06 mayo, 2015

II. CREEMOS EN EL DIOS DE LA ALIANZA (continuación de 'Ministros de la Nueva Alianza'

(Seguimos con la segunda parte (tercera entrega) de la ponencia 'Ministros de la Nueva Alianza'.

2.1. El Señor de la Alianza y de las promesas

El Dios de la Biblia no dice su nombre. Los textos bíblicos lo conocen como «el Creador», «el Santo», «el Misericordioso». Dios, en su revelación, es el que acompaña a su pueblo, el que se compromete con su pueblo, el que «ama» a su pueblo (Dt). Pero no dice su nombre. Israel lo ha entendido y le designa como «Señor», pero no le pone nombre porque Dios.
No es un Dios autosuficiente, autista o solitario, sino un Dios de relación, de encuentro, de pactos, de «alianza». La Biblia, desde su perspectiva de «historia de la salvación», así nos lo hace ver: alianza con Noé, en la que Dios se compromete con todas las criaturas de la tierra; una alianza con Abrahán, el padre del Pueblo que él se elige; una alianza con Israel en el Sinaí.
Ahora bien, esta alianza que progresa no es incondicional sino que tiene unas cláusulas que el pueblo debe cumplir. No se trata tampoco de una alianza que se cumple de forma inmediata, sino que va al hilo de las promesas. La tensión entre «promesa y cumplimiento», a veces parcial, otras sólo intuido, es fundamental en la Biblia.
Son dos líneas fundamentales para la comprensión cristiana de la Escritura. Por una parte, el pueblo no cumple con las prescripciones de la alianza, de forma que Dios, por medio de Jeremías, tiene que anunciar una «alianza nueva».
Por otra, la tensión entre «promesa y cumplimiento» hace que la Escritura mire al futuro de la intervención definitiva de Dios.
En ambos casos, los cristianos afirmamos la intervención plena y definitiva de Dios en Cristo. La tensión de las promesas se «cumplen» en Cristo y la alianza nueva se «realiza» en la persona de Cristo.

2.2. Dos instituciones: profecía y sacerdocio en la primera alianza

El profeta es el «hombre de la palabra». Una palabra que no es suya, sino de otro, de Dios. En consecuencia, el «profeta» es el hombre que «escucha» la palabra. Nadie como el profeta encarna el mandato del Deuteronomio: «escucha, Israel, el Señor es tu Dios».
Sin embargo, como sucede otras veces, no se puede reducir el mensaje bíblico a un único modelo. La Escritura nos muestra dos profetas que reaccionan de forma distinta ante la palabra que hay que escuchar y que, consecuentemente, ofrecen dos posibilidades de estar atentos.          
Por el carácter mismo de la Escritura, Palabra de Dios para nosotros, hoy, los dos modelos que encontramos en Jeremías y en el Segundo Isaías reflejan dos realidades y posibilidades a la hora de que el creyente actual se ponga en «actitud escuchante» ante el Dios que nos habla.
Jeremías representa al creyente herido por una palabra que se le impone con fuerza y ante la que se quiere rebelar. Sin embargo, no puede callar. Sentimientos aparentemente contradictorios, que vive de forma casi trágica.
El Segundo Isaías mira al presente, el destierro, pero se abre al futuro: ¡hay esperanza! La palabra de Dios se abre camino en medio de las sombras y de los atisbos de desesperación a los que lleva un exilio prolongado.

a) Los «falsos profetas» (Jer 23; Ez 13)

La mayor de las trampas: la ambigüedad y la duda . Jeremías primero (Jer 23) y posteriormente Ezequiel, denuncian a los falsos profetas que engañan a la gente. Son los profetas que contentan al pueblo porque les anuncian que tendrán «paz», que no les va a llegar la desgracia, que pueden seguir con su vida porque a Dios no le importa lo que hagan. Pero la palabra de Dios no tiene la misión de ser un sedante, de ser «apafafuegos», sino que es como el fuego que devora y tritura incluso la roca. Cuando una palabra sea agasajadora, sea innecesaria, sea irenista, no es de Dios. Jeremías pide al pueblo, de parte de Dios, que «no escuchen sus palabras».

‘Esto dice el Señor omnipotente: No escuchéis las palabras  de los profetas, porque os engañan; os cuentan visiones de su fantasía, no de la boca del Señor. Dicen a quienes desprecian la palabra del Señor: "¡Tendréis paz!", y a todos los que siguen el capricho de su corazón: "¡No os sobrevendrá ningún mal!".  Pero ¿quién ha asistido al consejo del Señor? ¿Quién ha visto y oído su palabra? ¿Quién ha prestado atención a su palabra y la ha escuchado?’ (Jer 23,9)

Por el contrario, frente a los «profesionales» de la profecía que la manipulan buscando sus intereses y poniendo a Dios como garantía de algo que él nunca ha dicho, el Tercer Isaías nos regala un texto precioso. Dios se fija en el pobre que se estremece ante su palabra. De nuevo aparece la paradoja que atraviesa de parte a parte la Escritura:

‘Esto dice el Señor: El cielo es mi trono
y la tierra el escabel de mis pies.
¿Qué casa podríais construirme,
y qué lugar para reposo mío?
 Todo esto lo ha hecho mi mano,
y mío es todo ello -dice el Señor-.
Pero aquel en quien fijo yo mis ojos es el humilde,
el de contrito corazón, que tiembla ante mi palabra’ (Is 66,1)

b) «Sacerdotes y profetas», enemigos de Dios

En Jeremías aparecen en distintas ocasiones el binomio «sacerdotes y profetas» como auténticos opositores al plan de Dios. El capítulo 23 recoge un oráculo «sobre los profetas»  (Jer 23,9-24)

‘Profetas y sacerdotes son impíos
y hasta en mi Templo he encontrado su maldad’ (Jer 23,11).

Una parte de la teología ha querido ver en estos textos un enfrentamiento entre dos mundos: el del sacerdocio y el de la profecía. El primero sometido a lo institucional y, por ende, a lo caduco. El segundo, abierto al espíritu, garante de lo nuevo.
El Papa Benedicto XVI, en un trabajo sobre la Iglesia, recoge este debate. Después de la segunda guerra mundial, en el mundo neoliberal de Occidente, resurgió una variante de la antigua teología liberal. Es verdad que ya no se concibió a Jesús como un puro moralista, pero su figura sigue siendo la de un antagonista del culto y de las instituciones históricas del Antiguo Testamento. Se volvía al viejo esquema que reduce el Antiguo Testamento a «sacerdote y profeta», a «culto, instituciones y derecho» por una parte, y a «profecía, carisma y libertad» por otra. En esta óptica, «sacerdote, culto, institución y derecho» aparecen como algo negativo, que es preciso superar, mientras que Jesús se colocaría en la línea de los profetas. Esto es, Jesús proclama el fin de las instituciones.
Este nuevo tipo de interpretación neoliberal fue acogida por la orientación dialéctica marxista que contraponía a los «sacerdotes» con los «profetas». Esta distinción dará paso a una eclesiología que enfrenta «institución» y «pueblo», de forma que se opone de forma dialéctica la «Iglesia oficial» a la «Iglesia del pueblo». El papa dice, con sorna, que un Jesús así, nunca pudo fundar una Iglesia. 

2.3. Palabra y culto en la primera alianza

a) Israel, pueblo de la «Escucha»

El creyente judío lo primero que hace al levantarse es recitar el «Shema». Comienza de forma extraña, con una exhortación personal que es una llamada a todo el pueblo santo: «escucha, Israel». Por esa extraña complicidad que da el pueblo, la nación y la religión, el piadoso judío sabe que esa oración se dirige a toda la comunidad. Israel es el pueblo de la «escucha». No es una simple llamada de atención. La escucha supone atender y obedecer: Escucha porque lo que te digo es importante. Escucha para que hagas caso.
El Antiguo Testamento está sembrado de estas llamadas de Dios. Como expresión máxima, si no única, debemos hacer referencia al «Shema Israel».  La recitación del «shema», oración diaria para todo judío, garantiza el memorial diario de la Ley de Dios. Los salmos son así mismo, junto con algunos textos proféticos, testigos privilegiados de esta exhortación de Dios a su pueblo para que le escuche.

‘Escucha Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  Graba sobre tu corazón las palabras que yo te dicto hoy. Incúlcaselas a tus hijos y repíteselas cuando estés en casa, lo mismo que cuando estés de viaje, acostado o levantado. Átatelas a las manos para que te sirvan de señal, póntelas en la frente entre los ojos. Escríbelas en los postes de tu casa y en tus puertas’ (Dt 6,1-4)

b) El profeta, «hombre de la palabra» (Jer)

La palabra de otro, la de Dios, configura la vida del «hombre profeta», como indica la etimología misma. Dios le elige, le toma del todo, le comunica su palabra, y vela para que se cumpla. ‘El Señor me dijo: "¿Qué ves, Jeremías?". Respondí: "Veo una rama de almendro". El Señor me dijo: "Bien has visto, porque yo velo por mi palabra  para que se cumpla". (Jer 1,11-12)
La misión del profeta no es ajena a su vida, sino que está hecha de carne y de vida. Unas veces la palabra hace que sus convecinos le rechacen; en otras ocasiones es como un «fuego» que le consume. El libro de Jeremías recoge varios lugares donde es rechazado explícitamente el profeta. Él se vive a sí mismo como alguien que tiene que vivir de forma no deseada su soledad: ‘Jamás he ido a divertirme a una reunión de burlones;  bajo el peso de tu mano he estado solitario, pues tú me habías llenado de tu ira’. (Jer 15,17 –segunda confesión-)
Jeremías se queja de cómo han planeado no sólo no escucharle sino incluso atentar contra él. ‘Ellos han dicho: "¡Venid, tramemos un atentado contra Jeremías, pues no ha de faltar por eso del sacerdote la enseñanza, ni del sabio el consejo, ni del profeta la palabra! ¡Ea, matémosle con la lengua; no prestemos atención a ninguna de sus palabras’ (Jer 18,18)
De las cinco confesiones que se identifican en el profeta Jeremías, dos de ellas, la segunda y la quinta, recogen la experiencia de la palabra de Dios en la vida del profeta . Aparentemente son contradictorias, pero si se leen en conjunto son un reflejo claro de la tensión que supone la vida profética. La segunda confesión refleja el deseo ardiente de escuchar la palabra divina:

‘Cuando recibía tus palabras yo las devoraba;
Tus palabras  eran mi delicia, la alegría de mi corazón,
 pues tu nombre se invocaba sobre mí,
oh Señor Dios omnipotente’. (Jer 15,16)

Sin embargo, en la quinta confesión el profeta quiere renegar de ser un hombre consagrado a Dios y a su palabra. Para él no es motivo de «alegría», sino que han pasado a ser motivo de «burla» diaria.

Pues cada vez que hablo tengo que gritar y proclamar: 
"¡Violencia y ruina!".
La palabra del Señor es para mí
oprobio y burla todo el día.

A continuación, en esta misma quinta confesión, Jeremías usa la metáfora del «fuego» para expresar simbólicamente y con  vivacidad que la experiencia de la palabra hecha vida no se puede apagar 

Yo me decía: « No pensaré más en él, 
no hablaré más en su nombre».
Pero había en mi corazón  como un fuego abrasador
encerrado en mis huesos;
me he agotado en contenerlo
y no lo he podido soportar. (Jer 20,8-9)

c) El culto agradable a Dios

Amós es un testigo privilegiado del problema de las relaciones "justicia-culto" en los profetas. Esta cuestión ha suscitado arduos debates entre los exegetas. Se dan los dos extremos en su interpretación.
Para algunos los profetas son los heraldos de una religión purificada de toda manifestación cultual, una religión del corazón. Contribuyeron de forma decisiva a la evolución de la religión de Israel, dando la prioridad a la relación de fe, personal e interior, entre Dios y el fiel. Esto explicaría que su crítica al culto sea tan radical.
Para otros, por el contrario, el ministerio profético tiene sus raíces en el culto de los santuarios israelitas. Los profetas serían, de hecho, funcionarios del culto y sus oráculos no podrían comprenderse fuera de este contexto .
Esto no quiere decir que el profeta odie el culto. Lo que Amós no acepta es un culto adulterado con terribles injusticias, como si  Dios estuviera más preocupado por recibir ofrendas que por la situación de los pobres. Amós no usa la ironía, sino que sus palabras son duras y directas:

"Odio y rehúso vuestras fiestas, no me aplacan vuestras reuniones litúrgicas;
por muchos holocaustos y ofrendas que me traigáis,
no los aceptaré ni miraré vuestras víctimas cebadas.
Retirad de mi presencia el barullo de los cantos,
no quiero oír la música de la cítara.
Que fluya como agua el derecho
 y la justicia como arroyo perenne" (Am 5,21-24)