23 marzo, 2013

JESÚS TOMÓ LA DECISIÓN DE IR A JERUSALÉN

 
 
Mañana es ‘Domingo de Ramos’. Mañana acompañaremos a Jesús en su entrada a Jerusalén como Mesías. Mañana nos pondremos de parte de los que salían a los caminos, arrancaban ramas de olivo y de palmera, alfombraban la tierra de la subida con sus mantos y gritaban «sálvanos» (en arameo ¡Hosanna!).
               Todos los evangelistas coinciden en que Jesús quiso subir a las fiestas de Pascua a Jerusalén, tal como mandaba la Ley (‘todo varón israelita subirá tres veces al año: en Pascua, en las Semanas y en Pentecostés, Dt 16,16), y tal como parece que hacía todos los años. San Lucas, sin embargo, nos hace un guiño en su evangelio. Primero dice en el capítulo nueve de su obra, «Jesús tomó la decisión de subir a Jerusalén» (Lc 9,51) , y luego, comienza la siguiente sección de su narración con un nada casual «dicho esto, subió a  Jerusalén» (Lc 19,28). La narración continúa localizando la escena en Betfagé y Betania, en plena subida a la ciudad por la ladera oriental del Monte de los Olivos.
               Jesús subió a Jerusalén no sólo porque era un buen judío y quería celebrar «como Dios manda», las fiestas de Pascua. Jesús subió a Jerusalén porque un profeta no puede no morir en la ciudad santa. Es la «prueba de fuego»; es la «asignatura que hay que aprobar»; es la señal de que no es un embaucador; es el paso casi invisible de la línea que separa el ser profeta de Israel o ser un «vendedor de humo» como lo habían sido otros muchos.  Para San Lucas Jesús no sólo «subió» a Jerusalén porque así lo mandaba el calendario, sino que «subió» porque era el camino final de su vida profética anunciando y haciendo realidad el señorío de Dios. San Lucas lo dice muy bien: «tomó la decisión».
               Hace muchos años, en uno de mis primeros viajes a Tierra Santa, un compañero dijo en voz alta en la evaluación final: no me gusta Jerusalén, prefiero Galilea. No andaba equivocado. Galilea es el anuncio del Reino, es estar horas con Jesús, sintiéndolo cerca; dejándose abrazar (físicamente, no simbólicamente) por Jesús. Galilea es escuchar el anuncio de las bienaventuranzas, es ver cómo Jesús se enfrentaba a los fariseos y decir: «sí señor, así se habla». Galilea es ir al puerto de Cafarnaún, al amanecer, a ver cómo ha ido la pesca y después sentarse con los pescadores que estaban cosiendo las redes a la vez que escuchaban a Jesús. Galilea es ir cruzando sembrados hasta llegar a Nazaret y ver cómo la familia de Jesús sale a su encuentro porque no terminan bien de entender qué tipo de vida está llevando.

               Jerusalén, por el contrario, es la sede del Templo y del Tribunal de Justicia. Recordemos que Jesús, las primeras comunidades, y pos supuesto san Pablo, conocieron el Templo en pleno apogeo. Jesús muere el año 33; san Pablo el 66, y el Templo es destruido por el general romano Tito en el año 70. Jesús no puede ir a Jerusalén e ignorar el Templo; no sólo no lo ignora, sino que entra y realiza la acción simbólica que con toda seguridad fue «la gota que colmó el vaso»: allí firmó su sentencia de muerte.  El Sanedrín, órgano oficioso del gobierno judío, decimos «oficioso» porque el «gobierno oficial» era el romano, le «tenía muchas ganas a Jesús», en expresión propia de la gente joven de hoy. Estaban hartos de ese «galileo-jornalero-campesino-predicador ambulante» que se las daba de profeta. ¿Condena a muerte? Bueno, no hacían más que llevar a su extremo una ley que prohibía la pretensión de ser «Hijo de Dios».
               Galilea es el lugar del anuncio del Reino y de la vida pública de Jesús entre sus seguidores; ¡también el lugar donde muchos se escandalizan y dejan de seguirle! (Jn 6,7) Jerusalén es el lugar donde culmina su obra; una culminación de muerte entregada, de vida culminada, de ofrenda de sí mismo sin reservas.
               ¿Se podría haber quedado Jesús siempre en las colinas de Galilea, o pescando en el Lago, con sus amigos? Podría. Pero Jesús sabía «que tenía que subir a Jerusalén». Nosotros, los cristianos de hoy, tenemos nuestras «Galileas», pero sabemos que en el camino de la vida no podemos evitar el que nos lleva a Jerusalén, lugar de confrontación con nuestra propia verdad, con nuestro ser, y con el de la sociedad, ambiente o costumbres que nos juzgan. Jesús mañana entrará en Jerusalén como Mesías. Pero eso es ya «otra historia».

Pedro Ignacio Fraile Yécora