barrio: Mea Shearim.

La policía antidisturbios les observaba sin intervenir. Estaban relajados, al menos eso parecía, pero sin duda el hacerles pasillo para que salieran por la puerta de forma ordenada y continua no era mera casualidad.

He comentado a los que me acompañaban: «esto no es normal». A veces, cuando te das un paseo en la víspera del Sabat, ves cómo suben en grupos, separados, a distancia unos de otros… Ves que se mezclan con los vendedores palestinos de la Puerta de Damasco en medio de sus gritos. Pero esta noche no había gritos, sino mucho silencio; nadie gritaba ni cantaba, ni daba voces; sólo se oía el paso y las bocinas de los coches que pasan por la calle en su discurrir ordinario. Esta noche no había vendedores en la puerta de Damasco; sólo una marea humana de personas vestidas de negro, judíos observantes, que salían presurosos, probablemente porque les habían  «evacuado» del Muro de las Lamentaciones.

Luego nos hemos enterado de que los ortodoxos tienen un conflicto abierto con su gobierno a raíz de que ha aprobado que sus jóvenes (estudiantes ortodoxos de sus Escuelas de Torah) también tienen que hacer la mili, como ‘todo hijo de vecino’, y ellos no están dispuestos.

Yo no sé si esto que hemos visto respondía a una «evacuación forzosa» del Muro de las Lamentaciones. Lo que sí sé es que he sido testigo de un espectáculo, sin nada de hermosura ni de espiritualidad, sino de tristeza y de violencia contenida con un falso trasfondo religioso porque, seamos sensatos, ¿cuál es el testimonio oportuno y necesario que debemos dar los creyentes en Dios esta sociedad que cada vez más prescinde de él? ¿ser creyente es sinónimo de fanático? Ojalá llegue un día en que los creyentes demos testimonio de lo que realmente importa: testimonio inseparable de amor a Dios y a las personas con las que convivimos.

Pedro Ignacio Fraile Yécora, Jerusalén 17 de Mayo de 2013  

16 mayo, 2013

VER, OLER Y ENTENDER EL EVANGELIO


 
Hoy escribo desde Tierra Santa. Esta mañana hemos ido al Lago de Tiberíades y hemos hecho presente en cada momento el evangelio de Jesús. La verdad es que no cuesta, que es fácil.

Ayer estuvimos en Nazaret y, casi sin quererlo, las palabras se iban a María y su ‘’sí’ al ángel; a José, el hombre bueno y justo que no repudió a María sino que la recibió en su casa; a Jesús, en su vida oculta… Hoy, junto al lago, nos vienen a la cabeza nuevos textos: Jesús, dejó Nazaret y marchó al Lago; allí, en la ciudad de Cafarnaún, puso su centro neurálgico desde donde anunciar la buena noticia del Reino.

La mañana de hoy era preciosa. No hacía calor. El sol resplandecía. El campo, en primavera, nos regalaba todo su esplendor. Como siempre uno de los peregrinos hace un comentario acertado, muy acertado, que quiero traer a mi escrito. Había en el monte de las Bienaventuranzas tantas flores, tantos colores, tan distintos y tan desarmónicamente ubicados que ha citado a Jesús: ‘Fijaos en las flores del campo, que ni el mismo Salomón, en todo su esplendor, vestía como ellas. Dios, sin embargo, las llena de hermosura’. ¡Era verdad! Estábamos ante buganvillas doradas, rojas, violetas…  No lejos de allí dejaba su esplendor el azul intenso de las hojas de la jacaranda; el verde intenso de los árboles se confundía con amarillos de flores diminutas, con pétalos de mil colores que hacían entre todos un mosaico natural de gran belleza. Es verdad, a veces queremos explicar lo que quería decir Jesús con complicadas y enrevesadas interpretaciones… pero, para entender estas palabras de Jesús no hacía falta más que abrir los ojos y dejarse empapar de tanta belleza.

Luego hemos ido a la abadía benedictina de Tabga, donde se encuentra el mosaico bizantino de la multiplicación de los panes y de los peces. Allí, en la entrada, hay un molino de trigo, con una piedra de tamaño considerable para moverla una sola persona. A pocos metros está el mar de Galilea. De nuevo el evangelio se comenta sin esfuerzo: ‘el que escandalice a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran una piedra de molino y que le tiraran al mar’. Todos los peregrinos presentes han asentido al ver la plasticidad de las palabras de Jesús. Una vez que se ve el molino con su piedra de moler y el mar allí cerca, sólo quedar decir: ‘sobran las palabras’.

De allí a Cafarnaún. La ciudad tiene comentario aparte. Por cierto, para los que hace mucho que no han ido, aviso que están haciendo importantes obras en el jardín.  Pues bien, después de explicar distintos textos evangélicos  relacionados con la ciudad se me ha acercado un peregrino y me ha dicho… Pedro, te falta un texto muy importante. ¿Cuál?, le he preguntado. Cuando Jesús cura al siervo de un centurión; fíjate si es importante, me ha dicho, que sus palabras las decimos siempre en la misa. Entonces me he acordado de estas hermosas palabras del centurión de Cafarnaún que han pasado a nuestra liturgia: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa…’ Un peregrino nos ha iluminado.

En el Lago se ve, se huele, se siente, se escuchan hoy las palabras de Jesús. Primavera en Galilea. Primavera de la Iglesia escuchando con atención a Jesús, de Nazaret, el Señor.

Pedro Ignacio Fraile. Tiberiades 16 de Mayo de 2013

10 mayo, 2013

HOMENAJE A LOS PÁRROCOS


 
Hoy, 10 de Mayo, se celebra a San Juan de Ávila, patrono de los sacerdotes diocesanos de España. Quiero escribir un pequeño homenaje a todos los párrocos rurales y urbanos que durante siglos han velado con celo por las comunidades que les fueron encomendadas. Para ello me serviré de la figura de Don Eusebio, mi párroco, que lo fue prácticamente toda mi vida.

               Don Eusebio era un hombre de formas adustas; amables pero sin exageraciones. Saludador de los que enseguida ya no sabes qué decir, acabando el saludo con un «bueno, pues  bien», indicando que cada uno sigue su camino. Don Eusebio era «cura, cura», con pedigrí, con «oficio». Llegó a estar más de cuarenta años en la misma parroquia, que había conseguido por «oposición». En los tiempos anteriores al Concilio Vaticano II, se hacía «oposiciones» a las parroquias a las que se aspiraba.

               Don Eusebio había estudiado en Salamanca, había obtenido su grado en Teología, y pudo conseguir sin dificultad su objetivo. Los compañeros, con guasa no disimulada, le decían que era «el primer bonete de la diócesis», a lo que él asentía a la vez que protestaba, sin mucho convencimiento.

               Todo el mundo conocía a Don Eusebio, pues no en vano había bautizado, comulgado, casado y también enterrado a miembros de una misma familia. Cuando pasaba de la parroquia a casa, todo el mundo le saludaba, ¡adiós don Eusebio!, y él siempre respondía con cariño y educación.

               Era una fábrica de anécdotas. Solía repetir, pegase o no pegase, un «¡bien!» con valor ilativo más que de aprobación moral. Así, si uno le comentaba una barbaridad, lo primero que decía era, «¡Ehhh…, bien!»,  a lo que luego añadía, asustado, queriendo arreglarlo… «¡no… eso no se hace!»

               En cierta ocasión, cuando llegó la hora de que cayera el muro de Berlín y el consiguiente desplome de la Unión Soviética, en la misa de Nochebuena quiso explicarnos la Perestroyka de Mijail Gorbachov. La homilía comenzó bien, pero cuando a la quinta o sexta vez intentaba pronunciar, sin conseguirlo, «presstoika», el pueblo de Dios reunido para celebrar el nacimiento de Cristo no podía aguantar la risa en los bancos.

               Tenía debilidad por los pobres. A veces le decían, ¡Don Eusebio, que le engañan!. Pero él decía, «¡bah, bah, bah, bah, bah!», y siempre les daba algo. Bueno, alguna vez estos indigentes le dieron algún que otro susto, pero no escarmentaba.

               Fue buena persona y buen cura. Fiel a su parroquia y a su gente. Comenzaba muy pronto por la mañana y salía tarde por la noche.

               Como suele pasar con las personas buenas, no se le hizo justicia. Tuvo que marcharse a su pueblo a pasar los últimos días, porque estaba delicado de salud. Murió un domingo de Ramos, sin que pudieran llevarlo a la parroquia donde había gastado cuarenta años de su vida explicando el evangelio y administrando sacramentos de salvación. Un abrazo, Don Eusebio.

 
Pedro Ignacio Fraile Yécora, 10 de Mayo de 2013

 

 

              

              

08 mayo, 2013

LA PUERTA CERRADA A LA FE


 
Este es, lo reconozco, uno de los temas que más me inquietan. Con relativa frecuencia me veo dándole a la «centrifugadora» de mi cabeza buscando cómo comprender este hecho, que pasa de ser una «constatación» a un «misterio».

La fe no es evidente, como no es evidente que sale el sol por la mañana y que calienta para todos, buenos y malos.

La fe no se puede comprar. No puedo ir a una tienda y pedir con educación: «Me puede dar un kilo de fe, sabe usted, que es para mi hermana, que le hace falta…»

La fe no se hereda, como se heredan los parecidos físicos, los gestos, las manías…. Yo no puedo decirle a una  persona: ‘Pues es igualito usted que su madre; ¡qué fe tan grande tiene usted! ¡cómo se nota que la sangre manda! Pues no, oiga. De padres ateos pueden surgir grandes creyentes y viceversa.

La fe tampoco tiene que ver con una «inteligencia débil». Nadie duda de que Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, por decir algunos de los grandes de la historia, y Edith Stein o Benedicto XVI, por citar a alguno de hoy, sean personas sin un buen «coeficiente intelectual». 

Sigo dándole vueltas. Sin duda el gran enemigo de la fe en Dios, no lo digo yo, sino que lo dice cualquier manual de Teodicea o cualquier autor medianamente leído, es el dolor, el sufrimiento del débil, la muerte de los inocentes. Eso es así. Mucha gente se para como ante una barrera infranqueable cuando tiene que compaginar en su coherencia personal la fe en un Dios bueno con la realidad del sufrimiento injusto. Otros, los cristianos, lo iluminamos desde la muerte y resurrección de Cristo, pero para eso ya hay que tener fe.

Sigo dándole vueltas y ayer me pasó algo que me iluminó. Me contaron que una persona había devuelto un regalo a otra que se lo había dado con ilusión y cariño. ¡Ya está, pensé! Esta es una de las claves para explicar por qué algunas personas son incapaces de abrirse al don de la fe. La fe es fundamentalmente un «regalo», un «don». La fe no es un «derecho»; te la ofrecen (Dios se pone en tu camino como puro don, pura gracia) y tú lo aceptas, no lo aceptas, o le dices que para otro día. En todo caso, no lo puedes exigir, como no puedes exigir a otra persona que te haga un regalo «porque te lo mereces».

Hay personas que viven la vida en clave de «merecimientos» («yo lo exijo porque lo valgo»), o de derechos («yo lo exijo porque tengo derecho»), o de intercambio comercial («te debo un favor»). Estas personas, me parece humildemente, que nunca entenderán el don de la fe, porque ni se accede a ella porque nos lo merezcamos, ni porque hagamos valer ante Dios nuestros derechos, ni menos aún como un «favor» que le devolvemos a Dios. Es pura gracia; es gratis; no cuesta nada y vale todo. Este tema me apasiona. Yo sigo dándole vueltas…

 

Pedro Ignacio Fraile. 8 de Mayo de 2013

 

06 mayo, 2013

(VIII) EL OMBLIGO DEL MUNDO


 

            Hay una expresión en castellano que es muy significativa. Es esa que describe a la persona «ególatra», «egocéntrica» y por ende «egoísta», con la socarronería de que «está todo el día mirándose el ombligo». Es una expresión con una fuerte carga de guasa, pues el ombligo no es precisamente la parte más bella del ser humano; pero a su vez es muy ilustrativa, pues el ombligo es algo muy personal y cada uno mira el suyo.

            Esto de «mirarse el ombligo» es algo muy viejo, de todas las culturas, no sólo de todos y cada uno de nosotros. Cuando se va a Grecia, más en concreto a Delfos, allí donde se ubica el lugar del Oráculo, se encuentra para la Grecia clásica su «ombligo», su «ónfalos». Delfos se consideraba el centro espiritual donde debían acudir en peregrinación los prohombres y los desorientados espíritus griegos.

            Cuando se lee la Biblia, más en concreto el Antiguo Testamento, los textos bíblicos apuntan hacia el monte Sión, en Jerusalén. Allí confluyen todos los pueblos, así lo atestiguan distintos textos proféticos.

            Los cristianos no peregrinamos al Templo de Jerusalén (lugar judío), sino al Santo Sepulcro. La Iglesia Ortodoxa griega tiene buen cuidad de indicar allí, junto a la Edícula del Santo Sepulcro, en una piedra situada debajo de la enorme cúpula con un mosaico de Cristo, el «ónfalos/ombligo» de la Cristiandad.

            Hace unos años un teólogo me corrigió en público cuando yo estaba comentando estos diferentes lugares donde se ubica el «ombligo del mundo», diciéndome que para la fe cristiana la Resurrección de Cristo no se puede limitar a un lugar geográfico, sino que es un acontecimiento que sobrepasa y que supera cualquier intento de decir: «aquí». Tenía razón. La verdadera fe cristiana no se reduce a una localización geográfica, si bien la fe cristiana tiene un fundamento real e histórico, no mítico, simbólico, filosófico o literario. Es un «acontecimiento», no «una forma de hablar».

            Que la cuestión no es baladí la podemos encontrar en el curso de la historia. Constantino el Grande mandó derrumbar los Templos paganos que había construido Adriano sobre el lugar de la muerte y Resurrección de Cristo, y mandó edificar allí una Basílica. Más tarde, cuando el Islam se había apoderado de la ciudad y del lugar del Santo Sepulcro, los cruzados llegaron a la ciudad (eso sí, con espíritu de beligerancia desproporcionada e injustificable) a recuperar el Santo Sepulcro de Cristo para la cristiandad. Los mapas medievales, como el que ponemos para ilustrar esta «razón para peregrinar al Tierra Santa» siguen poniendo a Jerusalén en el «Centro/ombligo» del mundo.

            Los que conocemos un poco aquellas tierras, sabemos que hoy en día el punto neurálgico de la ciudad, y por extensión de buena parte de la política mundial, se juega en el monte Sión. Allí, donde se alzaba el Templo de Salomón, se levanta desde el año 638 d.C. una mezquita, la de Omar, que se considera por los musulmanes el Tercer Lugar Santo del Islam.

            Hace ya años que somos conscientes de que ninguna cultura puede anular a otra o desplazarla a los márgenes con el argumento de que yo soy el «ombligo» del mundo. Es más, la fe cristiana nos enseña que el cristiano no está aferrado a una «tierra», sino que es por naturaleza «universal» (católico).  La verdadera patria del cristiano es el mundo, y más en concreto el hombre. Donde hay una persona, sea de la raza y nación que sea, allí está el Señor. Eso creemos. La Tierra Santa, y Jerusalén en concreto, nos dan esa posibilidad de entender cómo el cristianismo salta del espíritu cerrado del «ónfalos» que se ata a un lugar como si aquello fuera lo último y lo definitivo, a ver la fe cristiana como respuesta desde el corazón del ser humano a la llamada de Dios en la persona de Cristo.

Pedro Ignacio Fraile Yécora, 6 de Mayo de 2013  

 

           

 

02 mayo, 2013

UN NEOYORKINO EN EL SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN


UN NEOYORKINO EN EL
SANTO SEPULCRO DE JERUSALÉN 

Parece el título de una película, pero no lo es. Parece una ‘leyenda urbana’ antinorteamericana, pero tampoco. Parece, incluso, que voy escaso de ideas para tejer una narración y me invento una que pueda ser atractiva. ¡En absoluto! Me pasó el lunes de esta semana, por la mañana, en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Estaba con un grupo de peregrinos y, una vez concluido el «Via Crucis», habíamos culminado en el Santo Sepulcro. Les acababa de explicar, antes de entrar en el Templo, que llegábamos al objetivo final de nuestra peregrinación: no se peregrina a Tierra Santa, se peregrina al Santo Sepulcro. Hoy en día se hace un viaje recordando las escenas evangélicas de Jesús (Nazaret, lago Tiberíades, monte Tabor etc.), y también se recorre Jerusalén (sus calles, sus Iglesias, sus zocos,…) ¡pero el verdadero peregrino sabe que su corazón está en el Santo Sepulcro! En la época bizantina muchos peregrinos querían venir de todo el mundo cristiano al Santo Sepulcro y muchos morían en el intento; durante muchos siglos en que el Santo Sepulcro estuvo bajo dominio del Islam, había que pagar ingentes sumas de dinero al gobierno musulmán de la ciudad para poder entrar en el Santo Sepulcro. Los cruzados, independientemente del juicio que tengamos de las cruzadas, tenían como objetivo «liberar el Santo Sepulcro» que estaba en manos de los musulmanes y recuperarlos para los cristianos. Santos como Francisco de Asís e Ignacio de Loyola entendieron que, una vez convertidos, tenían que ir al Santo Sepulcro del Señor Jesús, si bien ninguno de los dos, por distintos motivos, pudo llegar.

Es más, las peregrinaciones cristianas por excelencia son una terna: Jerusalén, Roma y Santiago. Los que se ponen en camino en las dos primeras, reciben incluso un nombre: los que peregrinan al Santo Sepulcro del Señor en Jerusalén reciben el nombre de «Palmeros» y los que peregrinan al sepulcro de Pedro, en la colina Vaticana de Roma, reciben el nombre de «Romeros».  Alguno de vosotros me diréis, en un giro fácil de prever, incluso citando al evangelio: ‘Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; no hay que visitar cementerios’. En efecto, los cristianos no «visitamos cementerios», sino lugares de vida. En el Santo Sepulcro de Jerusalén celebramos que Jesús «no está ahí», que «ha resucitado». En Roma no vamos a visitar una necrópolis romana del siglo I de nuestra era de las afueras de la ciudad, sino el lugar donde fue martirizado el apóstol Pedro, y donde hoy su sucesor preside en la caridad la Iglesia. En Santiago no buscamos «certificar» la tumba del apóstol, sino hacer nuestro camino en este lado del Mediterráneo donde llegó el evangelio, alcanzando el «finis Terrae», y donde queremos vivir como discípulos hoy también.

Volviendo al amigo americano. Estaba, como decía, esperando a que los peregrinos que iban conmigo pudieran entrar en la capillita de la Resurrección, cuando se me acerca un señor de unos sesenta años que me sacaba la cabeza, con gafas de sol como si estuviera en la playa, acompañado de una señora de su edad. Me preguntan cortésmente si hablo inglés, a lo que respondo «un poquito»; el hombre me interroga ante la atenta e inquieta mirada de la señora que le acompañaba: « ¿Me puede decir qué esto? ¿Por qué parece tan importante? ¿Por qué hay aquí tanta gente esperando para entrar?» Los ojos se me debieron salir de las órbitas, convencido de que no podía ser verdad, pero reaccioné con rapidez y tiento al ver que la pregunta era sincera: «Es el Santo Sepulcro; es el lugar más santo de los cristianos; creemos que el Señor Jesús ha resucitado». El gigantón americano dijo «ohhh, gracias». Me faltó tiempo para hacerle la pregunta: «por favor, de dónde son ustedes». Con una sonrisa amplia, satisfechos del lugar de su procedencia, me dijeron: «somos de Nueva York».
Allí mismo, en la entrada del Santo Sepulcro los griegos que vienen a celebrar la Semana Santa en Jerusalén con sus popes al frente esperaban entrar en la Basílica; ya dentro, al lado de los neoyorkinos que no sabían dónde estaban, había una fila de cristianos coptos de Egipto que se arremolinaban en torno a la capilla de la Resurrección (la «Anástasis», en términos correctos) que estaban esperando para besar la losa, con devoción, y decir: «es verdad, no está aquí, ha resucitado».

Pedro Ignacio Fraile Yécora- 2 Mayo de 2013