Ayer
veíamos las imágenes de unas personas, muchos de ellos niños, que se aplastaban
literalmente contra las vallas que les impedían el paso de un país (Grecia) a
otro (Macedonia): Son personas que huyen de la guerra, de que les maten.
En
las mismas noticias nos mostraban cómo la policía desmontaba el campamento de
Calais, donde miles de personas esperaban poder cruzar el Canal de la Mancha,
dirección a Gran Bretaña.
Sé
que el lector me dirá que el problema es muy complejo desde todos los ángulos.
Lo sé. Desde un punto de vista político, son personas que se mueven por países
y los gobiernos tienen derecho a saber quién pasa por allí, y hacerlo con
garantías. Desde un punto de vista social, son grupos de gente que se desplazan
sin rumbo, o con un rumbo muy definido, y los gobiernos están preocupados por
los equilibrios sociales. Desde un punto de vista económico, los desplazados
son pobres, y los gobiernos no quieren «bolsas de pobreza» en sus territorios.
Desde un punto de vista religioso, en el caso de Siria e Irak, la mayoría son
musulmanes (sólo hay unos pocos cristianos, que encima sufren el rechazo de sus
compatriotas), y los gobiernos no quieren desequilibrios religiosos que puedan
convertirse en futuros guettos.
El
problema no es de uno, sino de todos. Grecia dice que él no tiene la culpa de
estar en la «puerta de entrada» a Europa, y de que todos pasen por allí; pide
ayuda. Turquía los deja pasar, porque no quiere que se queden en la frontera
con sus países de origen y ya tiene bastantes problemas, pasando la pelota a
Europa. Los países del centro de Europa dicen que si Alemania y otros destinos
del Norte los rechazan, se los tendrán que quedar ellos, y tampoco quieren.
Alemania dice que ya tiene bastantes, o incluso más de los que puede. En el
norte de Europa también dicen que han cumplido el cupo. España e Italia, en el
sur, dice que con los que suben del sur, principalmente de África, ya tienen
bastante. Gran Bretaña juega a lo suyo, como siempre; lleva otro juego que sólo
él entiende y del que sólo él se beneficia.
El
caso es que miles de personas, a comienzos del siglo XXI, están paradas en unas
barreras metálicas que han levantado los gobiernos. No quieren pobres, ni
quieren emigrantes, ni quieren refugiados, ni quieren desplazados.
Luego
se nos llena la boca con el «nivel de vida», con los «progresos sociales», con
la «sociedad del bienestar»... Pero cuando vienen los pobres de verdad, los que
molestan de verdad porque traen «inestabilidad», les ponemos barreras. ¿Por
qué? Porque digamos lo que digamos, no es verdad que seamos todos iguales. No
queremos ni pobres ni refugiados. Esto es así, aunque nadie se atreva a decirlo
en voz alta. Sabemos que si vienen miles de pobres, «la balanza se
desequilibrará»; tendremos que «renunciar» a muchas cosas para que todos tengan
trabajo, tengan vivienda, y no solo nosotros. Y eso ya no nos gusta.
La
Biblia, que es un libro revolucionario, más que los manuales de revolución que
se prodigan cada generación, comienza diciendo que Dios creó al ser humano (no
dijo si creó a los europeos, a los africanos, a los de EE.UU o a los
japoneses). Lo creó «a su imagen y semejanza». O sea: los niños, las mujeres y
las personas que están atrapadas en tierra de nadie, con la cara pegada en una
barrera, son «imagen y semejanza de Dios». Seamos más provocativos: «Dios está
atrapado en una barrera que han levantado algunos humanos». La Biblia no pone
«apellidos» al ser humano, ni los clasifica: ricos/pobres; blancos/negros;
extranjeros/nacionales. Las vallas las han puesto los humanos, no Dios. Dios
está en las vallas, sin poder pasarlas. La desigualdad es de los gobiernos, de
los intereses, de los límites, de las clases, de las diferencias. Nuestra
oración solo puede ser esta:
¡Señor, ¿acaso
no nos creaste
a todos
a tu imagen y
semejanza?
Dinos,
entonces,
¿quién ha
establecido las diferencias,
las desigualdades
y las pobrezas?
¿quién ha
levantado las barreras?
Pedro Ignacio Fraile Yécora
1 de Marzo de 2016