20 enero, 2016

MATAR A LA MADRE. ¿Matar a la Iglesia?


             Ayer pronuncié una conferencia dentro de las programaciones del Año Jubilar de la Misericordia. El título estaba muy pensado: «La misericordia entrañable: camino de Jesús y de la Iglesia». Primero hablé de tres caminos que encontramos en la vida (dos actuales y verificables, el de las «ideologías» y el de la «estabilidad con justicia», y uno dificultoso y encomiable: el de la «misericordia»). Hablé  de cómo Jesús transparenta las «entrañas de misericordia de Dios», y por fin de cómo el camino de la Iglesia solo puede ser el de la misericordia. El público aplaudió y elogió mi intervención. Al final hubo turno de intervenciones, unas diez. Todos estaban de acuerdo con mis palabras; de Jesús nadie habló directamente, pues nadie lo cuestiona. Pero en varias preguntas se advertía un «doloroso desapego de la enseñanza y vivencia recibida». Nadie pronunció la palabra Iglesia, pero no hay que ser un lince para adivinar que había «dolor» en algunas intervenciones.
            Los presentes eran todos, o casi todos, católicos bien formados y convencidos. Yo «jugaba en casa», como se dice en términos futbolísticos. No debía temer intervenciones adversas o hirientes, pero me quedó ese «regustillo» que me hizo pensar más tarde. ¿Por qué entre los mismos católicos hay ese «desapego» con su madre la Iglesia?
            El tema es arduo, pero no por eso vamos a meterlo en el cajón de los temas que siempre «trataremos mañana», porque no sabemos bien cómo hincarle el diente. Es un hecho que la gente no católica, o los «veterocatólicos» (o sea, la gente con educación católica pero que han renunciado de facto a una visión de fe y a una práctica católica), tienen un gran respeto por Jesús pero se posicionan con mucha dureza con la Iglesia. Lo curioso es que este fenómeno se dé también en muchos ambientes eclesiales o eclesiásticos (dos palabras de un rango similar, pero que no indican lo mismo).
            El slogan que se repite hasta la saciedad es: Jesús sí, Iglesia no. Es un slogan trampa que ha sido muy bien recibido por doquier. Resumiría pensamientos simples y fuertemente anticlericales como «Jesús fue honesto, pobre, estaba con los pobres, y la Iglesia ni es honesta ni está con los pobres, sino que se sirve de ellos». O también, «Jesús no inventó la Iglesia. La Iglesia es un invento de los curas para vivir del cuento». El público adepto y entregado a estos mensajes aplaude estas palabras hasta con las orejas.
            Otra posición más sensata y matizada, de aquellos que no son anticlericales, o que incluso son «cristianamente anticlericales» (cristianos que no aceptan el poder omnímodo y exclusivo del clero) reivindican una «vuelta a Jesús», pero desconfían del papel de la actual Iglesia, apoyados en argumentos históricos, en análisis políticos, sociales y pastorales. Estos dirían «Jesús sí; Iglesia distinta».
            No faltan quienes hacen una polarización de la Iglesia, dejando a un lado a Jesús, a quien nadie discute. Dicen, poco más o menos, que hay dos Iglesias: «La Iglesia buena y la Iglesia mala. La primera está con los pobres, es liberadora, acogedora. La segunda es dura, fría y culpabilizadora». Otros dicen: una es la Iglesia de la gente sencilla y otra la de la jerarquía. Unos son los «punteros» y otros los «retrógrados». Que cada uno lo piense: ¿hay de verdad dos Iglesias o es una simplificación y un  simplismo? ¿De verdad que es así? Yo conozco entre los primeros, gente que habla mucho y hace poco. Entre los segundos, gente con un compromiso humano propio de santos andantes. Dividir a la Iglesia en dos tiene un nombre, ya antiguo, «maniqueísmo». Yo conozco a catequistas, visitadores de enfermos, animadores de la liturgia, voluntarios de Caritas, grupos de oración etc. que van a la Iglesia con una alegría y un sentido de pertenencia que nunca entenderían qué es eso de «Iglesia buena y mala» o de «Iglesia progresista y una Iglesia retrógrada». Se sienten felizmente Iglesia, aunque muchas veces les haga sufrir.
            Dicen que las cosas que amas te hacen sufrir. Si no sufres por algo es que no te importa. Por ejemplo, a mí no me importa quién gane la liga, porque el fútbol me da lo mismo. Sin embargo si me importa que en Siria estén asesinando niños, algunos de ellos degollados, otros quemados. Eso me importa y me hace sufrir.
            Cuando miembros de la Iglesia cometen delitos sufro. Cuando los denuncian falsamente, me duele, me enfado y doy un golpe encima de la mesa. Cuando atacan a la Iglesia sin piedad, sin motivos, con ganas de hacerle daño, es como si me atacaran a mí, porque yo no soy «un socio de un club que pago una cuota y me desentiendo», sino que soy miembro de la Iglesia.
            Llegados a este punto hay que servirse de términos teológicos. Después del Vaticano II se insistió mucho en la imagen de Iglesia como «nuevo pueblo de Dios». Una imagen bíblica que nos une a la Historia de la Salvación y al Pueblo de la Alianza, Israel, pero que no sé si ha tenido mucho éxito y aceptación más allá de las canciones litúrgicas: «Pueblo de reyes, asamblea santa, pueblo de Dios, bendice a tu Señor», o «Camina Pueblo de Dios…» o «Somos un pueblo y Cristo es la cabeza…». La gente cuando habla de «pueblo» piensa en los habitantes de su pueblo, donde ha nacido o donde vive; o también en términos de participación democrática. La Iglesia no se refiere a ninguna de las dos: el pueblo/villa no es de ninguna religión: allí hay o puede haber católicos y protestantes; musulmanes y chamanes; muchos no son ya de ninguna religión o de una fusión de todas: no existen pueblos católicos. Tampoco se refiere a la «democracia»; la palabra griega que usa la Iglesia para hablar de «pueblo» es laós: de ahí viene laico (laikós) y liturgia (servicio público, crasis de leitón y ergon); un palabra esta, laico, que hoy designa posiciones no religiosas o incluso antieclesiásticas cuando en su origen estuvo relacionada con el pueblo de Dios… ¡vivir para ver! A pesar del gran esfuerzo teológico y pastoral hecho, me parece humildemente que nuestros católicos no se viven como «pueblo de Dios». Admito críticas.
            Otro título, muy importante, para designar a la Iglesia y su misterio, es el de Cuerpo místico de Cristo. Esta designación tiene tres valores: nos habla de «Cristo», pues no en vano somos cristianos y no judíos; nos habla de «místico», uniéndonos a este sentido espiritual a la vez que real aunque se nos escape; y nos habla de «cuerpo», dándole ese sentido visible, corporal, sensorial, versátil y activo. Siendo una imagen profunda y lúcida, me temo que tampoco nos haya llegado.
            Hay otras muchas imágenes, la «esposa de Cristo», la «barca de Pedro» etc. Yo solo quiero trae a colación una que tiene que ver con la «madre». La Iglesia es «Madre y maestra». Por ser «maestra» tiene la capacidad y la misión de acompañar, educar, enseñar, corregir, animar, colaborar, impulsar, promover, clarificar etc.  Por ser «madre» tiene la misión de engendrar y amamantar, de educar, de escuchar, de esperar, de perdonar, de corregir, de alimentar, de proteger, de defender. Ambas cosas suponen una enorme capacidad de esfuerzo, de proyección y de sufrimiento. ¿Qué madre no sufre por sus hijos? La buena maestra y la buena madre dan autonomía a sus hijos para que tomen sus opciones, los escucha y corrige con cariño; y siempre les pone el «mantel para la comida en casa», lleguen a la hora que lleguen.
            Por eso me pregunto, ¿entendéis a un hijo que hable mal, afee en público, o incluso publicite los cansancios, las contradicciones, los errores cometidos por su madre? ¿Qué le diríais a ese hijo? ¿Le echarías en cara a tu propia madre que no supo educarte bien o que fue demasiado exigente contigo?

            Jesús sí, y la Iglesia también. No somos cristianos porque nos hayamos bautizado a nosotros mismos o porque hayamos recorrido solos el camino de la fe. Somos cristianos porque hemos sido bautizados en la fe de la Iglesia y creemos la fe en Jesús Señor, reflexionada, contemplada y vivida en la Iglesia. Críticos, sí; hijos, sí; pero ni falsos, ni amargados. Esta Iglesia, con sus errores, arrugas, pesos; con sus aciertos y esperanzas, es mi Iglesia.

Pedro Ignacio Fraile
San Sebastián, 20 Enero 2016