14 marzo, 2014

¿NECESITAMOS A DIOS? - LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR


SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA (2014)

(Guardado en la página 'Año Litúrgico': Cuaresma 2014)


Muchas cosas son «aconsejables» en la vida, pero no «necesarias»; por ejemplo, saber nadar, saber tocar un instrumento musical, saber conducir. Todos conocemos personas que no saben nadar, ni tocar un instrumento musical, ni conducir, y no por eso son menos felices ni menos personas.
Otras cosas son «innecesarias» a todas luces para  vivir. Por ejemplo, que no se me enfade nadie, saber jugar al golf o montar a caballo. Son «lustres» que no aportan mucho a nuestra dignidad o nuestra plenitud como personas.
La tercera y última cuestión es: ¿hay cosas que son «imprescindibles» para vivir?  Todos estaremos de acuerdo en que no «se puede vivir» sin una familia o comunidad que te acoja, te dé calor y te quiera; unos ingresos suficientes para no ser un «pordiosero», un «pedigüeño» o un «excluido social». Igualmente necesitamos una vivienda digna, un servicio sanitario capaz etc. Pero ¿necesitamos a Dios para que nuestra vida sea «plena», «humana», «completa», «dichosa», «feliz»? Importante pregunta que muchos no se atreven a hacer porque no sabrían qué decir; otros se la hacen y dicen que no, y otros, por fin, creen (creemos) que sí.
Nos dice el evangelio que Jesús, aún en Galilea, subió a un monte y allí tuvo una experiencia única, singular, intensa y necesaria, en su camino a Jerusalén. Los evangelios dicen que «se transfiguró», verbo muy extraño y que no usamos de forma habitual.
Repasando verbos semejantes, que lleven en sí la palabra «figura», se me ocurren algunos. Está el verbo «configurar», que hoy se ha quedado casi reducido al mundo de los ordenadores (hay que «configurar» el equipo), si bien tiene un sentido religioso, incluso místico, cuando nos invitan a que nos «configuremos» con Cristo. Está el verbo «prefigurar», que usamos poco, cuando decimos por ejemplo «eso son prefiguraciones tuyas», o sea, «imaginaciones». Está el verbo «desfigurar», verbo negativo y feo, que usamos por ejemplo cuando decimos que una persona está enferma y está «desfigurada».
El verbo «transfigurar» no lo usamos.  El diccionario dice que es «cambiar de aspecto» una persona o una cosa. ¿Cuándo cambiamos de aspecto? Cuando sucede en nuestras vidas algo decisivo, determinante, que lo recordamos siempre y que no podemos olvidar. El evangelio de Mateo nos dice que en aquel monte  a Jesús se le «transfiguró» el rostro; le «cambió» el rostro. Era él, pero después de haber estado en presencia de Dios todo es distinto. ¿Qué pasó? No lo sabemos, pero los evangelios nos dan algunas pistas.
Una pista es que Jesús «dialoga» con Moisés (Ley) y con Elías (Profetas). Para el evangelio de san Mateo es muy importante, porque indica que Jesús no «rompe» con el judaísmo, tienen mucho en común, pero lo supera. Hay que dialogar con otras experiencias de Dios, con otras personas que nos hablen de Dios.
Otra pista, muy importante, es la del «rostro». El rostro le brilla como el sol; los vestidos son de un blanco resplandeciente. No estamos ante un rostro «desfigurado» por el dolor o por la opresión, sino «luminoso», «resplandeciente». La experiencia de Dios da luz, vida, enguapece, «cambia la cara» a mejor. El evangelio no nos puede decir aún que Jesús es el «rostro humano de Dios», pues falta la muerte entregada en cruz en Jerusalén y falta la resurrección (¡Jesús no es un humano con experiencias espirituales, un gurú!); sólo entenderemos que Jesús es el «rostro humano de Dios» a la luz de Pascua, de su muerte en cruz, de su resurrección, y de la acción del Espíritu Santo en nosotros.
Una tercera pista es la voz de Dios. Dios habla, pero no su voz no se prodiga. No podemos decir: «preparaos que va a hablar Dios». Dios habla en los momentos fundamentales; habla en el bautismo de Jesús y ahora habla de nuevo: «este es mi Hijo, en quien me complazco». Los discípulos acompañan a Jesús y están aprendiendo a descubrir quién es, porque no es tarea fácil ni evidente. Han visto sus milagros, han escuchado sus palabras, les ha dicho que tiene que ir a Jerusalén, y esto no les gusta nada de nada. La voz lo confirma: «¡este es, escuchadle!».
Una cuarta pista, los discípulos que le acompañan. Son Pedro, Santiago y Juan, los mismos que estarán con Jesús en el huerto de Getsemaní, en la falda del Monte de los Olivos. Allí se dormirán, aquí «ven» pero no terminan de «entender». Pedro, como siempre, se adelanta y habla antes de pensar: «¡qué bien se está aquí, hagamos tres tiendas!».  (Marcos añade que «no sabía lo que decía»). La experiencia de contemplar el rostro luminoso de Dios es necesaria, pero a la vez contiene cierta ambigüedad: «se está bien», pero no podemos «quedarnos absortos» en ella; hay que «volver al camino», seguir camino de Jerusalén, no quedarnos en falsos y equívocos divanes.
Retomemos la pregunta inicial. ¿Es imprescindible, para ser plenamente humanos, que hagamos experiencia de Dios? Jesús había enseñado en el Monte de las bienaventuranzas el camino para ser felices y para hacer felices a los demás; un camino de plenitud. Jesús sabe que no puede permanecer siempre en Galilea, anunciando el Reino, sino que tiene que ir y llegar a Jerusalén, donde le están esperando, donde «le tienen ganas». Allí le espera otro monte, el Gólgota. Entre ambos montes, Jesús sube al Tabor y allí se deja atravesar, iluminar, transformar, por Dios: es Jesús, que ha recorrido una parte del camino y que debe culminarlo. El Tabor no es una anécdota, sino un paso necesario entre la misión que Jesús está cumpliendo y la meta que debe alcanzar.
Todas las personas queremos ser felices, con mayúscula. El ser humano necesita entrar en un camino de bienaventuranza, de felicidad. El ser humano sabe que las sendas que transitamos nunca son seguras del todo, ni exentas de graves peligros: unos a todas luces injustos (calumnias, agresiones, difamaciones, violencias…); otros peligros son mortales (enfermedades, accidentes, rupturas, pobrezas…). ¿Podemos acompañar a Jesús en Getsemaní (Monte de los Olivos), y pasar por el monte Gólgota (monte de la crucifixión), sin haber pasado previamente por el Tabor (monte de la experiencia de Dios y de la contemplación del rostro de Dios)?
Algunos querrían estar eternamente, sin interrupciones, en un estado paradisíaco de «bienaventuranza», pero no es posible. Otros nos recuerdan continuamente nuestra condición débil, sufriente y contradictoria, obligándonos a volver la mirada hacia el Gólgota. Pero, ¿cuándo nos paramos y gastamos tiempo para hacer la experiencia del Tabor?
Este próximo domingo en las iglesias católicas se leerá el evangelio de la Transfiguración. No es un evangelio «secundario». Para llegar a la Pascua de Jesús hay que pasar por su muerte en cruz; para adentrarnos en el misterio de la muerte de Jesús hemos tenido, previamente, que contemplar el rostro transfigurado de Jesús.

Pedro Ignacio Fraile Yécora
14 de Marzo de 2014
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