(Seguimos con la segunda parte (tercera entrega) de la ponencia 'Ministros de la Nueva Alianza'.
2.1. El Señor de la Alianza y de las
promesas
El Dios de la Biblia no dice su nombre. Los textos bíblicos lo
conocen como «el Creador», «el Santo», «el Misericordioso». Dios, en su
revelación, es el que acompaña a su pueblo, el que se compromete con su pueblo,
el que «ama» a su pueblo (Dt). Pero no dice su nombre. Israel lo ha entendido y
le designa como «Señor», pero no le pone nombre porque Dios.
No es un Dios autosuficiente, autista o solitario, sino un Dios de
relación, de encuentro, de pactos, de «alianza». La Biblia, desde su
perspectiva de «historia de la salvación», así nos lo hace ver: alianza con
Noé, en la que Dios se compromete con todas las criaturas de la tierra; una
alianza con Abrahán, el padre del Pueblo que él se elige; una alianza con
Israel en el Sinaí.
Ahora bien, esta alianza que progresa no es incondicional sino que
tiene unas cláusulas que el pueblo debe cumplir. No se trata tampoco de una
alianza que se cumple de forma inmediata, sino que va al hilo de las promesas.
La tensión entre «promesa y cumplimiento», a veces parcial, otras sólo intuido,
es fundamental en la Biblia.
Son dos líneas fundamentales para la comprensión cristiana de la
Escritura. Por una parte, el pueblo no cumple con las prescripciones de la
alianza, de forma que Dios, por medio de Jeremías, tiene que anunciar una
«alianza nueva».
Por otra, la tensión entre «promesa y cumplimiento» hace que la
Escritura mire al futuro de la intervención definitiva de Dios.
En ambos casos, los cristianos afirmamos la intervención plena y
definitiva de Dios en Cristo. La tensión de las promesas se «cumplen» en Cristo
y la alianza nueva se «realiza» en la persona de Cristo.
2.2. Dos instituciones: profecía y
sacerdocio en la primera alianza
El profeta es el «hombre de la palabra». Una palabra que no es
suya, sino de otro, de Dios. En consecuencia, el «profeta» es el hombre que
«escucha» la palabra. Nadie como el profeta encarna el mandato del
Deuteronomio: «escucha, Israel, el Señor es tu Dios».
Sin embargo,
como sucede otras veces, no se puede reducir el mensaje bíblico a un único modelo.
La Escritura nos muestra dos profetas que reaccionan de forma distinta ante la
palabra que hay que escuchar y que, consecuentemente, ofrecen dos posibilidades
de estar atentos.
Por el carácter mismo de la Escritura, Palabra de Dios para
nosotros, hoy, los dos modelos que encontramos en Jeremías y en el Segundo
Isaías reflejan dos realidades y posibilidades a la hora de que el creyente
actual se ponga en «actitud escuchante» ante el Dios que nos habla.
Jeremías representa al creyente herido por una palabra que se le
impone con fuerza y ante la que se quiere rebelar. Sin embargo, no puede
callar. Sentimientos aparentemente contradictorios, que vive de forma casi
trágica.
El Segundo
Isaías mira al presente, el destierro, pero se abre al futuro: ¡hay esperanza!
La palabra de Dios se abre camino en medio de las sombras y de los atisbos de
desesperación a los que lleva un exilio prolongado.
a) Los
«falsos profetas» (Jer 23; Ez 13)
La mayor de las trampas: la ambigüedad y la duda . Jeremías
primero (Jer 23) y posteriormente Ezequiel, denuncian a los falsos profetas que
engañan a la gente. Son los profetas que contentan al pueblo porque les
anuncian que tendrán «paz», que no les va a llegar la desgracia, que pueden
seguir con su vida porque a Dios no le importa lo que hagan. Pero la palabra de
Dios no tiene la misión de ser un sedante, de ser «apafafuegos», sino que es
como el fuego que devora y tritura incluso la roca. Cuando una palabra sea
agasajadora, sea innecesaria, sea irenista, no es de Dios. Jeremías pide al
pueblo, de parte de Dios, que «no escuchen sus palabras».
‘Esto
dice el Señor omnipotente: No escuchéis las palabras de los profetas, porque os engañan; os
cuentan visiones de su fantasía, no de la boca del Señor. Dicen a quienes
desprecian la palabra del Señor: "¡Tendréis paz!", y a todos los que
siguen el capricho de su corazón: "¡No os sobrevendrá ningún
mal!". Pero ¿quién ha asistido al
consejo del Señor? ¿Quién ha visto y oído su palabra? ¿Quién ha prestado
atención a su palabra y la ha escuchado?’
(Jer 23,9)
Por el contrario, frente a los «profesionales» de la profecía que
la manipulan buscando sus intereses y poniendo a Dios como garantía de algo que
él nunca ha dicho, el Tercer Isaías nos regala un texto precioso. Dios se fija
en el pobre que se estremece ante su palabra. De nuevo aparece la paradoja que
atraviesa de parte a parte la Escritura:
‘Esto
dice el Señor: El cielo es mi trono
y
la tierra el escabel de mis pies.
¿Qué
casa podríais construirme,
y
qué lugar para reposo mío?
Todo esto lo ha hecho mi mano,
y
mío es todo ello -dice el Señor-.
Pero
aquel en quien fijo yo mis ojos es el humilde,
el
de contrito corazón, que tiembla ante mi palabra’ (Is 66,1)
b)
«Sacerdotes y profetas», enemigos de Dios
En Jeremías aparecen en distintas ocasiones el binomio «sacerdotes
y profetas» como auténticos opositores al plan de Dios. El capítulo 23 recoge
un oráculo «sobre los profetas» (Jer
23,9-24)
‘Profetas
y sacerdotes son impíos
y
hasta en mi Templo he encontrado su maldad’ (Jer 23,11).
Una parte de la teología ha querido ver en estos textos un enfrentamiento
entre dos mundos: el del sacerdocio y el de la profecía. El primero sometido a
lo institucional y, por ende, a lo caduco. El segundo, abierto al espíritu,
garante de lo nuevo.
El Papa Benedicto XVI, en un trabajo sobre la Iglesia, recoge este
debate. Después de la segunda guerra mundial, en el mundo neoliberal de
Occidente, resurgió una variante de la antigua teología liberal. Es verdad que
ya no se concibió a Jesús como un puro moralista, pero su figura sigue siendo
la de un antagonista del culto y de las instituciones históricas del Antiguo
Testamento. Se volvía al viejo esquema que reduce el Antiguo Testamento a
«sacerdote y profeta», a «culto, instituciones y derecho» por una parte, y a
«profecía, carisma y libertad» por otra. En esta óptica, «sacerdote, culto,
institución y derecho» aparecen como algo negativo, que es preciso superar,
mientras que Jesús se colocaría en la línea de los profetas. Esto es, Jesús
proclama el fin de las instituciones.
Este nuevo tipo de interpretación neoliberal fue acogida por la
orientación dialéctica marxista que contraponía a los «sacerdotes» con los
«profetas». Esta distinción dará paso a una eclesiología que enfrenta
«institución» y «pueblo», de forma que se opone de forma dialéctica la «Iglesia
oficial» a la «Iglesia del pueblo». El papa dice, con sorna, que un Jesús así,
nunca pudo fundar una Iglesia.
2.3. Palabra y culto en la primera alianza
a)
Israel, pueblo de la «Escucha»
El creyente judío lo primero que hace al levantarse es recitar el
«Shema». Comienza de forma extraña, con una exhortación personal que es una
llamada a todo el pueblo santo: «escucha, Israel». Por esa extraña complicidad
que da el pueblo, la nación y la religión, el piadoso judío sabe que esa
oración se dirige a toda la comunidad. Israel es el pueblo de la «escucha». No
es una simple llamada de atención. La escucha supone atender y obedecer:
Escucha porque lo que te digo es importante. Escucha para que hagas caso.
El Antiguo Testamento está sembrado de estas llamadas de Dios.
Como expresión máxima, si no única, debemos hacer referencia al «Shema
Israel». La recitación del «shema»,
oración diaria para todo judío, garantiza el memorial diario de la Ley de Dios.
Los salmos son así mismo, junto con algunos textos proféticos, testigos
privilegiados de esta exhortación de Dios a su pueblo para que le escuche.
‘Escucha
Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Ama al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas Graba sobre tu corazón las palabras que yo te
dicto hoy. Incúlcaselas a tus hijos y repíteselas cuando estés en casa, lo
mismo que cuando estés de viaje, acostado o levantado. Átatelas a las manos
para que te sirvan de señal, póntelas en la frente entre los ojos. Escríbelas
en los postes de tu casa y en tus puertas’ (Dt 6,1-4)
b) El
profeta, «hombre de la palabra» (Jer)
La palabra de otro, la de Dios, configura la vida del «hombre
profeta», como indica la etimología misma. Dios le elige, le toma del todo, le
comunica su palabra, y vela para que se cumpla. ‘El Señor me dijo: "¿Qué
ves, Jeremías?". Respondí: "Veo una rama de almendro". El Señor
me dijo: "Bien has visto, porque yo velo por mi palabra para que se cumpla". (Jer 1,11-12)
La misión del profeta no es ajena a su vida, sino que está hecha
de carne y de vida. Unas veces la palabra hace que sus convecinos le rechacen;
en otras ocasiones es como un «fuego» que le consume. El libro de Jeremías
recoge varios lugares donde es rechazado explícitamente el profeta. Él se vive
a sí mismo como alguien que tiene que vivir de forma no deseada su soledad:
‘Jamás he ido a divertirme a una reunión de burlones; bajo el peso de tu mano he estado solitario,
pues tú me habías llenado de tu ira’. (Jer 15,17 –segunda confesión-)
Jeremías se
queja de cómo han planeado no sólo no escucharle sino incluso atentar contra
él. ‘Ellos han dicho: "¡Venid, tramemos un atentado contra Jeremías, pues
no ha de faltar por eso del sacerdote la enseñanza, ni del sabio el consejo, ni
del profeta la palabra! ¡Ea, matémosle con la lengua; no prestemos atención a
ninguna de sus palabras’ (Jer 18,18)
De las cinco confesiones que se identifican en el profeta
Jeremías, dos de ellas, la segunda y la quinta, recogen la experiencia de la
palabra de Dios en la vida del profeta . Aparentemente son contradictorias,
pero si se leen en conjunto son un reflejo claro de la tensión que supone la
vida profética. La segunda confesión refleja el deseo ardiente de escuchar la palabra
divina:
‘Cuando
recibía tus palabras yo las devoraba;
Tus
palabras eran mi delicia, la alegría de
mi corazón,
pues tu nombre se invocaba sobre mí,
oh
Señor Dios omnipotente’. (Jer 15,16)
Sin embargo, en la quinta confesión el profeta quiere renegar de
ser un hombre consagrado a Dios y a su palabra. Para él no es motivo de
«alegría», sino que han pasado a ser motivo de «burla» diaria.
Pues
cada vez que hablo tengo que gritar y proclamar:
"¡Violencia
y ruina!".
La
palabra del Señor es para mí
oprobio
y burla todo el día.
A continuación, en esta misma quinta confesión, Jeremías usa la
metáfora del «fuego» para expresar simbólicamente y con vivacidad que la experiencia de la palabra
hecha vida no se puede apagar
Yo
me decía: « No pensaré más en él,
no
hablaré más en su nombre».
Pero
había en mi corazón como un fuego
abrasador
encerrado
en mis huesos;
me
he agotado en contenerlo
y
no lo he podido soportar. (Jer
20,8-9)
Amós es un testigo privilegiado del problema de las relaciones
"justicia-culto" en los profetas. Esta cuestión ha suscitado arduos
debates entre los exegetas. Se dan los dos extremos en su interpretación.
Para algunos los profetas son los heraldos de una religión
purificada de toda manifestación cultual, una religión del corazón.
Contribuyeron de forma decisiva a la evolución de la religión de Israel, dando
la prioridad a la relación de fe, personal e interior, entre Dios y el fiel.
Esto explicaría que su crítica al culto sea tan radical.
Para otros, por el contrario, el ministerio profético tiene sus
raíces en el culto de los santuarios israelitas. Los profetas serían, de hecho,
funcionarios del culto y sus oráculos no podrían comprenderse fuera de este contexto
.
Esto no quiere decir que el profeta odie el culto. Lo que Amós no
acepta es un culto adulterado con terribles injusticias, como si Dios estuviera más preocupado por recibir
ofrendas que por la situación de los pobres. Amós no usa la ironía, sino que
sus palabras son duras y directas:
"Odio
y rehúso vuestras fiestas, no me aplacan vuestras reuniones litúrgicas;
por
muchos holocaustos y ofrendas que me traigáis,
no
los aceptaré ni miraré vuestras víctimas cebadas.
Retirad
de mi presencia el barullo de los cantos,
no
quiero oír la música de la cítara.
Que
fluya como agua el derecho
y la justicia como arroyo perenne" (Am 5,21-24)